Los sectores políticos fanáticos de la intervención sine die de Cataluña están cuestionando el papel que está jugando la Fiscalía en los primeros días del juicio contra los políticos catalanes por los acontecimientos del Procés. Tal vez estos sectores hispano-nacionalistas pretendían que los fiscales se convirtieran en verdugos antes de que el juez Marchena dicte la sentencia. Sin embargo, no está siendo así, sino que la Fiscalía es la que está poniendo la independencia que se espera de nuestra Administración de Justicia.

Desde los sectores más fanáticos del artículo 155 se están criticando errores como los cometidos por el fiscal Cadena en el interrogatorio de Joaquim Forn, en el que tuvo errores de apreciación, la descripción errónea de algunos episodios del referéndum del 1 de octubre o la confusión entre tipología de llamadas telefónicas recibidas por Forn. Fue muy comentada la repregunta realizada sobre si el político catalán fue detenido alguna vez por sus ideas, en la que el ex conseller dejó un mensaje contundente: «Hombre, no sé si era por las ideas, fue por una bandera catalana, que debe ser inconstitucional». Lo mismo ha ocurrido con el fiscal Jaime Moreno quien, en su interrogatorio a Jordi Turull, también erró en algunas cuestiones.

Sin embargo, las preguntas que podrían determinar una condena por las acusaciones por «rebelión» o «sedición» parecen más orientadas a minimizar la comisión de esos presuntos delitos y llevarlos hacia desórdenes públicos, además de centrarse en el de malversación.

Mientras desde el Eje de las Derechas (Vox, PP, Ciudadanos y una parte del Partido Socialista) pretenden que el juicio se convierta en una especie de ejecución ejemplarizante, la Fiscalía ha puesto pie en pared para, sobre todo, mantener el crédito de nuestra Justicia, un prestigio bastante deteriorado en el ámbito internacional.

Cada día que pasa el tercer poder de la democracia española sufre una crisis reputacional insólito en los países de nuestro entorno. Al norte de los Pirineos ven lo que está ocurriendo en el Tribunal Supremo como un juicio político. Las acusaciones de rebelión y sedición son vistas como algo del pasado y, por tanto, que no son aplicables en la jurisdicción de la Unión Europea.

Por esta razón, la Fiscalía ha decidido quitar presión para centrarse en sus interrogatorios en lo que realmente no tiene peligro de que sea tumbado por un tribunal de la UE: la malversación de fondos y los desórdenes públicos.

La Justicia española llega a esta situación límite, en primer lugar, por tener encarcelados sin juicio a unas personas a las que se les acusa de presuntos delitos que no deberían haber llegado a la aplicación de la prisión preventiva, sobre todo cuando hay precedentes en los que se ha permitido a los acusados vivir, incluso, fuera del país, como es el caso de Iñaki Urdangarín. En segundo término, la instrucción en ciertos aspectos más que cuestionable del juez Llarena, que podría colocar el juicio al borde de la nulidad cuando el asunto llegue a Estrasburgo.

La reputación del Estado español no está en juego porque haya una sentencia blanda para los acusados o absolutoria, como piensan en el Eje de las derechas, sino en la independencia que la Justicia sea capaz de aplicar, la independencia que se espera de un país democrático.

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