De cuando el cine español retumba puntualmente como un estremecimiento. Nada que ver, no se confundan, con los thrillers patrocinados por las televisiones privadas que se esnifa la chavalada en los multicines porque sale Mario Casas, Jesús Castro o así. Nada que ver, ya les digo. El debut de Raúl Arévalo en la dirección es como la faena ensangrentada en la plaza pobre del pueblo, como el padre que mastica pipas llamándole hijodeputamaricón al árbitro en el partido del chiquillo, como el cani que pasa costo culero por el barrio. Es España misma, en cada fotograma, la España pobrísima de las tascas y los homicidios, del tú no sabes con quién estás hablando y de las infidelidades baratas a ritmo de tecnocumbia. Bendito Raúl Arévalo, que has pasado de secundario gracioso del mundillo a titán de la pobreza, a lúcido explorador de lo españolista.

Verán, Tarde para la ira se abre con un magnífico plano secuencia rodado en el interior de un coche y prosigue, tras los créditos, con un plano de seguimiento del personaje principal. La imagen está extrañamente ensuciada, casi como si fuera un descarte del cine quinqui que se hubiera conservado en un sótano, el sótano de la historia de cine español, sótano en el que hasta las ratas pasan un hambre categórica y un frío insoportable. Intuyo que Arévalo ha jugado con los formatos y a veces parece, ya digo, una peli de la primera transición y, otras veces, una película que se avergüenza de tener que mostrar su propia sangre.

Hay algo vivo en esa imagen, algo del orden de lo visual –el grano, los colores saturados, la textura de las carreteras o las calles-, pero también algo del orden de lo español con minúscula. Casi toda la película –que está, por cierto, exquisitamente localizada y cuenta con una dirección de arte magnífica en su pobreza- gira entre pueblos de la provincia interior (¿acaso hay otra?) y barrios pobrísimos de cuando las ampliaciones de después del franquismo. Es, en cierta medida, como si nos encontráramos ante un tiempo congelado, una España congelada, condenada a seguir jugando el órdago a chica, pasando las papelas de caballo en los gimnasios, la España donde los pobres se follan en sábanas sucias y siempre hay una radio a pilas que deja escapar una versión barata de Consolación la de Utrera.

Arévalo y olé, Dios te bendiga, has rodado la película más cruel de los últimos años. Una película en la que resulta imposible sentirse cerca de ningún personaje, donde entre ricos y pobres hay una diferencia material, pero no espiritual. Cuidado con realizar lecturas aceleradas sin paladear el polvo, la tristeza, el fracaso de nuestro país. Todo lo sólido (el amor, la mujer, la fortuna) se desvanece en el aire español de las cinco de la tarde cuando la hora de la siesta nos trae el deseo purísimo e inevitable de matar al vecino. España a garrotazos, caníbal, tan cansada de su propia herencia que empieza, vamos a decirlo claro, por despreciar a su propio cine. Pues Arévalo ha dado de nuevo el puñetazo en la mesa de escay que remedan los chicos del Proyecto Hombre a base de una puesta en escena implacable y una tristeza tremenda.

Dios te bendiga, Arévalo y olé, que has aprendido el cinismo descarnado del primer Sánchez Arévalo y lo has mezclado con los bloques urbanísticos en los que nuestros padres se están muriendo de enfisema y derrota electoral. Ante ti se postran los ángeles custodios, las nínfulas preñadas de la periferia, los quinquis pasados de años que mercadean con esquirlas de luna, los borrachines que decoran los desahucios y que nunca fueron abuelos de nadie.

Dios te bendiga, porque tienes tanto talento que es probable que quedes maldito en España.

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