Viene a ser la anomia el estado al que se ve transportado el sujeto cuando, ya sea por causas internas, aunque en la mayoría de ocasiones éstas responden a una causa externa; es incapaz de ubicarse en un escenario social coherente, toda vez que las circunstancias le inhabilitan para reconocerse en las mismas, o en el escenario que el desarrollo de tales acabaría por suscitar.
Si bien el plano sociológico, al que corresponde netamente la conceptualización esgrimida, se muestra por sí solo lo suficientemente explícito para poder dar cabida a lo especificado hasta el momento; lo cierto es que aquello que ha de venir, lo que inexorablemente estará llamado a aportar el material con el que a partir de mañana elaboraremos no ya nuestros sueños, que sí más bien nuestras pesadillas; debería erigirse a estas alturas como suficiente para conformar nuestra mayor fuente de preocupaciones; preocupaciones que paradójicamente habrían de reforzar su grado de adecuación a la vista no tanto de los conceptos que por comprendidos asustan; que sí más bien por la magnitud de los que aun sin ser netamente baremados, su mera intuición es capaz de proporcionar una aproximación bastante acertada de lo que si no afirman, sí cuando menos son capaces de insinuar.
Porque lo que está pasando en Cataluña, o por ser más precisos lo que España ha permitido que suceda en Cataluña, solo tiene una explicación; explicación que ha de buscarse, o en el mejor de los casos puede ser interpretada, atendiendo no tanto a las exposiciones sociológicas del término hoy elegido como guía; como sí más bien a las características individuales que desde el rango de la medicina convierten en adecuado su uso; uso que en este caso permite hablar de anomia cuando el sujeto presenta un estado en el que es incapaz de reconocer o recordar el nombre de las cosas.
Efectivamente, de no llamar a las cosas por su nombre puede proceder si no la causa definitiva del instante que vivimos, si muy probablemente la justificación del aparente triunfo del procedimiento que hasta la misma nos ha traído. Puesto que si en algo estaremos todos de acuerdo será en constatar hasta qué punto lo estrambótico del instante en el que nos hallamos tiene en gran medida su respuesta en una a estas alturas ya larga cadena de acontecimientos unas veces por acción, otras por omisión y en muchos casos por mera incompetencia, han acabado por alumbrar un instante en el que hoy nadie se siente cómodo, y del que hasta hace relativamente poco tiempo, esos mismos se negaban a aportar el menor viso de credibilidad.
Por eso, en gran medida por eso, aquí estamos. Inmersos en una situación que no creemos (en gran medida porque nos es desconocida en toda o en cuando menos en su mayor parte), y que tal y como ocurre con todo lo desconocido, tiende a generar en nosotros pánico. Pero es el pánico un mal consejero, y lo es en cualquiera que sea la faceta humana a la que podamos referirnos. Así que de nuevo no resulta difícil implementar el escenario en el que tal condición se vuelve especialmente sensible, lo que en el caso que nos atañe se mostraría si permitiésemos que el pánico sostuviera la argumentación del procedimiento político.
Porque si algo permite comprender el grado de desatino que se adivina en todo lo referido a la forma mediante la que se ha desarrollado lo que bien podríamos definir como el Asunto de Cataluña, ese algo quedaría perfectamente enmarcado si no definido desde el momento en el que la superación de la incredulidad nos permitiera descubrir a la vista de las pruebas presentadas, que unos y otros han intentado evitar afrontar la cuestión desde un punto de vista político.
Sé que puede resultar increíble, pero desgraciadamente así ha sido. Ya fuese desde la elaboración de los conceptos, de la puesta en marcha de la maquinaria jurídica destinada unas veces a contravenir y otras a reforzar tales conceptos; e incluso desde la telaraña elaborada con el fin de atraparnos como si de simples insectos se tratase, a cuantos como meros espectadores parecíamos condenados a presenciar la debacle; lo único cierto es que una vez finalizado el show, una vez disipado el humo propio de la pirotecnia desplegada, lo único llamado a prevalecer no habría de ser sino la infinita sensación de congoja que aprisiona el alma del demagogo cuando la realidad le enfrenta al inexorable hecho de la nada en el que se resume su acción, o el proceso desarrollado hacia tal acción.
Pero que nadie se equivoque. Para alcanzar esa nada se ha hecho imprescindible la puesta en marcha de unos procedimientos cuya complejidad a la hora de ser comprendidos se ubica en el hecho de que a la inversa de lo que caracteriza a otros procedimientos semejantes (a saber el hecho de que los mismos son concebidos o a lo sumo pergeñados con una intención constructiva), éstos no han sido sino que perpetrados pues no albergan sino intenciones destructivas.
Es por ello que una gran parte de su peligro se halla implícito si no en su naturaleza, sí en el coste que su génesis trae aparejado, del cual habrán de extraerse consecuencias que, de pasar desapercibidas, lograrán aumentar exponencialmente el deterioro que los mismos en condiciones normales serían capaces de inferir a las instituciones.
Porque si de algo podemos estar a estas alturas seguros, es de que alcanzado el presente nivel de aberración, nada ni nadie quedará indemne. ¡Ay! de quien crea que algo de esto no le atañe, ya sea porque Cataluña le quede muy distante, o porque los asuntos catalanes le queden muy lejos. Cataluña es España, y es por ello que la larga lista de esperpentos sin cuya comisión nuestro aquí y nuestro ahora resultarían imposibles, ha tenido un coste que sin el menor género de dudas nos afecta a todos, y sin duda estará destinado a seguir haciéndolo durante mucho tiempo.
¿Cómo entender si no la aparente indolencia con la que algunos han osado mirar en el fondo del abismo? Sólo identificando la incompetencia en el hecho de ver cómo refrendaban su incapacidad para identificar la magnitud del problema creyendo de verdad que el abismo no miraría en ellos, podemos llegar a intuir el grado de deterioro que algunos de los destinados precisamente a defender al común, no han terminado sino por herirlo de muerte.
Esperemos en todo caso que no sea demasiado tarde.