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El fantasma de la xenofobia recorre Cataluña

Alcaldes de extrema derecha aplican medidas xenófobas como ralentizar el empadronamiento de los trabajadores extranjeros

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análisis

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Hubo un tiempo en que Cataluña fue tierra de acogimiento y recibía a andaluces, murcianos y extremeños con los brazos abiertos. En buena medida, el milagro económico de aquella comunidad autónoma que llegó a estar a la cabeza de Europa, entre las regiones más ricas y prósperas, se debió a la integración, al mestizaje, a la multiculturalidad. El charnego contribuyó a la riqueza del país, creó la rumba (gran banda sonora de las Olimpíadas de Barcelona) y se apuntó como un socio más del Barça, haciendo de ese equipo algo més que un club.

Puede decirse que, en general, el fenómeno cuajó como un ejemplo de integración social, aunque un poso de supremacismo siempre estuvo ahí, presente más o menos soterradamente. Juan Marsé contó aquella historia del perdedor, del emigrante o maltratado empeñado en abrirse camino en la vida a través de su célebre Pijoaparte, el protagonista de Últimas tardes con Teresa elevado a la categoría de personaje universal de las letras españolas a la altura del Lazarillo de Tormes o El Quijote. Aquel paria procedente de las clases marginales obreras obsesionado con seducir a una bella muchacha rubia y universitaria de familia bien de San Gervasio, el barrio rico de Barcelona, retrató a la perfección la sociedad catalana de los sesenta. Quien quiera aprender algo de sociología tiene que volver una y otra vez a esa novela.

Con el tiempo, los hijos de aquellos primeros charnegos, ya con carrera y con cartera, se hicieron también nacionalistas. Y lo hicieron para integrarse, para no sentirse desplazados, para quitarse de encima el complejo y estigma del paleto hambriento aterrizado en Cataluña con una mano delante y otra detrás. Fueron precisamente los descendientes de aquella primera generación los que viraron más bruscamente hacia el independentismo radical. Renegaron de sus nombres Juan, Pedro o Francisco para pasar a llamarse Joan, Pere o Francesc. Dejaron de hablar castellano en la universidad, en la calle y en sus casas para expresarse solo y exclusivamente en catalán. Llegaron lejos en el mundo del funcionariado, de la empresa y la política, tocando poder. Ahí está el propio Gabriel Rufián, hijo y nieto de trabajadores andaluces. Un muchacho que se crio, como otros muchos, a caballo entre Santa Coloma de Gramanet y Badalona. Al bueno de Gabriel, de español ya solo le queda el nombre del club de fútbol de sus amores.

La mayoría de esa nueva casta de advenedizos decidió creerse a pies juntillas el falso mito de que todo lo que provenía de la Meseta era miseria, fascismo analfabeto y carencia de una selecta educación. Los nuevos nacionalistas, de derechas o de izquierdas, todos ellos hijos adoptivos de la patria catalana, hicieron un siniestro ejercicio intelectual y emocional: resetear, borrar de su memoria cualquier dato o vestigio que pudiera revelar sus orígenes españolazos. De esta manera, el catalanista de segunda y tercera generación se volvió más indepe aún que aquel burgués de Las Ramblas que votaba a la conservadora Lliga Regionalista de Cambó en tiempos de la Restauración.

Hoy, la inmigración ya no llega a Cataluña desde Andalucía, Murcia o Extremadura, tal como ocurrió con el éxodo del campo a la ciudad industrializada en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, sino de Marruecos, Nigeria o Senegal. Cataluña empieza a sufrir el cruel despertar de las sociedades que se sienten opulentas pero que se nutren de una masa de gente desclasada y marginada. La presión migratoria empieza a ser comparable a la que soportan algunos barrios superpoblados de los extrarradios de París y de otras localidades francesas como Marsella, la ciudad con más musulmanes de toda Europa Occidental.

Cataluña aún no ha llegado al nivel de conflictividad social que desembocó en los graves disturbios de los alrededores del estadio Saint-Denis tras la victoria de Francia sobre Marruecos en las semifinales del pasado Mundial de Fútbol. Pero hay síntomas graves de que el caldo del odio ha empezado a hervir y puede llegar al peligroso punto de ebullición en cualquier momento. Numerosos municipios gobernados por la derecha y la extrema derecha, nacionalista catalana o española, eso empieza a dar igual, están dispuestos a aplicar medidas drásticas para terminar con la inmigración descontrolada. Lugares que conocen el auge de partidos con propuestas más o menos xenófobas. Ya han saltado las primeras alarmas. Por ejemplo, cada vez son más las familias extranjeras que denuncian ante las oenegés prácticas poco edificantes para un Estado derecho como la ralentización malintencionada del empadronamiento. Gente desplazada que queda sin hogar, sin escuela para sus hijos y sin sanidad pública ante el abandono y el desamparo de unas autoridades que han decidido entregarse al populismo más abyecto para arañar votos a costa del miedo de una parte de la población traumatizada por el recuerdo de los atentados yihadistas de Barcelona y Cambrils. Muchos catalanes, confundidos por mensajes racistas llegados no solo de partidos marginales sino de formaciones políticas que se supone de primer orden, empiezan a radicalizarse en el odio al de la piel diferente. Algo parecido a lo que está ocurriendo en Francia, donde el lepenismo fascista emerge como una alternativa real al caos demográfico para millones de franceses.

Uno de los ayuntamientos catalanes que por lo visto están cayendo en los cantos de sirena contra el extranjero propios de la extrema derecha es el de Ripoll, donde el partido ultra e independentista Alianza Catalana se hizo con el consistorio en las pasadas elecciones. Su alcaldesa, Silvia Orriols, la Meloni catalana, como ya la llaman algunos medios, ha prometido no empadronar a más extranjeros en su municipio ni abrir más mezquitas como forma de combatir el “fanatismo religioso”. Orriols practica una suerte de islamofobia que tan nefastos resultados ha dado en otras partes de Europa por lo que ha supuesto de creación de guetos, de bolsas de marginación y de violencia terrorista. “Si no me gusta que me llamen de ultraderecha es porque no creo en las etiquetas de derecha e izquierda. Para mí, partidos que avalen el velo islámico en niñas menores no son de izquierdas, por poner un ejemplo”, asegura la polémica alcaldesa. Con gente así subiendo como la espuma no extraña que un partido como Junts se abrace también al mensaje ultra que asocia delincuencia con inmigración, copiándole el discurso a Vox.

Tras la ruina del procés, tras la fuga de empresas y la crisis endémica que amenaza el Estado de bienestar, Cataluña ha dejado de ser aquel gran motor de la economía nacional que era antes. El paraíso social se evaporó como un espejismo, mientras que el paraíso fiscal prometido por Puigdemont se antoja más bien lejano. Entre oasis y oasis de cartón piedra, lo que queda es una mezcla de resentimiento hacia lo español y también, por qué no decirlo, odio el extranjero, al que se ve como un intruso que viene a usurparlo todo, el trabajo, la vivienda y las ayudas sociales. Junts pretende integrar al africano poniéndolo a hablar catalán como en su día catalanizó al charnego andaluz. Lo de subir los salarios tercermundistas a esta pobre gente es otra cuestión que suele aparcarse sine die. Un clásico de la derecha de aquí y de allí.

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