Cuando Camilo Pico Rodríguez aprobó la oposición a Notarías tenía ya cuarenta años y un rostro añejo y cansado provocado, según creía casi todo el mundo, por tanto tiempo como había pasado encerrado estudiando. Durante esa década Camilo no salió apenas de su cuarto, a excepción de sus breves, pero continuos, viajes a Madrid para reunirse con su preparador. Por ese motivo, y otros que vendrán más adelante, el anuncio de su boda con una joven de la capital cogió a todos por sorpresa.

Ella tenía veinticuatro años, se llamaba África y hacía ostentación de una juventud y belleza muy fuera de lugar, o por lo menos eso pensaba la madre de Camilo, doña Carmen, convencida de que aquella jovenzuela venía astutamente a parasitar el éxito que su hijo y ella habían alcanzado con tanto esfuerzo. Doña Carmen, por su parte, nunca había trabajado fuera del hogar (y dentro bastante poco) porque creía firmemente que la obligación de traer el pan a casa correspondía a su marido y que ser madre y esposa ya era suficiente trabajo. Pero los tiempos habían cambiado y no iba a consentir que ninguna lagarta viviese a costa de su hijo. Esta lo que quiere es que la mantengan y vivir como una reina, mascullaba amargamente, menuda lista.

Los amigos de Camilo estaban igualmente sorprendidos ¿Cómo había logrado seducir a aquella tía buena? No se lo explicaban, pero lo intentaban. Seguro que la chavala no tenía dos dedos de frente, era inculta y frívola. Se habría dejado deslumbrar por la inteligencia y experiencia de Camilo, la habría comprado con regalos caros. ¡Qué astuto! Ahora con su brillante futuro profesional por delante una mujer florero, ingenua y sumisa era, sin duda, lo que más le convenía. ¡Qué cabrón Camilo! Al final todo le había salido bien.

Cuando África dijo en casa que iba a casarse a su padre, don Ernesto, le dio un vuelco el corazón y se le atragantó el chuletón que hasta ese momento disfrutaba. ¿Con quien? ¿ Por qué? No acertó a decir nada más. Se levantó y salió a la calle; necesitaba calmarse. Don Ernesto era un hombre enérgico y analítico, cualidades muy oportunas para triunfar en los negocios tal y como él había hecho. Y vaya si había triunfado. Con una mano delante y otra detrás (como él siempre contaba) había creado un imperio de la nada. Bueno, de la nada tampoco, del esfuerzo, el sacrificio y su visión para los negocios. Era uno de los mayores fabricantes de muebles en España. Empezó muy joven de carpintero y ahora atesoraba un patrimonio muy jugoso. También había sabido invertir. Don Ernesto no tenía un buen concepto del matrimonio. El mismo nunca había tratado a su mujer con demasiada estima ni fidelidad. Pero su hija África era diferente. Tenía que ser diferente. Ella nunca tendría que casarse ni doblegarse ante ningún hombre. Ya se había encargado él de acumular la suficiente riqueza para que su hija no tuviera que ser la fregona ni la alfombra de nadie. Encima la niña había salido guapa y lista. ¡Había estudiado una ingeniería! ¿Qué necesidad tenía ella de casarse? A Don Ernesto le hervía la sangre recordando como había educado a su hija para que fuera autónoma, libre, triunfadora; para que fuera igual que un hombre, en definitiva, y ahora quería echarlo todo por la borda y casarse, encima con un viejo y un chupatintas, si por lo menos fuera un chico joven como ella, un emprendedor, alguien moderno con el que pudiera divertirse, alguien más de su estilo. Un viejo baboso, se martirizaba don Ernesto, él que había tenido amantes muy jóvenes y precisamente por eso (y por más cosas) tenía un gran concepto de sí mismo.

Los amigos de África también estaban muy sorprendidos por el inminente enlace. Sorprendidos y decepcionados. África nunca había mostrado el mínimo interés por casarse ni por formar una familia. Más bien lo contrario. Hasta la fecha siempre había manifestado su desprecio por lo tradicional, lo establecido y lo políticamente correcto. Era feminista, se tomaba el amor como un juego y no se comprometía con nada (ni nadie) que no fueran sus estudios. Al final se ha ido a lo cómodo, comentaba su pandilla, ya sólo le falta el collar de perlas y el abrigo de pieles. Ha traicionado sus ilusiones por sus ambiciones. Ya no quiere ser, ahora sólo quiere tener.

Aún así casi todo el mundo se lo pasó muy bien en la fastuosa boda. Don Ernesto no iba a reparar en gastos, menos tratándose de su única hija. Doña Carmen fingió estar feliz, pero fue retratada con gesto severo en todas la fotos. Ahora que sabía que África tenía padres con posibles se sentía todavía más ofendida. Qué podemos esperar de una niña de papá que se lo han dado todo hecho, rumiaba amargamente. Qué clase de mujer le espera a mi hijo si sólo es una niña malcriada que seguro nos mirará por encima del hombro y no sabrá hacer nada.

Don Ernesto también fingía pasárselo bien y también fue fotografiado mirando a su yerno con recelo. Este viejo chupatintas va a llevarse la juventud y la libertad de mi hija y encima disfrutará del patrimonio que con tanto esfuerzo he creado para ella, pensó en varias ocasiones.

Esa noche hubo varias parejas fugaces e imposibles que celebraron el amor en carne propia: amigas de ella con amigos de él, amigas de él con amigas de ella…

Hubo un amigo de África que se acercó a los novios y con auténtica sinceridad y admiración les dijo:

-Enhorabuena, vais a ser muy felices, hacéis muy buena pareja. Joder, mira que hay que ser punky para casarse en los tiempos que corren.

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