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La democracia interna y la izquierda española

Francisco Javier López Martín
Francisco Javier López Martín
Licenciado en Geografía e Historia. Maestro en la enseñanza pública. Ha sido Secretario General de CCOO de Madrid entre 2000 y 2013 y Secretario de Formación de la Confederación de CCOO. Como escritor ha ganado más de 15 premios literarios y ha publicado el libro El Madrid del Primero de Mayo, el poemario La Tierra de los Nadie y recientemente Cuentos en la Tierra de los Nadie. Articulista habitual en diversos medios de comunicación.
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análisis

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Al final ha vuelto a pasar. Me cabía la esperanza de que la izquierda, tras el fracaso prevacacional, entendiera su responsabilidad en unos momentos tan complicados, no sólo en España y fuera capaz de presentarnos un acuerdo de gobierno, adquiriendo compromisos políticos para hacer frente a los retos de libertad, igualdad y fraternidad que las sociedades modernas tienen por delante.

Una batalla que se juega en el campo de la economía, el empleo y los derechos sociales y civiles. El derecho a la educación, la sanidad, la vivienda, los servicios sociales, la movilidad, la protección del medio ambiente, la igualdad entre mujeres y hombres, las pensiones, los salarios sociales. Todas esas cosas que hacen posible que el patriotismo sea mucho más que una bandera, porque representa todo aquello que nos une en torno a derechos compartidos.

La miopía de la izquierda ha impedido un gobierno de progreso, bajo la fórmula que hubieran decidido los dos partidos convocados a ese acuerdo. La desconfianza, las presiones internas y externas, las carencias de cada cual y los deseos de las grandes corporaciones, auténticas detentadoras del poder, han hecho el resto. Sus organizaciones en forma de Círculos, Confederaciones, o Clubs de intereses han dejado claro que mejor elecciones que gobernar con Podemos.

Pedro y Pablo han escenificado un fracaso negociador y personal que ha sembrado la desconfianza, la acritud, la aspereza y la agresividad. Un clima que será difícil de superar en plena campaña electoral y después de la misma. El resultado previsible será un gobierno mucho más escorado a la derecha de lo que hubiéramos podido tener ahora.

El proceso ha puesto de relieve uno de los defectos más evidentes de la política nacional. La política termina siendo el reflejo de las virtudes y defectos que adornan a cada sociedad. Sostenella y no enmendalla es el principio rector que ya adornaba nuestra convivencia imperial allá por el siglo XVII. Así aparece en la obra Las mocedades del Cid, bajo la fórmula defendella y no enmendalla. Mejor persistir en el error que reconocer la equivocación y corregirlo.

Hay que defender siempre a los de la empresa, la familia, el clan, la organización, la iglesia, la parroquia, el partido, pase lo que pase, hagan lo que hagan. Crece así, no sin razón, la sensación de que quien asciende en cualquier escalafón, no lo hace por méritos propios y capacidad personal, sino por su demostrada trayectoria de aceptación de las decisiones de la jerarquía, hasta que le llega el momento de tomar el relevo. El nuevo líder dicta, manu militari, las consignas que los demás tienen que defender. Quien se niega, quien discrepa y se mueve, no sale en la foto.

Cuando esta actitud se convierte en lo habitual y se prolonga en el tiempo, toda estructura organizativa se ve atravesada por la autocomplacencia primero, por la sensación de impunidad después y por la corrupción institucionalizada, al final. Es cuestión de tiempo que una información pública descubra el pastel, la policía investigue y los juzgados actúen. El favoritismo, el nepotismo, el despotismo, el enchufe y el amiguismo, cuando no la prevaricación, el tráfico de influencias, la malversación y las puertas giratorias, son tan habituales que hasta nos falta la costumbre de detectarlos y combatirlos rápidamente.

De vez en cuando alguien paga el pato, tan sólo para que todos los demás casos sean sobreseídos. Cuentan que el cuñado del Rey, hoy en la cárcel y lavando su imagen con tareas de voluntariado social, defendía su inocencia argumentando que sólo hacía lo que veía hacer a todo el mundo a su alrededor.

No creo que ganemos nada, en la izquierda, buscando culpables. No creo tampoco que, pese al cabreo que me invade, vaya a dejar de votar dentro de dos meses. Pero, sinceramente, creo que iremos de derrota en derrota, sin victoria final posible. Caminaremos sin ilusión alguna, más allá de parar temporalmente algunos golpes que se transformarán en irreversibles, si no somos capaces de repensarnos.

Repensarnos significa aprender a respetar nuestra pluralidad de ideas y nuestra diversidad de trayectorias personales, colectivas e históricas. Admitir la libertad como feroz, pero fiel, animal de compañía. Adoptar el debate como instrumento que nos permite valorar todas las ideas presentes en cada momento. Nadie es, de entrada, un traidor por defender sus ideas. Aceptar las decisiones de la mayoría, sin laminar a las minorías.

Renunciar al personalismo, el ego, y el caudillismo de los líderes, que sólo pueden ser considerados primus inter pares. Pensar en la gente y entender la política como servicio. Salir de ella, básicamente, con lo mismo que entraste. No debería nadie llegar a la política por ser amigo de, aunque nada impide que en la política, incluso entre los adversarios, se traben buenas y largas amistades.

En fin, unas cuantas reglas que nunca debimos haber olvidado. Que Pedro y Pablo deberían haber tenido muy en cuenta. Tal vez, si lo hubieran hecho, no estaríamos en este atolladero. No va a ser fácil recomponer la izquierda y puede que ni Pedro ni Pablo puedan acometer ya ese reto.

Cada uno, cada una, tendremos que habituarnos a dejar de llamar traidores a todos los demás. Es cuestión de tiempo, si lo tenemos claro y respetamos las reglas, que contemos con una izquierda que merezca tal nombre en España y no esta imagen grotesca y deformada que se refleja en los espejos del callejón del Gato. Este esperpento.

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