Vivir situaciones inusuales, como el estado de alarma que compartimos, y lo que te rondaré, da para mucho. Da mucho juego en el terreno mediático, editorial, sensiblero, sincero, divulgativo, social… En este último aspecto y sobre el tejido de los sentimientos se oía decir al vecindario, porque todo se oye, incluso se escucha, que hacían la vida de Porky:  comer, dormir y “aparcar”. Y de esto último doy fe porque, aunque los somieres ya no suenan como antes,  el sonido ambiente es el de siempre.

Cuarentena, reclusión, encierro, encerrona para quien así lo quiera ver, ha sido un escenario inevitable para salir al paso de lo irreversible. Y, créanme, desde mis naturales dotes para la observación, he podido constatar que han aflorado nuestros rasgos más exhibicionistas. Es cierto que no es lo mismo pasar ese trámite en un piso, piso porque tiene eso, piso, suelo, de 15 metros cuadrados sin ventanas que en un piso amplio, con luz, terraza o balcones o en una vivienda unifamiliar con jardín y despensa.

Ahí, en la despensa del personal, es donde he encontrado el filón que les traigo a este blog. En los primeros compases del  estado de alarma vimos que la gente acaparó el “papel del cutis” en rollos. Inmediatamente después, vimos que desaparecían los vinos gratos y de buen precio, las botellas de fino cordobés que nunca había faltado. En paralelo con ello, desaparecieron los llamados snacks, patatas fritas, pistachos, almendras… No sé si por compras desmedidas o por desabastecimiento, lo que me llevó a pensar que la gente había recuperado el picoteo, aunque fuera telemático.

Al tiempo, y como los contenidos son los que son y no hay más, ni aquí ni en otro lugar del planeta, las televisiones nos rebozaban sin la harina adecuada, ahí todo, hecho casi un cascote con las mismas imágenes en bucle, desde la mañana a la madrugada. Y nos enteramos de que la gente decía que comía lo que no siempre ves comprar en condiciones normales. Despertaron las sensibilidades conscientes de que se daba una proyección casi galáctica a los hábitos de la gente. Los del club de enemigos de las acelgas presumían de aquello, como los detractores del pescado que no comen y que no prueban sus niños como no sea congelado, sin espinas.

También detecté otras sensibilidades. En una radio hablaban con una culta de salón que narraba su emoción cuando tocaba un libro en edición papel. ¡Tía, –pensé- que es un libro de cocina y esos suelen mentir, he dicho suelen, en las cantidades y los tiempos tela marinera… En ese aspecto debo confesar que un día de estos voy a hacer un potaje con esos libros de cocina liantes y a punto de emplatarlo lo tiraré a la basura argumentando que estaba subidito de sal.

Retomemos, que me despisto. En definitiva, lo que he visto en este estado de alarma ha sido una proyección al exterior de las carencias personales, pero maquilladas. Nada nuevo. No sé ustedes, pero yo sí me he dado cuenta de que en condiciones normales, el resto del año, vivimos en un permanente estado de voluntario encerramiento sometidos a las tendencias, las modas y los criterios saludables y casi siempre elegantes para mostrarnos en sociedad con una dimensión prefabricada.

No siempre es así ni todo el mundo es así, pero hay los suficientes como para darnos cuenta de que eso ocurre y es una encerrona voluntaria, en ocasiones inconsciente, por ir a remolque del cuñado o las amigas.

Una encerrona dócil que nos cuadricula y agrupa y que por lo tanto no precisa del control de las fuerzas del orden porque la obediencia ciega suele ser muy rigurosa y no hay que meter multas a quien se la salta.

Siempre pensé, y esta situación me lo ha confirmado, que tenemos un problema de comunicación, de expresión oral, porque, a pesar de hablar todos el mismo idioma, no nos entendemos y acuñamos sobre la marcha vocablos y expresiones impensables.  Por ejemplo, ya no se dice “no”, se dice “para nada, para nada”. Tampoco se dice “sí”, se dice “exacto” o “correcto”. El verbo decir se conjuga en un extraño tránsito, ya no se dice “le voy a decir”, sino “le voy a trasladar”. Es un país muy raro y caprichoso que queda al descubierto, como ahora se ha visto, en situaciones límite.

Este caos controlado que vivimos es evidente que tendrá  un antes y un después. ¿Qué se juegan a que, por no sé qué extraña razón, tras estas turbulencias sociológicas, a la uva tempranillo la llaman de buena mañana?

Ánimo, disciplina y método.

Pues eso…

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