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Adelanto de ‘Nómadas’, la nueva novela de Jorge Molinero

El fenómeno de los movimientos migratorios y la dura realidad de los refugiados son el hilo conductor de la nueva propuesta literaria del conocido viajero por África

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análisis

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Jorge Molinero es un viajero del continente africano; también es un conocedor a fondo de las realidades de sus pobladores. Tiene un hijo de acogida que nació en un campamento de refugiados y que se llama Moha.  La realidad y los deseos van de la mano en la narrativa de este autor llamado a convertirse en una referencia importante de nuestras letras. El jueves 9 de junio, a las 19 horas, Molinero presentará Nómadas en la librería Sin Tarima, de Madrid. Le acompañarán la escritora y periodista Conchi Moya y el abogado saharaui Sidi Talebuia.

A continuación, Diario16 ofrece un adelanto de las primeras páginas de su nueva novela.

Esta mañana volvió a suceder. La señora de la derecha cruzó el bolso hacia el lado contrario. Después, la chica que estaba a mi izquierda cambió de asiento. Tuve ganas de insultarlas, pero no hice nada. No les dije nada. Hace tiempo que aprendí que no merece la pena; que debo vivir de espaldas a toda esa mierda. Hacer como si no existiera. Es mejor no meterse en líos. Simplemente me ajusté los auriculares bien adentro de las orejas. Eso hice. Me gustan el trap y el drill. Escucho a grupos argelinos muy buenos. También a grupos latinos, pero los argelinos son mejores. Cuando viajo en metro siempre escucho música para anular esa maldita voz repetitiva que anuncia cada una de las paradas. Le he cogido manía a esa voz. No soporto que repita el nombre de la parada en catalán y castellano. ¿Nadie se ha dado cuenta de que la parada se llama igual, aunque hables en ruso? Hay que ser gilipollas, la verdad. Hace tres años que recorro el mismo trayecto para ir de casa al instituto. Estudio Formación Profesional.

Ya tengo el título de monitor de tiempo libre, y este año acabaré, Insha’ Allah, el grado de asistencia social. Si tengo suerte encontraré un trabajo y le podré enviar dinero a mi madre. Me refiero a mi madre de verdad, no a la de aquí.

Estoy haciendo las prácticas en una residencia de viejos, y la directora me ha entregado un informe muy favorable. Creo que se me da bien trabajar con los viejos. Al principio algunos me miraban mal. Supongo que es porque se asustan de los moros. Es normal, en mi país los viejos tampoco se fían de los násara. Nosotros llamamos násara a los europeos. Significa cristianos, pero da igual, les llamamos así a todos, sean cristianos o no. Es como cuando los españoles nos llaman moros a nosotros, seamos del Sáhara, de Argelia o de Marruecos.

Moha nació en un campamento de refugiados y Otman se coló durante un asalto a la verja. Mamadú se gastó los ahorros de su familia para poder subir a una patera y Jadiya vive con su madre en un piso de protección oficial. Esto es parte del argumento que ofrece esta obra publicada por la editorial Trampa

Un día, una anciana me propuso llevarme a la iglesia para que me bautizaran. Me partí de risa. Le dije que ni hablar, que ya se podía olvidar de semejante ocurrencia. Entonces sonrió mostrando sus encías amoratadas, porque aún no se había puesto la dentadura, y me confesó abiertamente que, en realidad, le tranquilizaba estar conmigo porque sabía que yo rezo a diario, y me dijo que los jóvenes españoles ya no rezan nunca, y que está muy preocupada por el futuro de sus nietos, porque podrían acabar en el infierno. Pero al menos yo sí que creía en Dios, aunque no fuese en el verdadero, según ella, y por eso le gustaba tanto hablar conmigo.

Esa vieja es tremenda. Se llama Amparo, y es muy divertida. Nos llevamos bien. A mí también me gusta la gente que cree en Dios. En mi país todo el mundo cree en Dios, pero en España la mayoría no cree en nada. Dicen que después de la muerte se acaba todo. Que te mueres y punto. Game over.

Es su problema; ellos sabrán lo que hacen. En la residencia también me ocupo de otros dos señores muy simpáticos que hacen trampas cuando jugamos a las cartas. Yo hago como que no me entero, y ellos se ríen y murmuran a mis espaldas cuando se acaba la partida. Pero no todo es tan gracioso en la residencia. Algunos viejos se cagan encima y otros no pueden ni moverse. También hay una vieja que está loca y se pasa el día gritando, y otra que está completamente sorda.

Esos dan lástima. Sobre todo, uno que cada mañana se viste muy elegantemente y se anuda la corbata porque dice que su hijo irá a visitarlo. Llevo tres meses de prácticas en la residencia y nunca he visto llegar a ese hijo. Por la tarde, cuando le llaman para merendar, al viejo no le queda más remedio que admitir la realidad. Entonces su mirada se vuelve triste y mi ánimo se viene abajo. Una vez tuve que salir corriendo al baño porque no podía contener las lágrimas.

Si algún día me encuentro con su hijo tendré que aguantarme las ganas de partirle la cara. Aquí me refiero a todos ellos como los viejos, o los ancianos, o simplemente el hombre tal o la mujer cual, pero en la residencia se les llama usuarios. Cuando escuché por primera vez eso de los usuarios no me lo podía creer. Me parece que llamar usuario a un viejo es de muy mala educación. Sin embargo, mis profesoras y la directora del centro me dicen lo contrario: según ellas lo que está mal es llamarlos viejos, e insisten en que la palabra adecuada es usuarios. Yo no consigo entenderlo, pero bueno, tampoco voy a discutir, porque lo que yo quiero es aprobar las prácticas, aunque en realidad me gustaría explicarle a la directora y a las profesoras que en mi país nadie llamaría usuario a un viejo, y tampoco lo llamaría persona mayor. Estoy hablando de mi país, pero en realidad me refiero a unos campamentos de refugiados. En verdad, no conozco mi país y, aunque soy joven, no creo que llegue a pisarlo algún día.

Probablemente no. Pero bueno, estaba diciendo que en el Sáhara nadie diría persona mayor para referirse a un viejo porque no tiene sentido usar dos palabras para nombrar algo que se puede decir con una. Tampoco nadie diría usuario.

¡Qué bobada! Cuando apruebe y tenga el título se lo diré a las profesoras; al menos que lo sepan. Y también les diré que en mi país nadie abandonaría a los ancianos en ninguna residencia, porque los viejos del desierto siempre tienen una hija, una sobrina o una nieta que los cuide. En el desierto, son las mujeres las que cuidan a los viejos. Una vez dije esto mismo en clase y se montó un lío tremendo. Algunas de mis compañeras protestaron. Yo trataba de defenderme, pero no me querían escuchar. Estaban enfurecidas. Al final, la profesora me dijo que en el Sáhara éramos unos machistas. Eso me sentó fatal. Aquella profesora española estaba dando clase en un aula a la que asistíamos dos chicos entre dieciocho chicas, la mayoría inmigrantes, y sin embargo me llamaba machista a mí y a todos los hombres de mi país. Traté de mantener la calma y le respondí a la profesora que la única diferencia es que en España la gente paga a mujeres extranjeras para que hagan el trabajo, mientras que en el Sáhara lo hacen las mujeres de la familia. Es igual de machista, solo que en España es un machismo de ricos y en el Sáhara de pobres. A la profesora no le gustó mi argumento, porque se le agrió el gesto y cambió de tema. Mis compañeras, las enfurecidas, se callaron de repente. No sé por qué, pero lo cierto es que el trabajo social no atrae a los varones. Ni en el Sáhara, ni en España.

En mi caso, las prácticas en la residencia me han servido para descubrir que tengo algo parecido a una vocación por el trabajo social. Ya lo intuía antes de empezar, y supongo que por eso elegí estudiar este grado y no otro, pero uno nunca sabe si algo le gusta de verdad hasta que lo prueba. Y ahora que estoy a punto de terminar las prácticas tengo la certeza de que me gusta el trabajo social. Además, mis profesoras están convencidas de que se me van a rifar cuando termine, porque hay muy pocos hombres en el sector, y hacen mucha falta. Y eso es verdad. Me he dado cuenta de ello durante estos meses en la residencia, porque los viejos siempre piden que los atienda yo. Desde el día en que llegué no quieren saber nada de mis compañeras. Prefieren que sea un hombre el que les limpie el culo después de cagar, o el que los vista y los desvista. Es normal.

Yo tampoco querría que una mujer me limpiara la mierda o me viera desnudo mientras me pone los pantalones. Es humillante. Lo cierto es que me siento bien ayudando. Ojalá algún día encuentre trabajo y me paguen por ello. A veces me acuerdo de un refrán del desierto que dice que quien no vive para servir, no sirve para vivir. Mi abuela lo repetía cada vez que me pedía ayuda para cualquier cosa. En aquella época mi abuela estaba preocupada porque todos sus nietos éramos varones, pero luego nació mi hermana, y después mis primas, y ya se quedó tranquila. Ahora sabe que siempre habrá alguien que podrá cuidarla hasta el día en que Alá la reclame para ingresar en su reino. Si le contara a mi abuela lo de las residencias de viejos en España, no se lo creería. Extraño mucho a mi abuela. No pasa un solo día sin que piense en ella.

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