Mucha gente se pregunta la razón por la que la extrema derecha está creciendo en todo el mundo y por qué desde la política democrática no se consigue frenar el incremento del apoyo ciudadano a estas organizaciones extremistas. La respuesta es sencilla: el fracaso de las opciones políticas tradicionales ante al cambio de paradigma económico iniciado en 2008.
Desde que cayera Lehman Brothers, el panorama político se ha visto sacudido por un fenómeno que ha sorprendido a muchos analistas: el declive de los partidos tradicionales y el ascenso de la extrema derecha. Hace una década, cuando en Francia, en Italia o en Estados Unidos se miraba ese ascenso de los populismos ultras como una evolución marginal, se ha transformado en una fuerza decisiva en la configuración de la política nacional e internacional.
Durante años, los partidos tradicionales fueron los guardianes de la estabilidad política, consolidando gobiernos y ejerciendo el poder en sistemas democráticos. No obstante, una combinación de factores como los continuos casos de corrupción, la falta de renovación y las políticas desconectadas de las demandas ciudadanas, ha erosionado la confianza de la población en las instituciones. Ese desencanto se traduce en un voto de castigo, donde los electores buscan alternativas que prometan un cambio radical, incluso si ello implica apostar por discursos extremos o por la renuncia a derechos y libertades.
El vacío dejado por el fracaso de los partidos tradicionales ha sido aprovechado por los movimientos de extrema derecha, que han sabido capitalizar el sentimiento de desilusión y la necesidad de respuesta ante la crisis económica y cultural.
Estos grupos, a través de discursos nacionalistas y falsas promesas anti-establishment, ofrecen respuestas simples a problemas complejos, lo que resulta atractivo para un electorado cansado de promesas incumplidas. No es de extrañar esto, dado que en España, recientemente, se llegó a afirmar que los pactos entre partidos legitimaban el incumplimiento de los programas electorales. Es decir, se expuso el hecho de que el interés partidista está por encima de la voluntad del pueblo.
Entre las causas que han favorecido este giro sociopolítico se encuentra sin duda la cuestión económica y el crecimiento de la desigualdad y, como sucede en España, de la pobreza. La recesión y la creciente brecha social han generado un terreno fértil para la radicalización política, donde la extrema derecha se presenta como la solución frente a la globalización y la pérdida de empleos tradicionales.
El resurgimiento de un discurso que apela a la defensa de la identidad nacional se ha visto reforzado por temores imaginarios sobre la inmigración y la seguridad. A esto hay que añadir cómo la corrupción y la ineficacia de los partidos tradicionales han impulsado la búsqueda de figuras que prometan un cambio profundo, aun cuando ello conlleve posturas radicales. No hay más que ver lo que está sucediendo en Estados Unidos con un estafador profesional, un criminal convicto, en la Casa Blanca. Todas las promesas que hizo para las clases medias y trabajadoras se están traduciendo en despidos masivos y criminales, recortes asesinos de programas de protección social, mientras se aprueban órdenes o presupuestos focalizados en incrementar la riqueza de los millonarios.
Ante este escenario, los partidos tradicionales se han visto obligados a replantear sus estrategias. Algunos han intentado imitar discursos populistas, como en ocasiones hace el Partido Popular o líderes como Isabel Díaz Ayuso, mientras que otros han optado por fortalecer su imagen de institucionalidad y transparencia, a pesar de tener en los juzgados casos de presunta corrupción. No obstante, la capacidad de la extrema derecha para movilizar a las masas y conectar emocionalmente con el electorado ha marcado una diferencia crucial, dejando en evidencia la necesidad de una renovación política profunda.
El crecimiento de la extrema derecha plantea serias preguntas sobre el futuro de la democracia. Si bien es fundamental garantizar la pluralidad de ideas, el auge de discursos que en ocasiones rozan el autoritarismo y la intolerancia requiere una respuesta que fortalezca los valores democráticos. El reto consiste en reconciliar la búsqueda de soluciones ante las crisis reales con el compromiso de una política inclusiva y respetuosa de la diversidad.
La llave de Sánchez y Feijóo
Mucho se habla del cordón sanitario a la extrema derecha. Sin embargo, los dos principales partidos políticos no se han enterado de que no es una cuestión ideológica, sino que precisa de acción y de hechos. Ese es el verdadero cordón sanitario, el que hará que los ciudadanos se den cuenta de que están siguiendo paranoias y promesas populistas sin efectividad.
No obstante, ni Pedro Sánchez ni Alberto Núñez Feijóo utilizan la llave que tienen en la mano para frenar lo que parece imparable. No es sólo que Vox esté creciendo, sino que Luis «Alvise» Pérez cuenta con un capital de voto oculto que cuando se celebren las próximas elecciones generales puede convertir al ultra en un elemento decisivo, sobre todo cuando ya obtuvo en los comicios europeos más de 800.000 votos y tres escaños.
En Francia y Alemania ya parecen haberse dado cuenta de que el único modo de frenar a la ultraderecha es a través de una gestión bipartidista en el que se cambie el paradigma económico y se deje de creer en la gran mentira del efecto goteo que predican los negacionistas. En estos países ya han caído del burro y se han dado cuenta de que, ante la amenaza del populismo ultra, es necesario generar prosperidad para las familias de clase media y trabajadora. Por eso se ha dejado de lado las diferencias ideológicas para alcanzar consensos profundos en cuestiones de Estado.
Los niveles de crispación de la actual política española son la consecuencia de la inutilidad absoluta de los políticos. Mientras se incrementan los niveles de pobreza, mientras el empleo que se crea es cada vez más precario, mientras los índices de prosperidad de las clases medias y trabajadoras son cada vez más ínfimos, tanto el PSOE como el PP están con Begoña Gómez, el chalet de la mujer de Feijóo, el fiscal general del Estado, el novio de Ayuso o la trama Koldo. El padre o la madre que tienen que acudir a los bancos de alimentos para recoger su ración y no morir de hambre porque el sueldo sólo da para pagar el alquiler o la hipoteca se echa las manos a la cabeza y, evidentemente, ante la desesperación se alinea con aquellos que le dan soluciones fáciles, soluciones de barra de bar, a problemas muy complejos.
Ni Sánchez ni Feijóo se dan cuenta de que un gobierno de gran coalición se perfila como una oportunidad para renovar la confianza en la política y dar un impulso a reformas estructurales en el país que tanto necesita la ciudadanía.
La rivalidad entre PSOE y PP, dos partidos con historias y visiones de país tan divergentes, puede transformarse en un catalizador de cambio. En lugar de perpetuar la confrontación, la gran coalición es un modelo de gobernabilidad capaz de poner fin a los episodios de inestabilidad y de ofrecer respuestas sólidas a problemas estructurales, desde la crisis económica hasta la gestión de los servicios públicos.
Uno de los beneficios más evidentes de esta coalición es la posibilidad de alcanzar una estabilidad política sin precedentes que, por defecto, tendrá como consecuencia principal la generación de un escenario fértil para recuperar la prosperidad perdida. La fragmentación parlamentaria y las tensiones constantes han obstaculizado la implementación de políticas a largo plazo. Al sumar fuerzas, PSOE y PP consolidarán un bloque capaz de superar los recortes, las crisis y la incertidumbre, ofreciendo un marco estable que inspire confianza tanto a inversores como a la ciudadanía.
La cooperación entre ambos partidos permitirá trazar un ambicioso programa de reformas, incluida la constitucional. Ámbitos como una reforma laboral efectiva y no plagada de parches, la mejora del sistema educativo, la revolución en la Justicia y la modernización de la administración pública avanzará de manera más efectiva en un escenario de consenso. La capacidad de abordar temas polémicos con un enfoque unificado abre la puerta a soluciones innovadoras que, hasta ahora, quedaron atrapadas en el juego de la confrontación política.
En un país marcado históricamente por episodios de división, de cainismo sistémico, la formación de una gran coalición transmite un mensaje poderoso de unidad. La imagen de dos partidos históricos trabajando codo a codo para el bienestar de España es el primer paso para reconstruir la confianza en la democracia. Este paso no solo encierra el potencial de generar cambios concretos, sino también de inspirar a la sociedad a mirar hacia un futuro en el que el diálogo y la cooperación prevalezcan sobre la confrontación de la que se alimenta la extrema derecha.
Es evidente que es un importante cambio de paradigma que no está exento de desafíos. Las diferencias ideológicas y las presiones internas de cada partido plantean interrogantes sobre la viabilidad de un proyecto común. No obstante, si se logra establecer un marco de diálogo genuino, los beneficios transformarán el panorama político español, ofreciendo estabilidad y permitiendo que el país avance hacia un modelo de gobernabilidad más inclusivo y efectivo, alejado de la paralización en que se vive ahora.
Quedan tres años de legislatura. Sánchez y Feijóo están obligados a decidir si pasar a la historia como dos estadistas o, al anteponer cuestiones personales, quedar en los libros como los dos incompetentes que son ahora.