Junio de 1920; días de mucho calor, y eso que eran los campos de Castilla la Vieja y el cambio en el clima no se había producido todavía. Ese cambio climático del que hablan ahora. Las noches sorianas eran frías, como ocurre en los desiertos, y por eso las faenas del campo se dejaban para la tarde avanzada, confiando en que si la luna eran grande regaría con su luz el campo y el viejo tractor.
Mi abuelo era un chaval y ya trabajaba para ganarse un pequeño jornal, aunque digno, asimismo hacían todos los mozos, a excepción de los que se metían al seminario fingiendo querer ser curas. Mi otro abuelo era pastor. Dicen que pasaba muchas penurias y mucha soledad, pero aguantó en el oficio hasta casi el día de su muerte.
De ahí vengo yo, de ahí venimos muchos, de ese sector primario tan luchado en el siglo XIX y tan amordazado en el siglo XXI. Ellos, nuestros héroes anónimos que pasaron su vida trabajando y tomándose algún chato de vez en cuando, sin quejarse tantas veces. Ellos, llamados “paletos” por muchos de los niños de “buenas familias”, veraneantes.
Ellos, que el otro día cogieron sus tractores para pedir por las ciudades que se les cuide y se les respete. Ellos, que dejaban subir en sus grandes máquinas de cosecha a los “niños bien” de las universidades que aplaudían desde las aceras, y que sedientos de lo novedoso se erguían orgullosos por las escaleras de subida hacia el conductor.
Y esos conductores, biznietos y nietos de los hombres de antes, hijos de su tiempo, les abrían las puertas de sus tractores para dar la bienvenida a todo aquel que les quisiera apoyar, sin distinguir edad, sexo o condición social. Todavía miro la foto de ese “niño bien” que se subió al tractor y no se cayó, pero casi, sin saber que su abuelo era de los que llamaba pueblerinos al mismo caballero que le abrió la puerta de su cosechadora.
(Vi mujeres conductoras, me hizo especial ilusión 😉)
