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Dasvidania Tovarich

Susana Pérez Alonso
Susana Pérez Alonso
Escritora de novelas, poesía y ensayo. Sus obras han sido publicadas en editoriales de prestigio internacional y por reconocidas publicaciones periódicas académicas. Comienza sus trabajos en la humanización del sistema socio sanitario en el año 1982. Funda la Asociación de Usuarios y Pacientes de la Sanidad. Trabajó en la reestructuración del Área de Oncología y Radioterapia del HUC. Participa en numerosos programas de televisión y radio, así como de reuniones científicas internacionales sobre humanización de la sanidad. Graduada Social y Técnica Fiscal IUDE por la Universidad de Oviedo. Procuradora de los Tribunales.
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análisis

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Han vuelto a bajar las temperaturas y anuncian que será una semana dura, fría. La temperatura, a día de hoy, la mido en dinero: 600 litros de gasóleo, cerca de 900 euros. Frío en el alma, eso siento cuando multiplico. Taparemos el huerto con plásticos para que las heladas anunciadas no nos maten las verduras. Si crecen es un ahorro, las conservamos y comemos durante todo el año. Hoy acudí a una charla sobre la descarbonización en Asturias y supongo que sería también en España. Hice una reflexión con preguntas que resumida sería más o menos: ¿Tenían planes para la descarbonización? No lo creo, de ser así no estaríamos pagando la luz y el combustible a precio de oro.

Dicen Ustedes que Alemania tiene “muchas” placas solares, pero el 30% de su energía proviene del carbón y en Escocia, en 2019, se abrió la primera mina de carbón en treinta años. Y no han hablado Ustedes de las fortunas que se ganan en el mercado de los bonos de CO2 y hablan de placas solares que a mi edad y la de millones como yo no se amortizan, y… y… y… Y NO ME CONTESTARON NI A UNA SOLA PREGUNTA NI REFLEXIONES HECHAS. Es la realidad actual: se sientan, hablan y unos aplauden, si preguntas no hay respuesta. No la tienen. Todo parece ser culpa ahora de la guerra en Ucrania, absolutamente todo. Ya no miro las imágenes: no me creo lo que veo, ni de unos ni de otros. Procuro no escuchar al Presidente de los Estados Unidos de América, que se dedica a insultar sin parar al Presidente de Rusia como si de un chiflado animador de violencias se tratase.

Claro que le va bien: traemos el gas de su país pagado a precio de oro, así que lo supongo encantado en su papel de animador de guerras, es lo suyo. Envenenamientos, laboratorios extraños, imágenes que no sabemos si son ciertas o no, es la primera vez que vemos la mentira convertida en una serie de plataforma televisiva, nunca había sucedido, por lo tanto, ficción a la que se apunta hasta el Presidente de Corea del Norte, Kim Jong-un. Da risa verlo, pero aterra lo que supone esta exhibición de zoquetismo en los considerados líderes mundiales. Más bien deberíamos llamarlos amos del mundo, que no es lo mismo que líderes, son todo lo contrario.

Cuando pienso en Ucrania me viene a la mente una historia que voy a contarles.

Trabajaba en mi casa una mujer ucraniana que venía escapando, como tantos miles, del hambre. No hablaba prácticamente castellano, así que me vi obligada a comprar un diccionario de ruso. Mi imagen diccionario en ristre supongo que era absurda, pero no tenía otro remedio: gestos y palabras rusas mal pronunciadas fueron la tónica de aquella relación laboral. Dijo ser ingeniero civil, y mi marido, ingeniero, torció la sonrisa y manifestó de manera socarrona que “los del Este” eran todos ingenieros. En aquella ocasión no le lleve la contraria. Pasadas semanas, mi marido llegó a casa con unos planos.

La mujer los señaló y con gestos le pidió a mi marido verlos. Él asintió. Sonreía torcido el hombre pensando en “como disimulaba” la del Este haciendo como que sabía mirar un plano. La del Este los abrió y empezó a preguntar a mi marido, medio en castellano, medio en ruso. Escribía las palabras rusas en un papel y yo las traducía como podía.  Aquella tarde mi marido entró en una especie de barrena sentimental empeñado en reflexionar cuanto puede cambiar la vida de una persona y argumentando que no era posible que el comunismo fuese mejor que lo que tenían ahora los “del Este” Concluyó que la mujer sabía mucho de ingeniería civil, que sus cálculos eran perfectos y sin errores y se vio así mismo de palafrenero o similar, supongo. Ella era ingeniero, por supuesto, pero fregaba en mi casa. Desde aquel día también hablaba con mi marido de cálculo de estructuras.

Un día me pidió que recibiese a su sobrino, arquitecto de barcos dijo, y que lo ayudase a buscar trabajo. Intenté explicar que yo no conocía a nadie que pudiese dárselo, pero ante la insistencia recibí al sobrino. Alto, guapo, pelo largo y alborotado. Un portafolios bajo el brazo del que fue sacando dibujos a color con barcos diseñados o soñados por él. Quedé impactada. Me explicó que en mi tierra LOS SINDICATOS DE CLASE no le permitían trabajar más que limpiando montes. No lo creí y llamé a un sindicato: el joven decía la verdad.  Pidió permiso para ir a la entrada de casa y regresó con un cuadro. Me dijo que necesitaba venderlo, si no podía trabajar en España, debía regresar a su país.

El cuadro, acrílico, me dejó absolutamente impactada, desprendía una rabia tan atroz que sólo un buen pintor puede plasmar en un lienzo. Le pregunté el precio y la respuesta fue que le diese lo que yo pudiese darle, que vendería alguno más para pagarse el billete. Resumo mucho la historia, pero el cuadro que encabeza este escrito pagó el billete de avión completo a Ucrania. Un cuadro por un billete de avión que no recuerdo cuánto costó. Me resultaba una situación incómoda, era como vivir dentro de una novela del siglo XIX y yo parte de la trama: la mujer que paga a un infeliz para que pueda irse de nuevo a su tierra, una magnanimidad absurda y que como digo me incomodaba.

A punto de irse señaló el piano y levantó la tapa, su tía le amonestó, pero él me miraba y preguntaba si podía tocar. Sólo me faltaba la escena de un desconocido tocando el piano para que la inmersión en el siglo XIX y la novela fuesen completas. Asentí como lo habría hecho una Gran Duquesa y me dispuse a escuchar sonidos armada de paciencia. Dobló el fieltro, tanteó los pedales y empezó a tocar a la vez que cantaba. Era un virtuoso del piano y de la garganta salían unos sonidos tan desgarradores, perfectos y profundos como sólo un ruso puede proferir. No hay nada más bello ni triste que la voz de un ruso cantando, nunca comprendí el motivo, pero no existen voces iguales o yo no las conozco. En una tarde disfruté de un cuadro, de un hombre hermoso y de un concierto que pocos de Ustedes habrán escuchado.

Pienso mucho en “la mujer del Este” y en el joven ucraniano, ellos se decían rusos pese a ser de Ucrania. Ahora, con esa guerra extraña, pienso aún más. Me lo imagino muerto sobre la nieve. Me lo imagino matando con sus propias manos. Y prefiero no pensar, no imaginar ni siquiera en el día que estuvo sentado en mi casa tocando el piano, es demasiado triste el destino de algunos hombres -empujados por otros a los que jamás conocerán- a matar o a morir.

Esa es la única verdad que conozco y doy por cierta de esta guerra.

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