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Egoisclavismo, que no hedonismo

David Márquez
David Márquez
Escritor de artículos y ficción. Colabora con diversas publicaciones periódicas y ha publicado: ¿Y? (microrrelato) y DAME FUEGO (el libro) (microrrelato, poesía y otros textos), ambos trabajos inconfundiblemente en línea con el pensamiento y estilo que manda en sus artículos, donde muestra su apego a la libertad total de ideas, a lo humano y analógico, siempre combativo frente a cualquier forma de idiotez. amazon.com/author/damefuego
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análisis

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Toda norma absurda resulta de obligado incumplimiento. Y aquella cuyo fondo, tras los atractivos y engañosos cortinajes de algunas «causas comunes» o falsos «intereses generales» deja traslucir intereses particulares aliñados con ideologías, rancias o de nuevo cuño, esa no solo resulta de obligado incumplimiento, sino de pública y obligada ridiculización. En otros términos: uno se resiste a que le vendan la moto, y mucho menos bajo coacción, amenaza o tocada de moral. Los interesados suelen llamar a esta negativa «desobediencia»; los envidiosos, borregos sin beneficio, «irresponsabilidad».

Comprar la moto supone subirse al carro, rendirse a la dinámica de las tendencias, «sufrir» por las mismas. Así que esa etiqueta de «hedonista» aplicada comúnmente a nuestra sociedad se me antoja más bien inexacta, en tanto el hedonismo a lo clásico, y así reza en los libros de historia, equipara la felicidad con el cultivo del placer. ¿Dónde reside el placer, pregunto, de someterse a una continua sesión de autorretratos con el fin de colgarlos en redes básicamente para demostrar lo feliz que una es o, peor aún, porque «todos» lo hacen? El hedonismo puro implica pa-sar-de la opinión ajena. Una cultura real de hedonismo, en sentido yoísta, supondría automática discriminación no solo (como ya se da) de nuestros semejantes, no solo ignorancia y olvido de problemas ajenos, sino de influencias externas, quizir: de esa moto comprada a toda vela, vorazmente, para «no quedarse atrás» (en una carrera hacia atrás) y parecerse lo más posible en hábitos, pasatiempos y hasta «gustos» al otro, del cual, si realmente fuéramos hedonistas, deberíamos pasar tres kilos.

De modo que ahora debemos de introducir, a irremediable colación, el concepto «esclavo»: «aquel que carece de libertad por estar bajo el dominio de otro» (RAE). Y enlazamos, volviendo a la norma absurda que el supuesto hedonista acata al pie del QR para «no crearse problemas» que pongan en peligro su correcta involución, su carrera hacia delante como borrego y hacia atrás como individuo. Pero ¿qué hedonista entregaría un minuto de su precioso, holgado tiempo a obedecer cualquier norma que frenase su disfrute del instante? Más bien, lo que este modelo de esclavo, que no hedonista, desatiende, parecen ser las más básicas e imprescindibles normas de convivencia, tales como la sinceridad en el trato, la cesión de espacio y asiento al más dependiente, el respeto al entorno común (véanse esquinas, bases de farolas y aceras).

Ejemplo: un peatón espera la mutación de muñeco rojo a muñeco verde, por espacio ya de dos minutos, frente a una avenida desierta a medio kilómetro en ambas direcciones: vía libre total, certeza de que ningún vehículo se cruzará en su camino, pero el peatón sigue ahí frente al semáforo, por norma y ley, con doble mascarilla si se da el decreto, aunque las posibilidades de contagio o atropello sean infinitamente más difíciles que las de ser elevado a la Presidencia del Gobierno, y aún así el peatón espera, ahora sí esclavo de la norma y la ley, por inercia, temeroso de la multa y, por encima de todo, porque a su lado espera el famoso «otro» (distancia social mediante), que con toda seguridad piensa lo mismo que él. Luego, ya en casa, tras obedecer la norma estatal, el esclavo baja con su perrito y no baja la vista cuando este deja fluir su habitual meada que por lo común, según la inclinación del pavimento, escurre de camino al bordillo, ofreciéndose en toda su amplitud a las pisadas de los vecinos más próximos, que ya ni protestan.

Este es el tipo de carencia en el plano cívico que el esclavo suele subsanar, más bien substituir, mediante la obligada sumisión, de nuevo (esta vez en forma de aparente «solidaridad»), al mandato del otro: la «tendencia» que le empuja a clicar en «compartir» mecánicamente en el primer mensaje de adición a una causa desconocida, ojo, si ello no implica responsabilidades y mucho menos si mojarse lleva aparejada la mínima desobediencia de «la norma» y así el encontronazo con «problemas» que nadie quiere.

«Si quieres ser feliz», decía Epicuro, «vive oculto». Nada que ver con la retratofilia narcisista del egoisclavo tecnomaníaco.

Sin precedentes.

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