El diálogo y el pacto son la esencia de la política, de la democracia, de ahí que pactar sea siempre positivo porque suma, integra, no excluye, y da asiento en la exclusiva mesa del poder a postulados políticos nuevos surgidos de la creciente diversidad y el avance social. Pero pactar requiere del respecto a la ética y principios en los que se asienta el ideario político con el que te presentas a la ciudadanía, que no se puede reajustar a conveniencia para alcanzar el poder, salvo que no te importe renunciar y emborronar tu esencia o, peor, mostrar que no tienes ninguna porque tu único interés es tener el poder, y no la sociedad a la que te diriges.
Respeto que implica marcar con nitidez los límites para que la negociación sea un pacto y no la aceptación de propuestas que borren de un plumazo los derechos sociales conseguidos tras largos años de lucha social y son un bien para todos: el estado de bienestar, los derechos adquiridos por colectivos sojuzgados y sometidos a violencias de todo tipo como las mujeres, los discapacitados, el respeto a la diversidad de razas y género, o las medidas para paliar la desigualdad social creciente, o las encaminadas a reducir la emergencia climática o el consumo desaforado que perjudica la salud y esquilma los recursos naturales del planeta.
El problema viene cuando aquel con el que se negocia no acepta la realidad que arrojan los hechos y datos objetivos y verificables, que por sí mismos carecen de ideología, y son tozudos en confirmar que existe una violencia de género—1.202 mujeres asesinadas desde 2013 por su parejas— una violencia vicaria —desde 2013, 47 niños y niñas asesinados por su progenitor—; que los delitos de odio y xenofobia aumentan —un 5,6% con respecto a 2019—, en especial los relativos a orientación sexual o identidad de género de la víctima que repuntaron en 67%. O cuando se niegan los irrefutables datos científicos sobre el creciente y constante calentamiento del planeta —que todos notamos en la piel y al respirar— expresado en sequías infinitas cada vez más frecuentes, lluvias torrenciales o incendios de una devastación desconocida por los expertos; o se pone en duda la legitimidad de las instituciones europeas en las que estamos insertos, para establecer normas y medidas que nos afectan como sociedad, y no gustan porque buscan equilibrar la balanza de la desigualdad social.
En ese caso negociar adentra a los que negocian en el territorio de la irracionalidad contra natura que, de llegar al pacto, normaliza y da carta de naturaleza al negacionismo de la realidad objetiva, que pretende una vuelta imposible al pasado envuelta en un discurso hiperbólico que tergiversa los datos incontrovertibles y exacerba las pasiones, reverdeciendo la bondad de un pasado irreal donde todo era certidumbre, frente a un presente que se mueve a velocidad luz y desconcierta. El discurso populista: mejor el pasado que el presente y el futuro, mejor una sociedad homogénea ahormada por la moral católica y la tradición patriarcal en todos los órdenes de la vida.
Es así como la negociación política pierde su esencia convertida en una mera transacción mercantil, en la que intercambias tu obsesión por alcanzar el poder a toda costa comprando el populismo disruptivo que no reconoce ni se reconoce en un orden social que quiere destruir. Obtener el poder pierde así su sentido de búsqueda del bien social, mutado en una mera herramienta para sentarte en la poltrona a costa de lo que sea. Por el camino reduces tu propia ética a una estratagema para conseguir lo que se desea con denuedo, con el añadido vergonzoso —que supone tomar a los ciudadanos por tontos— de ocultar o enmarañar lo evidente que todos ven: la mano derecha siempre sabe lo que hace la mano izquierda.
