Hoy por hoy, el fracaso del Estado de las Autonomía se ha convertido en un tabú político, de forma que, aun siendo tan evidente, nadie se atreve a debatirlo o siquiera a reconocer su importancia en el marco de la vida pública. Ese es el nudo gordiano que sostiene la dura realidad vertebral o político-organizativa de España, sin que ningún partido quiera reconocerlo ni tratar de desatarlo, justo cuando tanto se habla de ‘gobernabilidad’.

Sucede en este caso más o menos lo mismo que con los pecados capitales, señalados como principales vicios en contra de la moral cristiana no por su magnitud, según Santo Tomás de Aquino, sino porque son la cabeza (caput-capitis) o raíz de otros muchos. Ahí están, bien presentes en el quehacer cotidiano como causa esencial de su pudrimiento, pero alejados del debate social, sólo porque el interés partidista los considera inconvenientes.

Y lo cierto es que la avalancha de críticas ciudadanas surgidas al inicio de la pasada legislatura en contra de los excesos autonómicos, al evidenciarse que el déficit presupuestario, y por tanto la derivada de nuestra ingente deuda pública, se alimentaban sobre todo desde las Autonomías, hoy ha desaparecido como por ensalmo.

Es más, entonces se clamaba contra la duplicidad y triplicidad de funciones generadas por un exceso de transferencias competenciales, que, además de disparar el gasto público, debilitaba al Estado al vaciarle -incluso- de los contenidos que la Constitución le tiene asignados en exclusiva. Realidad que llamaba a la reforma del modelo autonómico, agotado y ahogado o, peor aún, insaciable como instrumento de la desvertebración nacional.

Y se reconocía también que la crisis del sistema financiero tenía su origen en la corrupción que las comunidades autónomas habían inoculado en las cajas de ahorro. Es decir, que la ‘desorganización’ política territorial era la culpable esencial de la tremenda crisis económica que ha asolado España.

De hecho, hasta Esperanza Aguirre se atrevió a reclamar ante el presidente Rajoy una urgente recuperación del exceso de competencias estatales ya transferidas de forma indebida a los gobiernos autonómicos (al menos en materia de Sanidad, Educación y Justicia). Y ello con independencia de la enorme cantidad de artículos de opinión publicados por catedráticos, intelectuales y analistas de todo tipo que en aquella misma legislatura reclamaban la misma reforma autonómica, desoída tanto por el Gobierno del PP -de mayoría parlamentaria absoluta- como por la oposición socialista, fuerzas políticas interesadas en mantener el sistema bipartidista y las redes clientelares periféricas.

El PP y el PSOE jamás han tenido intención de promover un cambio positivo en el sistema, ni tan sólo de corte ‘lampedusiano’ para darle otra apariencia más presentable. Se han mantenido enrocados en el mismo ‘mantenella y no enmendalla’ con el que los hidalgos del Siglo de Oro desenvainaban la espada en vez de pedir disculpas por un error manifiesto.

El PP y el PSOE jamás han tenido intención de promover un cambio positivo en el sistema, ni tan sólo de corte ‘lampedusiano’ para darle otra apariencia más presentable

Por más que se les haya instado a rectificar los desmanes autonómicos (incluyendo su deriva de corrupción), los dos partidos mayoritarios siguen aferrados a ese absurdo código de honor, por el que lo gallardo se confunde con mantenerse en sus trece, aun a sabiendas de la equivocación cometida.

Mientras PP y PSOE sigan ‘erre que erre’, sin querer reconocer y resolver el problema de las autonomías, poca categoría política se les puede conceder a uno y otro, si bien las demás partidos también lo soslayan. Todos ellos eludieron el tema, desde luego capital para España, durante las pasadas elecciones autonómicas: una desidia que sorprende más en los partidos emergentes, Ciudadanos y Podemos, por cuanto han nacido proclamando un reformismo político a ultranza, todavía inédito.

Por ello, desde los medios de comunicación social se debe insistir en la necesidad de afrontar las reformas institucionales que permitan reconducir los excesos del Estado de las Autonomías. Pero no para caminar hacia el Estado Federal o en términos de ‘asimetría’ territorial, lo que más pronto que tarde aumentaría la disolución y el despilfarro nacional, sino hacia un Estado social-solidario, con toda la descentralización funcional necesaria pero eliminando las reiteraciones competenciales y aplicando los actuales avances tecnológicos -inexistentes en el origen del modelo autonómico- en todos los sentidos y ámbitos administrativos.

Un Estado encajado sin fisuras, fraudes ni manipulaciones interpretativas, en el impecable Preámbulo de la vigente Carta Magna, y llevado a su mejor expresión en el artículo 1.1 del Título Preliminar: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

Ni más ni menos. Y reconduciendo todas las derivas indeseables que se han ido incorporando en el desarrollo normativo del texto constitucional en razón de las exclusivas ambiciones partidistas, realimentadas sobre todo por el PP y el PSOE en una constante deslealtad hacia el interés supremo de España, que sólo contienen bajo el agobio del batacazo electoral.

Sin querer imponer nada a nadie, y respetando las aspiraciones políticas de todos los ciudadanos, sí que es conveniente, pues, insistir en la necesidad de revisar la organización y funcionamiento del Estado de las Autonomías, de acuerdo con su estricto sentido constitucional, incluso para evitar su última descomposición. Un proceso tan obvio que sólo los políticos déspotas y marrulleros -o simplemente torpes- pueden ignorar.

Aunque, parafraseando a Ramón y Cajal, reconozcamos que la realidad del modelo autonómico es, como la verdad misma, un ácido corrosivo que casi siempre salpica a quienes lo manejan. Quizás por su gran semejanza con el poder oligárquico y caciquil de nuestros peores tiempos pasados.

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