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Puigdemont vende populismo con el aceite barato

El líder de Junts exige a Sánchez que suprima el IVA a este producto de primera necesidad, una medida intervencionista que no encaja con el carácter ultraliberal de su partido

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análisis

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Por lo visto, Carles Puigdemont le ha exigido a Sánchez que rebaje al cero por ciento el IVA del aceite de oliva a cambio de convalidar los decretos anticrisis del Gobierno de coalición. Llama poderosamente la atención que un hombre habitualmente instalado en la política metafísica del patrioterismo, en la tarea de hacer historia cada minuto y en la utopía de la República, se preocupe por algo tan vulgarmente cotidiano y tan aburridamente alejado de la épica de la independencia como regular el precio del aceite. Pero así ha ocurrido. Tal como lo están oyendo ustedes.

Entre amnistías y jugosas transferencias para Cataluña, Miriam Nogueras, mano derecha del jefe en las negociaciones, tuvo tiempo de pedirle a Bolaños que suprimiera el oneroso impuesto de un alimento que ellos consideran “esencial”. Ahora bien, ¿esencial para quién? Esa es la pregunta del millón que debería hacerse cualquier periodista empeñado en llegar a la verdad de las cosas. Lógicamente, esencial no para los catalanes de las clases humildes y obreras –que no les han importado nunca–, sino esencial para ellos mismos, que tratan de comprar votos a golpe de garrafa de oliva virgen.

El aceite es un producto de primera necesidad que de un tiempo a esta parte se ha convertido en bien de lujo por la codicia de los intermediarios desalmados. Hace unos días, Ángel Calle, profesor de Sociología de la Empresa en la Universidad de Extremadura, afirmaba que “el precio del aceite de oliva no ha tocado techo porque se está convirtiendo cada vez más, junto con otros productos como las almendras, avellanas y frutos secos, en materia especulativa”. Y denunciaba que los fondos buitre se están metiendo ya a saco en un sector en crisis endémica a causa de la sequía, el cambio climático, la falta de ayudas estatales y el hundimiento de las ventas. Todo este sindiós ha provocado que el aceite puro de oliva se haya convertido en un capricho para opulentos mientras que los menesterosos tienen que contentarse con el de girasol, mucho más barato, o lo que es peor, con sucedáneos a granel que se venden por Internet sin las debidas garantías sanitarias. El fantasma de la colza sigue vivo.

Ahora que Puigdemont ejerce como presidente en la sombra de la nación pretende erigirse en una especie de Robin Hood del rural, un salvador que roba el aceite a los ricos para dárselo a los pobres. Solo los ingenuos o los muy fanáticos de la independencia se tragan ese cuento. Los ricos catalanes que votan Junts, entre caviar y copazo de buen cava, hace tiempo que se han apropiado del proletario desayuno del pan tumaca, cuyo principal ingrediente es el oli. Los pijos, cayetanos y magnates (no se crean que todos son españoles, en Cataluña también los hay y muchos), se han apoderado de los hábitos y costumbres de las clases populares por pura excentricidad, por egoísmo de lo que no se tiene o simplemente para parecer más mundanos y enrollados. Ya se sabe que cuando el sistema capitalista democratizó el consumo, las élites buscaron nuevas maneras de diferenciarse, y una de ellas consistió precisamente en arrebatarle al pueblo llano sus señas de identidad. Los ricos le han sustraído al pobre, además de las plusvalías de las que hablaba Marx, la delgadez corporal (antaño no se encontraba un solo rico flaco, todos estaban hermosos y bien alimentados); el bronceado (antes la tez blanca era considerada signo de pureza y alta alcurnia, hoy los pudientes se tuestan a tope para parecer más saludables); los pantalones vaqueros (en el pasado prenda de proletas); la minifalda (gran estandarte de la liberación de la mujer progresista); el concepto de libertad (Ayuso se lo ha hurtado a la izquierda y lo ha desprovisto de valor de tanto usarlo, parafraseando a Rocío Jurado); las becas (en el mundo actual todo padre con posibles presume de tener a la niña becada en Harvard); el gazpacho (antiguamente plato de charnegos andaluces, hoy elevado a la categoría de delicatessen en las bodas de postín); el rock and roll (que nació como crítica al establishment capitalista, patriarcal y blanco); y, por lo que estamos viendo estos días, también el aceite de oliva (pese a que ellos siempre fueron más de mantequilla suiza).

Habría sido interesante verle la cara a Bolaños cuando la seca y adusta Nogueras, representante de un partido de derechas, supremacista y antisistema le puso encima de la mesa la democratización del carísimo oro líquido mediterráneo. Seguramente las gafas se le descolocaron y el mentón de la barbilla se le vino abajo, descolgándose sin remedio. ¿Un partido de la derechona dura, aunque sea la derechona periférica catalana, pidiéndonos medidas intervencionistas y socializantes contra el libre mercado?, debió preguntarse el ministro de Presidencia con cara de póker. Cuando papá Pujol se entere de lo de la nacionalización del aceite, que siempre ha sido cosa de rojos, deshereda a todos los de Junts por botiflers, o sea por traidores al manual del buen ultraliberal.

A esta hora se desconoce si Nogueras ha pedido la amnistía tributaria y fiscal para todas las cepas del país, incluidas también las de Andalucía, gran reserva de olivares de Europa, o solo para el aceite producido por payeses de pedigrí. Ya sabemos cuál es el eslogan de esta gente: Catalunya first. Sin duda, creen que el aceite catalán controla mejor el colesterol que el aceite español; están convencidos de que el aceite de la masía es mucho más eficaz para la dieta cardiosaludable que el andaluz de Jaén. Un catalán siempre ha de tomar aceite catalán, aceite etiquetado con la estelada, aceite patriótico, cullons, ya sea en ensaladas o a palo seco y a cucharadas, tal como aconsejan los sanadores naturistas del Ampurdán.

Nogueras negoció con Bolaños lo que negoció: todo lo trascendental, todo lo relativo a la identidad singular catalana y al avance lento pero imparable hacia la independencia. Por eso extraña tanto que, en medio de esa partida de naipes, la diputada separatista se sacara de debajo de la manga el agropecuario y pedestre as del aceite, que no venía a cuento salvo para atraer a las masas desencantadas con España. Mucho nos tememos que Puigdemont le sugirió a su ayudante que metiera, con calzador y como fuese, el problema del aceite, aunque solo fuese por disimular un poco, por no quedar como unos señores estirados de la patronal Foment del Treball que no se preocupan de la gente, por dejar claro que ellos podrán ser unos indepes de la alta burguesía de Canaletas, pero no están lejos del pueblo que sufre y padece el azote de la inflación. Metiendo el tema del aceite en la agenda de la negociación con Bolaños –entre la amnistía, los listados de la balanza fiscal con el Estado (paso previo a reclamar un nuevo modelo de financiación) y el reconocimiento de los derechos históricos– nadie podrá afearle a Junts que se desentienda de los catalanes de a pie que no llegan a final de mes. Tratar de captar independentistas para la causa vendiendo aceite barato no deja de ser paternalismo alimentario. La típica medida de político demagógico-populista. Justo lo que siempre ha sido Carles Puigdemont.

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2 COMENTARIOS

  1. Más bien esta medida no encaja con el discurso de José Antequera. La realidad es la que es y luego cada uno la cuenta a su manera. Putin, que es un tipo de derechas concibe el gas y el petróleo como una riqueza nacional y la principal compañía rusa, Gazprom, aporta al Estado más o menos la mitad (varía cada año) de lo que gasta. En Venezuela, que son de izquierdas algo parecido. Franco, que no era comunista, creó las principales empresas del país y las mantuvo bajo dominio del Estado. Nuestra democracia ha provatizado todo lo que ha podido, a izquierdas y derechas a cambio de tres monedas. Véanse como miestras recientes los dos dividendos digitales.

    En lo económico no hay derecha ni izquierda, hay plutocracia o democracia. Debemos crecer y obaervar la realidad sin complejos, abandonar los cuentos infantiles en los que parece que vivimos, el tan cacareado discurso.

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