Aunque los letrados del Senado cuestionan la constitucionalidad de la reforma que permitiría disolver asociaciones franquistas, la propuesta sigue su curso. No se trata de una ofensiva ideológica, sino de un acto de justicia histórica. Tolerar la apología del franquismo es claudicar ante el odio.
La libertad de asociación es un pilar democrático, pero como todo derecho fundamental, debe tener límites frente al fanatismo y la apología del terror. En un país con decenas de miles de desaparecidos aún en fosas comunes, permitir que sigan existiendo asociaciones que ensalzan a Franco y su régimen no es libertad: es obscenidad. Por eso, la reforma impulsada por el PSOE, y respaldada por las fuerzas que entienden la democracia como un sistema de memoria y justicia, es no sólo legítima: es urgente.
Frente a esta propuesta, los servicios jurídicos del Senado han expresado dudas de constitucionalidad. Y sin embargo, la tramitación sigue, como debe ser. Porque la Constitución no es un escudo para los enemigos de la democracia, sino una herramienta para proteger la dignidad de las víctimas y el futuro colectivo.
Resulta inaceptable, aunque ya no sorprendente, que el PP se haya refugiado en la abstención, incapaz de condenar con claridad el franquismo, como si aún temiera enfrentarse a los fantasmas de su propia historia fundacional. Esta ambigüedad no es prudencia: es cobardía política. Porque quien no se posiciona contra quienes glorifican a un dictador, termina siendo cómplice de su legado.
Peor aún es el caso de Vox, que ha votado en contra con entusiasmo. No ocultan su nostalgia por el régimen. No lo disimulan: lo reivindican, lo blanquean, lo celebran. Para esta formación ultraderechista, la memoria democrática no es una deuda pendiente, sino una amenaza a su proyecto reaccionario. Y esa amenaza debe hacerse efectiva. Con leyes. Con justicia. Con memoria.
La disposición adicional de la Ley de Memoria Democrática exige esta reforma, que incluye la disolución de asociaciones que realicen apología del franquismo cuando haya menosprecio a las víctimas o incitación al odio. Y, como corresponde a un Estado de derecho, será un juez quien lo determine, con plenas garantías legales. La ley, además, prevé la actuación del Ministerio Fiscal y otorga legitimidad activa a entidades que defienden a las víctimas, lo que fortalece aún más su carácter garantista.
Porque no es lo mismo recordar que glorificar. No es lo mismo estudiar la historia que convertirla en culto al verdugo. Y si una asociación ensalza el golpe de Estado del 36, a Franco o a sus cómplices, debe ser disuelta. Sin excusas, sin rodeos. Porque las asociaciones que humillan a las víctimas del franquismo no son entidades cívicas: son refugios ideológicos del odio.
La democracia no puede permitirse más equidistancias. Ya no se trata de mirar al pasado, sino de mirar con claridad quién quiere volver a él. La ley debe estar del lado de quienes lucharon por la libertad, no de quienes hoy la utilizan para proteger la memoria del totalitarismo. Disolver estas asociaciones no es reprimir: es reparar, es prevenir, es decir “nunca más” con acciones, no con discursos vacíos.
Y a quienes se incomodan con esta reforma, quizás deberían preguntarse por qué les incomoda tanto la derrota legal del franquismo. Tal vez la respuesta revele más de lo que están dispuestos a admitir.