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La lectura y su porvenir

Joan Martí
Joan Martí
Licenciado en filosofía por la Universidad de Barcelona.
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análisis

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Un porvenir para la lectura, entendida como una actividad cultural o de deleite para el hombre alfabetizado, está asegurado en la medida en que es cierto que en el futuro próximo continuará la otra actividad comunicativa fundamental, propia de las sociedades alfabetizadas: la de la escritura. Hasta que dure la actividad de producir textos a través de la escritura (en cualquiera de sus formas) seguirá existiendo la actividad de leerlos.

No vemos de qué modo o por qué esta actividad esencial para el desarrollo de importantes funciones burocráticas, informativas y productivas, podría o debería dejar de existir. En definitiva, los hombres (o algunos de ellos) continuarán leyendo mientras haya hombres (los mismos u otros) que sigan escribiendo para que cuanto escriban sea leído por alguien; y todo ello nos hace pensar que esta situación continuará existiendo al menos durante algún tiempo.

De modo que no es ésta la cuestión. La pregunta que nos interesa es más sutil: ¿cuál será en el futuro próximo la actividad de lectura de los hombres?, ¿cuánto se extenderá socialmente y sobre qué tratará?, ¿qué importancia y qué funciones tendrá en la sociedad?, ¿la demanda de lectura crecerá o disminuirá? Y por último, ¿es verdad que la actividad de leer se retrae en la misma medida en que la operación de leer se universaliza?

En el últimos años casi todas las campañas de alfabetización de masas, conducidas a niveles nacionales o mundiales en países avanzados, han incidido fundamentalmente en potenciar y difundir la capacidad de leer; no la capacidad de escribir.

Tal elección ha sido, evidentemente, el fruto de un planteamiento consciente de carácter pedagógico de las instituciones que en todo el mundo han elaborado diversas ideologías y metodologías del aprendizaje: la escuela de los Estados y la Iglesia (los cuales, a pesar de la competencia existente entre ellos, están de acuerdo sobre este punto), el aparato bibliotecario (en especial el de los países anglosajones), elaborador de la ideología democrática de la lectura pública, la industria editorial, interesada en la creación de un público cada vez más amplio de personas que lean, no que escriban.

En realidad en la base de esta elección universal, común a todos los gobiernos y a todos los poderes, hubo algo más: la consciencia de que la lectura era, antes de la llegada de Internet, libertad y control,  el medio más adecuado para determinar la difusión de valores e ideologías y además, el que más fácilmente se podía regular una vez que se hubieran llegado a controlar los procesos de producción y sobre todo los de distribución y de conservación de los textos; mientras que la escritura es una capacidad individual y totalmente libre, que se puede ejercitar de cualquier modo y en cualquier lugar y con la que se puede producir lo que se quiera, al margen de todo control e incluso de toda censura.

Partiendo de la hipótesis de que en cualquier sociedad la producción del discurso es a la vez controlada, seleccionada, organizada y distribuida por medio de un cierto número de procedimientos que tienen la función de conjurar los poderes y los peligros, de gobernar el evento aleatorio y de esquivar la pesada y temible materialidad. El polifacético Alain, contraviniendo a la industria editorial y a los escritores, aconsejaba a sus discípulos que no leyesen demasiados libros, y añadía que un centenar de volúmenes es suficiente para toda una vida “a condición de leerlos una y otra vez”. Escritores y editoriales hubieron perecido, parece claro, con el consejo del escritor francés.

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