jueves, 2mayo, 2024
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Génesis y ocaso

Jesús Ausín
Jesús Ausín
Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.
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análisis

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La última vez que Atenógenes había visto llover, el agua arrastraba los coches que habían sido abandonados, tiempo atrás, varios kilómetros arriba en la campa junto a lo que en su día había sido un negocio turístico que llamaban camping. De eso hacía ya, tantas noches, que ahora apenas si crecían líquenes entre las rocas del desfiladero y el cauce del río era un polvoriento lecho de arena y cantos rodados.

Atenógenes era un hombre de apariencia mayor, de tez arrugada, tostada por el sol, ojos pequeños, muy metidos en sus cuencas, mirada triste, como perdida, cuerpo espigado y enjuto, boina calada hasta las orejas que impedía ver un cabello ralo, con tonsura en la coronilla, producto de una incipiente calva, manos grandes y callosa y espíritu en permanente estado de melancolía, propio de quién ha vivido los últimos coletazos de un mundo ya inexistente y que ha cambiado tan rápido que ya no queda casi nadie con quién compartirlo.

Él era uno de los pocos seres humanos que quedaban sobre la faz de una tierra que había sido arrasada por olas de calor sofocante (temperaturas que sobrepasaban los 50 grados durante muchos días en verano, inviernos en los que a días de un frío intenso les sucedían otros con temperaturas de 30 grados, lluvias escasas y torrenciales y un aumento de la temperatura global del planeta, desde que se tenían registros, cercana a los 5 grados. Sobrevivía a duras penas, porque su casa, camuflada dentro de una caverna, era la única que había en varios kilómetros a la redonda, un acceso casi invisible a través de un desfiladero que en su día era el cañón de un río caudaloso, un suministro de agua dentro de las entrañas de una gruta que antaño suministraba agua a una fuente ladera abajo y una huerta construida bajo el manto de una gran bóveda de piedra en una enorme apertura de la montaña que la protegía del exceso de calor y de la que sacaba patatas, alubias o lentejas que a duras penas le duraban para todo el año y verduras frescas de temporada de las que se alimentaba casi en exclusiva.

No hacía ni ocho lustros que Atenógenes vivía en una ciudad de casi doscientos mil habitantes, con sus vecinos, sus calles, sus coches, sus semáforos, su compra en el supermercado y sus discusiones banales sobre fútbol, políticos mangantes y disputas absurdas sobre lenguas, banderas, colores o programas de TV. Mientras la gente se preocupaba de fulanos babosos televisivos, mientras nadie quería renunciar a viajar en avión, a utilizar el coche hasta para llevar a sus vástagos al colegio de pago situado a dos manzanas de sus casas, científicos y decrecionistas advertían del calentamiento global del planeta, de que la situación se agravaba tan rápida y en tan breve espacio de tiempo que había que parar el consumo desmedido si la humanidad no quería sufrir las consecuencias. Pero nadie quería renunciar a las naranjas del otro lado del mundo, ni al pescado barato procedente de mares contaminados con metales, ni a AliExpress o Amazon, ni al coche, ni mucho menos estaban dispuestos a redistribuir la riqueza y a convertir los bienes de consumo en bienes públicos que nadie pudiera privatizar y hacer negocio con ellos.

Atenógenes fue uno de los pocos que entendió que el campo era la única salvación. Vivir de la tierra. Sin mucho ruido dejó todo y buscó una casa abandonada en las cercanías de los Montes que bordean las estribaciones de los picos de Europa y se largó. Eso le permitió sobrevivir cuando comenzaron las primeras restricciones de agua para el consumo doméstico, mientras se seguían regando campos de cultivo y campos de golf. Los primeros porque decían que eran lo que mantenía la economía de España y los segundos porque eran el reclamo de un turismo de élite ya que el otro, había ido desapareciendo con la llegada de las temperaturas extremas y la falta de agua. También se libró de las batallas campales que se produjeron en las ciudades a causa de esa falta de agua y alimentos (se seguían exportando frutas y hortalizas regadas con los últimos recursos hídricos mientras la población no podía pagarlos aquí por su alto valor de mercado). No vio como miles de cadáveres se amontonaban en las calles cuando la población se levantó primero contra los gobernantes y después contra sus semejantes para robar lo que otros tenían.

Ahora, mientras Atenógenes afila un palo seco con la navaja para poner a las judías, el mundo se ha reducido a unos pocos cientos de miles de personas, que sobreviven en lugares aislados como él.

*****

Génesis y ocaso

Siempre que ha llovido ha escampado es un dicho castellano que algunos mojigatos utilizan como mensaje alentador para explicar que cualquier cosa, por mala que sea, tendrá fin y lo que es más mezquino que todo tiene solución. Como todos los mensajes que pretenden edulcorar el amargor propio de la vida, omite lo que sucede entre que empieza a llover y vuelve a salir el sol. Efectivamente, hay muchas veces que entre el trueno, el relámpago, la lluvia y la salida del arcoíris, solo pasa tiempo y agua fina y, cuando escampa, todo vuelve a la normalidad. Pero hay otras muchas, cada vez más, en las que entremedias hay destrucción, pérdidas de vidas, corrimiento de tierras, barro que todo lo anega y un cambio en el paisaje que parece otro lugar y por tanto, aunque aparezca el sol y el arcoíris, ya nada vuelve a ser como antes.

Hace unos días, a través de X (antiguo Twitter) me entero de un supuesto estudio realizado por “Joint Research Centre (JRC), un grupo de científicos que se encarga de asesorar e investigar para la Comisión Europea” en el que presentan conclusiones sobre qué le pasará al turismo en Europa con el aumento de la temperatura global de 4 ºC. En él se relacionan ocho regiones españolas que están entre las más perjudicadas en la reducción del número de pernoctaciones: Cataluña, Baleares, Murcia, Valencia, Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha y Madrid. Además, España en su conjunto es tras Portugal, Chipre o Grecia, el país europeo que más visitantes se perderán. Lo inaudito del estudio no son los “catastróficos” resultados económicos relatados, sino que no se ha tenido en cuenta una máxima que según los expertos, invalida todo el estudio. Con un aumento de +4 ºC no es que se pierdan turistas, es que no es posible que sobrevivamos como sociedad porque es imposible que los ecosistemas no hayan colapsado antes de llegar a ese aumento considerable de las temperaturas. Con un amento de 4 ºC, la distopía que ilustra este artículo dejará de serlo para dar paso al infierno desiértico.

Y aquí viene la gran cuestión de todo. Si unos supuestos científicos no son conscientes de que es imposible sobrevivir como humanidad en un planeta que está perdiendo biodiversidad a un ritmo escandalosamente rápido en el que ya hemos acabado con el 60 % de la vida silvestre desde 1970, si esos mismos “expertos”, no toman conciencia de que el planeta en el que vivimos y destrozamos, ya no es el mismo en el que vivían mis abuelos, es más, ni siquiera es el mismo de cuando yo era niño, ¿cómo vamos a hacer que la población general, la de las cañas y las cinco horas de televisión basura, la de los dos trabajos para llegar a fin de mes, la que ya no puede comprar un litro de aceite de oliva virgen extra porque vale tres veces más aquí que en Irlanda que no tiene un puto olivo, la del futbol y el Master Cheff, sea consciente de que o bajamos el consumo, el ritmo y cambiamos de estilo de vida o la siguiente generación será la última?

Los últimos sucesos acontecidos en España con varios pueblos anegados, carreteras destruidas, puentes derribados por el agua y lo que es peor, vidas humanas sesgadas por las riadas, así como los sucedidos en Grecia dónde se han llegado a acumular precipitaciones de 1.600 litros de agua por metro cuadrado en 24 horas, (en dos días cayó la lluvia equivalente a la media de tres años) fruto del calentamiento exponencial del mediterráneo (en agosto ha habido días de aguas a 30 º), o los desastres de la semana pasada en Hong Kong, Brasil o Libia, no son fruto de la casualidad ni del famoso y consabido “siempre ha habido tormentas de verano y siempre ha habido inundaciones, porque el suceso de Grecia, Bulgaria, Turquía y Libia no se había dado nunca, como nunca antes había habido olivos con frutos en Burgos ni días de calor en septiembre de 30 grados con una humedad del 80 % como está sucediendo mientras escribo estas líneas.

La mayoría de la gente no es consciente de que este clima no es soportable a largo plazo. Las sequías producen falta de alimentos y falta de agua y la subida de temperaturas trae consigo insectos habituales en climas tórridos, inexistentes en estas latitudes, como los mosquitos tigre u otros que han llegado a Italia, España, Francia y hasta el Reino Unido y son portadores de enfermedades peligrosas para las que no estamos inmunizados.

Es tarde ya para volver a la situación anterior a 1970. Pero aún podríamos hacer que la sociedad actual no desaparezca fruto de la especulación y falta de alimentos, de veranos insufribles de calor, de sequías extremas y largas en las que la lluvia sólo aparece para llevarse todo por delante o de inviernos calurosos como ha estado sucediendo en Chile, dónde en pleno invierno y en los Andes, se han alcanzado varios días los 30 º en el mes de julio. La solución no es banal y para llevarla a cabo es imprescindible un cambio de modelo. Decrecer, repartir bienes de primera necesidad y riqueza de forma que haya para todos y no se pueda especular con bienes que son de todos como el agua. No podemos seguir creciendo indefinidamente porque no hay con qué. No podemos seguir basando la economía en exportar agua que no tenemos en forma de hortalizas a Europa. No podemos seguir emitiendo CO2 como si no tuviera repercusión en forma de vuelos a 1.200 diarios a Baleares o Canarias. Deberíamos racionalizar el uso del coche, utilizándolo lo menos posible y consumir productos locales.

Pero nada de eso sucederá porque como decía el insufrible ególatra megalómano, “a mí me va a decir usted lo que puedo o no puedo hacer”. De entrada, la fiscalía española, esa que no ha sido capaz de llevar al juzgado a corruptos y estafadores, la que no ha visto delito en que la Comunidad de Madrid dejara morir por falta de atención a más de 9000 ancianos en los protocolos del Covid, considera que los activistas ecológicos como “Extinción Rebelión” o “Futuro Vegetal” son grupos terroristas porque se dedican a pintar barcos de los ricos.

Cualquier intento de reparto de riqueza y de inmersión y reversión del sistema capitalista será reprimida y aniquilada con saña. Porque no olvidemos que nunca hay presupuesto para sanidad o educación pero siempre se busca para defensa, policías o armas.

Salud, república, decrecimiento, ecología, feminismo y más escuelas públicas y laicas.

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