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La Familia Arcoíris no es un peligro para nadie, pero puede acabar con la civilización

Cada vez son más las personas que buscan respuestas existenciales a sus vidas en las comunas hippies

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análisis

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La Guardia Civil ha desmantelado la Familia Arcoíris, esa comuna jipi que se había ido a vivir a los montes de La Rioja huyendo del mundanal ruido y del frenesí tecnológico en busca de la conexión última con la naturaleza. El comandante de la Benemérita que ha dirigido las operaciones explica ante las cámaras de televisión que aquellas gentes son pacíficas, siempre dejan limpia la zona en la que acampan y aunque practican “el amor libre” no se meten con nadie. La mejor prueba de que son buenos chicos es que los agentes desplazados en misión especial pueden haber visto algún traserillo peludo rampando por la campiña, esqueléticos rastafaris meditando bajo el sol como Dios los trajo al mundo o alguna que otra señora en cueros paseándose por el poblado, pero ningún terrorista peligroso para la seguridad nacional.

Cada vez son más los grupos que como Arcoíris deciden romper con todo (con la histeria colectiva de las grandes urbes enfermas, con el ritmo de vida frenético y con la sociedad de consumo) para echarse al monte, tal como hacían nuestros prehistóricos ancestros que habitaban en las cuevas. Se trata de movimientos ciudadanos que ya no buscan las respuestas trascendentales de la vida en la caótica civilización sencillamente porque no confían en ella. Y razón no les falta. Después de años de contaminación, de comida basura, de agua embotellada con microplásticos, de injusticias políticas y de abusos económicos nos hemos vuelto nihilistas, descreídos, huraños. Y muchos de estos alternativos o naturistas han cogido a los niños, los han sacado de las escuelas y se los han llevado al campo, donde creen que aprenderán cosas más útiles.

A fuerza de sufrir las mentiras y aberraciones del poder corrupto, el personal ha terminado por perder la inocencia y la confianza en el sistema, ya nadie cree en nada ni en nadie, y muchos acaban haciéndose jipis, buscando válvulas de escape, cayendo en sectas de todo tipo o practicando la quedada campestre como en el caso de la comuna de La Rioja, donde se fomenta la paz entre los hombres, la armonía, la orgía con respeto, el porrete relajante, el culto a Bob Marley y la adoración a la Madre Tierra, la Luna y los astros. Cada cual busca respuestas a su propia existencia como cree oportuno, faltaría más, de modo que por ahí nada que objetar. 

Ahora bien, una vez que el campamento ya ha sido desmantelado por la Benemérita cabría hacerse una pregunta: ¿son estas legiones de desorientados, outsiders, brókers que han visto la luz, desahuciados y desesperados unos elementos peligrosos, no ya para el orden y la ley, sino para el futuro de la civilización humana? Y ahí la respuesta no está tan clara. Es obvio que mientras no hagan daño al prójimo ni ensucien los prados o quemen los montes en una noche loca de danza en pelotas nada se puede hacer por vía penal contra ellos. Ciertamente, estos nómadas de la utopía New Age no son un peligro físico para nadie. Un buen día encuentran un lugar bonito, acampan, montan sus sacos de dormir y sus tiendas, encienden una hoguera y empiezan con sus cánticos yeyé, sus plegarias fraternales y sus relatos a la luz de la lumbre sobre dragones, hadas, unicornios y marcianos verdes que algún día, llegado el fin del mundo, bajarán a la Tierra para llevarse a los más creyentes ufólogos.

Si sustituimos la fogata por los cirios, las canciones tribales por los rezos bíblicos y los duendecillos verdes del bosque por los beatos y mártires del santoral concluiremos que no hay demasiada diferencia entre el credo hippie y la teología que se imparte cada domingo en las iglesias. En realidad, entre estos bohemios alternativos de Arcoíris convencidos de que la Madre Tierra se ha enfadado con nosotros y alguien que cree en el Apocalipsis del Nuevo Testamento, en la teoría de la resurrección de los muertos y en la vida eterna no hay mucha distinción.

El peligro de Arcoíris

La clave del asunto no es que la gran familia multicolor sea un problema de orden público, que no lo es. El gran riesgo que entraña este gente para la civilización humana es que se termine imponiendo la costumbre de no ducharse, de no escolarizar niños y de practicar el negacionismo de la ciencia como norma de vida. Ahí sí que puede haber un germen de inocente maldad. Desde que en el siglo XII Joaquín de Fiore sentara las bases de la profecía milenarista, el hombre siempre ha convivido con movimientos residuales que preconizan un retorno a la naturaleza ante la proximidad del final de los tiempos. El problema es que hoy por hoy esas filosofías catastrofistas han dejado de ser minoritarias y empiezan a abrirse paso en todas partes.

En Estados Unidos, por ejemplo, el 30 por ciento de los norteamericanos se resisten a vacunarse contra el coronavirus porque están firmemente convencidos de que Bill Gates quiere implantarles un chip intravenoso. La situación ha adquirido tintes de auténtico drama nacional, cuando no de esperpento, ya que cada vez son más frecuentes las ofertas comerciales para que los ciudadanos se vacunen, desde restaurantes que ofrecen hamburguesas a dos por uno más el pinchazo de Janssen hasta concesionarios de automóviles que rebajan el precio del coche al comprador si se presta al aquí te pillo aquí te mato sanitario y se deja inocular la dosis tras la firma del contrato.

El retorno al adanismo es una corriente de pensamiento que cada día cobra más fuerza

Todo forma parte de la gran decadencia de Occidente de la que nos advertía Spengler. Las sectas se han convertido en un auténtico problema social en todo el mundo y miles de incautos o desnortados se dejan arrastrar por gurús, chamanes y charlatanes de todo pelaje y condición que predican las filosofías más extrañas y variopintas. Algunos historiadores y sociólogos ya predicen que el siglo XXI será el de la vuelta a una especie de nueva Edad Media, un retorno a las creencias indigenistas, a la superstición, al señor feudal rodeado de vasallos y a la vida en la choza. No van muy desencaminados en su pronóstico de que la ciencia y la razón tienen los días contados y de que cada vez hay más gente dispuesta a renunciar a la comodidad del inodoro (gran conquista de la civilización occidental) a cambio de hacer sus necesidades en el río, bajo el cielo azul, tal cual como se hacía en el Paleolítico.

El retorno al adanismo es una corriente de pensamiento que va cobrando fuerza, en buena medida por el miedo al mundo terrorífico que hemos creado y porque tras la pandemia y las noticias nefastas que nos llegan sobre el cambio climático parece que el final está mucho más cerca de lo que cabía suponer. Por supuesto, acechando, aguardando el momento de que se culmine la destrucción total de la civilización humana, de las ideas ilustradas y del Siglo de las Luces, está la extrema derecha, que vive del caldo de cultivo del irracionalismo, el ciego fanatismo y la superchería nudista.

Con legiones de potenciales discípulos desnudos de política, vírgenes de conocimiento y dispuestos a creer en los poderes taumatúrgicos de la naturaleza capaz de curar el coronavirus y el cáncer a base de infusiones de bayas y fresas del bosque, el desastre social está más que asegurado. Si los nuevos jipis son capaces de renunciar al progreso científico que según ellos solo trae enfermedades congénitas, impotencia y control de mentes terminarán creyendo al primer salvapartrias feudal con barba y aspecto saludable que pase por allí. El cóctel explosivo misticismo naturista/rabia contra el sistema que se atisba en el horizonte es como para echarse a temblar. O para irse al monte y hacerse santón eremita.

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