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Abascal niega un plato de comida a dos millones de niños pobres

Vox votará en contra del ingreso mínimo vital, arrastrando con su discurso duro a PP, patronal e Iglesia católica, que se muestran por momentos ambiguos ante el decreto más justo y digno de la historia de la democracia

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análisis

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En España, uno de cada cuatro niños está en riesgo de pobreza. Un dato nefasto que sitúa a nuestro país en el furgón de cola de la UE, junto a Rumanía, Bulgaria, Letonia e Italia. El Gobierno de coalición de izquierdas no podía mantenerse al margen ni insensible ante la gravedad de la situación y el mismo presidente, Pedro Sánchez, lo explicó ayer durante su intervención en el debate de la sexta prórroga del estado de alarma por coronavirus. “La última medida adoptada por el Consejo de Ministros, el ingreso mínimo vital, para conseguir que España viva con dignidad, no es caridad ni compasión: es justicia y es decencia”, aseguró en su cara a cara con la derechas montaraces y siempre contrarias a cualquier iniciativa del Gobierno por justa y necesaria que se antoje.

Pese a que la razón ética y política asiste en este caso al Gobierno –cualquier Estado debe hacerse cargo de las familias sin recursos o en riesgo de exclusión−, partidos como Vox se muestran abiertamente en contra, tal como quedó demostrado ayer durante la sesión plenaria. “La renta mínima es la incapacidad de un Gobierno para crear empleo (…) Será la cartilla de racionamiento que no permitía dormir al presidente”, dijo Santiago Abascal empleando una ironía que terminó sonando a sarcasmo y a mal gusto, ya que tratar de bromear con la tragedia de la pobreza infantil no es presentable. Hay algo oscuro en todo hombre reaccionario que le lleva a confundir la crueldad con el sentido del humor.

Para intentar maquillar su posición extremadamente ultraliberal, pisoteando los derechos de los niños, el partido verde se ha apresurado a aclarar que “una renta mínima temporal no sólo es buena, sino necesaria para apoyar a una familia en situación de dificultad, pero una renta mínima permanente, tal como la han planteado ustedes [dirigiéndose a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias] no es más que un augurio de pobreza y una promesa de ruina”. De esta forma, Abascal terminaba su errática intervención, llena una vez más de insultos y provocaciones hacia sus rivales políticos, apostillando: “Ustedes son una catástrofe para la vida y la prosperidad de los españoles”. La postura de la formación verde es tan radical en este asunto que ya ha anunciado que votará “no” a lo que ellos definen como “una paguita”, esa expresión tan peyorativa que revuelve las tripas de cualquier persona decente.

¿Pero acaso es una catástrofe auxiliar y socorrer al pueblo garantizando sus derechos cuando más lo necesita? ¿Es esa concienciación social un síntoma de peligroso marxismo leninismo? Sin duda, nos encontramos ante una reducción al absurdo, una más de Abascal, que suele convertir cada una de sus intervenciones en un magnífico ejemplo de sectarismo, degradación intelectual y política basura. No hay tarea más noble y digna para un gobernante que ayudar a sus compatriotas más necesitados. No hay proyecto político más importante y trascendental que mejorar la vida de la gente. Sin embargo, en este país hace tiempo que la lógica y la ética fueron sustituidas por la demagogia, el cálculo partidista y la ganancia electoral. En el fondo, el motivo de esa sinrazón, de esa absurda negativa a que cientos de miles de niños de familias españolas empobrecidas por la crisis del coronavirus puedan hacer las cuatro comidas al día, es que Vox es un partido que defiende los privilegios de las élites, de la realeza, de la aristocracia y el gran capital, de modo que cualquier intervención del Estado de Bienestar en la economía le parece una muestra de subversivo comunismo bolivariano. Lo que de verdad le revienta a Vox es que allí donde llega el Estado social y democrático de derecho no llega la caridad, ni la limosna, ni la beneficencia del señorito.

Si el Gobierno se atribuye las competencias en el derecho al auxilio público, instituciones como la nobleza y la Iglesia pierden un arma fundamental para el control del poder que han empleado sistemáticamente a lo largo de la historia: el paternalismo del poderoso contra el que nada tiene, la limosna que perpetúa la diferencia de clases. De ahí la importancia del ingreso mínimo vital, un salto histórico en el avance social en España, un paso astronómico en el cumplimiento de la Constitución –que reconoce el derecho de todos los españoles a una vida digna− y en el mantenimiento y sostenimiento del Estado de Bienestar. Pocos ejemplos más claros que este para confirmar que la ultraderecha está abiertamente en contra de nuestra Carta Magna y de un sistema asistencial público que garantice a cada ciudadano unos mínimos para su subsistencia. Abascal se define como constitucionalista solo para lo que le interesa: para defender la unidad de España, para hacer que se respete la bandera, para proteger la monarquía y el orden establecido. Pero más allá de eso, sus posiciones chocan abiertamente con una Sanidad pública fuerte y de calidad; con una educación laica y gratuita; con una auténtica red de prestaciones sociales que dé cobertura a parados, pensionistas y dependientes; con un medio ambiente limpio; con una sociedad donde hombres y mujeres gocen de los mismos derechos y en general con todo aquello que suponga reconocer y amparar libertades fundamentales, como el derecho a la no discriminación por razones étnicas.

Y ahí es donde entra el color de la piel. La ultraderecha se opone a la renta básica porque también es un balón de oxígeno para miles de inmigrantes que malviven en España y que han quedado invisibilizados desde la crisis de 2008. Argumentar que el ingreso mínimo vital supondrá un efecto llamada para refugiados de otros países, como hace Vox en una afirmación tan falsa como maquiavélica, es sencillamente caer en la xenofobia. Y aunque parezca extraño, esta ideología ultraderechista que parece salida de otros tiempos feudales la han comprado ya los poderes fácticos del Estado, no solo el principal partido de la oposición liderado por Pablo Casado, sino el presidente de la patronal CEOE, Antonio Garamendi, y también la Conferencia Episcopal. Hasta donde sabemos, el Partido Popular no piensa oponerse en el Congreso de los Diputados a la aprobación del decreto sobre el ingreso mínimo vital. Sin embargo, lo vincula a que quien disfrute de la ayuda busque “activamente” un empleo y a que “se gestione de la mejor forma posible para evitar duplicidades con las comunidades autónomas”. Por su parte, Garamendi ha dicho que la patronal tampoco se niega a la medida, siempre que sea con carácter “coyuntural”, hasta el próximo mes de diciembre, y “no estructural”, o sea “no permanente”. La reacción de la Iglesia católica española todavía resulta más extraña e incomprensible, ya que ha llegado a calificar de “subvencionados” a aquellos que por desgracia no les queda otra que optar a la ayuda estatal, tratándolos como si fuesen poco menos que parásitos aprovechados de la sociedad. Una vez más, las malas metáforas, las palabras huecas y las coartadas cobardes esconden un egoísimo y un elitismo aterradores.

¿Cómo es posible que se pongan tantos reparos, tantos peros, tantos obstáculos a una medida política y filosóficamente impecable? Sin duda, los poderes reaccionarios de este país han forjado una alianza para torpedear la iniciativa legislativa más justa en cuarenta años de democracia y seguir manteniendo de esta manera los privilegios de clase. Afortunadamente, el consenso del Parlamento es mayoritario en este asunto y el decreto será aprobado sorteando todas las trabas. Esta vez los desvaríos demagógicos y delirantes de la extrema derecha −que contagian a otros sectores de la sociedad como un mal virus−, no van a conseguir que miles de niños se vayan a la cama cada noche con el estómago vacío.

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