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Ignacio Castro Rey se adentra en ‘Lluvia oblicua’ en el territorio de la experiencia y aporta una nueva perspectiva en torno a lo ‘común’

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análisis

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Este libro se abre con el propósito confesado de acudir al rescate y la defensa de nuestro hemisferio emocional. Pide un respeto por los sentidos: emociones, afectos y sentimientos son los perceptos básicos mediante los que se configura la singularidad que somos. Los sentidos se anticipan a la razón, posibilitan la relación y el conocimiento. Nuestra relación con el exterior se siente antes que se piensa. Las emociones son verosímiles y creíbles, súbitas, bruscas, sorprendentes. Y siempre regresan… El problema de las emociones es que asaltan la imagen del Yo e interfieren en sus planes. Debido a ello, son confinadas y relegadas por una cultura cerebral como la vigente: “el tiempo de las estrategias ha devorado el espacio de las emociones”. Parece oportuna la idea de revisar la aportación y la primacía de nuestros sentidos y devolverles la consideración que merecen. La apuesta resistente propone recuperar nuestra vieja función analógica -“vale decir: fiel a la dificultad real”- y corporal, que se relaciona mejor con una existencia ante todo sensorial, perceptiva, pre-racional, tan interrelacionada como compleja, atenta al exterior y sometida a la gravedad terrestre. Lluvia oblicua (Pre-Textos, 2020) defiende un comportamiento que atienda a la experiencia, que no se deje encerrar en la mera razón y sea capaz de utilizar las manos y acoger la imaginación, facultad versátil donde las haya y hábil para poner en camino a la memoria y al deseo. La construcción de la entelequia de la separación, bajo la ilusión de la seguridad y la promesa de ingravidez, ha dado por resultado un exterior poblado por pantallas que nos inundan de simulacros compensatorios bajo un creciente régimen de aislamiento compartido y de restricción sensorial. De ahí la adulación de los jóvenes y el olvido de los mayores.

Castro Rey a veces camina, a veces nada, a veces se sienta, a veces escucha… Le atraen los puntos opacos que ofrece el dibujo y los puntos de fuga y las líneas de horizonte

Desde el imperio de la actualidad y la tecnolatría se traban hoy debates sobre la naturaleza de la inteligencia. El gran presupuesto de la ciencia moderna consiste en creer que todo es determinable. Nos encontramos inmersos en el acontecimiento de la inteligencia artificial y al autor le parece oportuno comenzar por concretar el significado de los términos: ser inteligente significa estar enfermo de una enfermedad incurable, es estar enfermo de humanidad, porque la inteligencia arranca de nuestra anomalía existencial. La inteligencia, que es una cuestión subsidiaria de la conciencia, se despliega como quintaesencia en la figura de los idiotas –poéticamente– armados, que ejercen desde siempre como adelantados de la humanidad. La inteligencia es expansiva, poliédrica, y está poblada de predicados, mientras que el cálculo y el pensamiento tecnológico desarrollan automatismos que simulan comportamientos inteligentes. La tecnología es entendida hoy como una suerte de variable independiente, dotada de autonomía, a cuya dinámica deben esforzarse en adaptarse tanto instituciones como seres humanos. La IA se ha convertido en el campo estrella de nuestra actividad científica y económica y en la expresión del triunfo del Progreso, pero todo indica que la inteligencia no puede simularse adecuadamente mediante procedimientos algorítmicos. Parece que existe algún ingrediente no-algorítmico en la actuación de la conciencia. La inteligencia arraiga en la singularidad de cada conciencia.

Lluvia oblicua no se apoya en teorías ni pretende consecuencias universales. Intenta una exploración personal. Dialoga cómodamente con el pensamiento científico e histórico. Mantiene una relación aceptable con la tecnología. Y cierta capacidad pedagógica. Está lejos de asumir tonos agoreros o nihilistas a los que, por otra parte, los tiempos parecen invitar. Resiste a la tentación de introducir la Política en su investigación y evita caer en metalenguajes especializados. Desconfía del ecologismo como ideología. Persigue y afirma el valor de la experiencia y de la proximidad como elementos fundamentales del juicio. Propone admitir un pensar de los sentidos, capaz de incorporar a la intuición, recuperar el poder de la vivencia y aceptar al ser atrasado que somos. Una y otra vez Ignacio Castro regresa a la pregunta por la razón de nuestra continua huida hacia adelante, el porqué siempre estamos cayendo hacia delante, quizás porque la desigualdad nos constituye… Pero allí donde está el peligro se encuentra la salvación. Quizás todo arranque de una errónea valoración del tiempo, privado de kairós y considerado como mera cronología, como una linealización sedimentaria. Bajo ella, el tiempo sigue siendo un presente que no cesa.

En el capítulo VIII: Evolución y apartheid, serecapacita sobre la antigua idea de la evolución de las especies de Darwin, hoy convertida en la bóveda publicitaria que acoge las ideologías científicas positivistas. Se trata de la fe en un evolucionismo que supone un incesante proceso de selección que culminaría en la aparición del hombre y que incluso le trascendería, como piensa el transhumanismo. En realidad, el evolucionismo cultural no hace sino aplazar permanentemente la pregunta sobre el hombre, relegarla a la cronología, porque rechaza el fondo oscuro que enraíza a las criaturas y pasa a convertirse así en “una ilusión religiosa de la Modernidad”. Castro Rey recomienda “permanecer agnóstico” ante la ilusión evolutiva y sus evoluciones.

La cuestión de Dios cierra la investigación. El autor comienza leyendo a Russell, a quien reprocha su ignorancia de lo irracional y su incapacidad para comprender el pasado de las tradiciones y señala, de paso, las extensas lagunas del positivismo lógico. Pero escoge la compañía de Kierkegaard. Es posible que el debate no sea ya sobre la existencia de Dios, sino acerca de la naturaleza de ser, de existir. Puede que la idea de Dios sea una proyección realizada por nosotros sobre nosotros mismos, como pensaban algunos padres de la Modernidad. Ahora bien, existe una potencia en el creer. La materia, que es la inexistencia como tal, vendría a ser entendida como el clamor de la evidencia de la existencia de Dios.

Por otra parte, en la actualidad, la creencia compromete nuestras vidas y no goza de prestigio. Sin embargo, la dificultad de vivir impide la existencia real de los no creyentes, excepto como otra Iglesia más. Lee con Chomsky que “la gente tiene derecho a creer todo lo que considere, incluyendo creencias irracionales. En realidad, todos nosotros tenemos creencias irracionales…”. Es Lispector quien acaricia la clave del problema cuando afirma que “no creemos en él (en Dios) porque nos equivocamos al humanizarlo”.

Ahora bien, la creencia en Dios no se convierte sin más en un sinónimo de religión. La creencia es una apuesta irrenunciable del pensamiento, pero la religión se fundamenta en una práctica sostenida. La religión es una práctica, ubicua y persistente a través de milenios. Desde su aparición, siempre ha estado aquí. Nunca se ha reinventado. Pessoa pensaba que “todos tenemos una metafísica, lo sepamos o no, y una moral, lo queramos o no”. Tras desdramatizar la cuestión religiosa, Ignacio Castro razona: “lo religioso tiene una ventaja histórica definitiva sobre el positivismo lógico porque se apoya en el hecho de que siempre hay un aquí, donde cualquier presencia se da bajo el aura milagrosa de una ausencia”. Lluvia oblicua destaca el alcance y la potencia universal del cristianismo, “la locura proclamada en voz alta” (San Pablo). Presenta una religión que trajo la hermandad sin jerarquías y cuyo escándalo consiste, todavía hoy, en que la trascendencia divina se arraigue en la tierra. En el cristianismo, el abismo sobrenatural se hace sensible. Y ofrece un espacio al sufrimiento y a la muerte: “poseemos la intuición de que la muerte no es la última parada”. Castro considera la posibilidad de creer y practicar fuera de los sistemas normativos, cobijados bajo nuestra impotencia esencial y atentos a nuestra experiencia inmediata del mundo. Todavía es tiempo de que “el pensamiento y la existencia sean las dos caras de lo mismo”.

En una época capaz de consumir todos los adjetivos que pretendan definirla, Lluvia Oblicua ofrece un periplo ordenado a través del desorden constitutivo del mundo. Y esto de la mano de un avezado observador que consigue con su actitud ampliar el arco de lo comparable. Estamos ante un catálogo antropológico intempestivo y sentido. A lo largo del esfuerzo se termina por intuir la añoranza de una secreta comunidad de pensamiento. El pensamiento ha terminado por parecer un sistema de ideas entretejidas que se diferencia del caos. Se intuyen las presencias cercanas de otros peregrinos del desierto, las huellas de Nietzsche en renovadas lecturas, de Whitman, de Pessoa, de Benjamin, de Weil, de Kierkegaard, de Spinoza, de la intuitiva Lispector. Y acepta que el artista, homine doloris, “el más simple y atrasado de los humanos”, seguirá cargando con la culpa de la humanidad.

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