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De qué hablamos cuando hablamos de Oíza

Jaume Prat Ortells
Jaume Prat Ortells
Arquitecto. Construyó hasta que la crisis le forzó a diversificarse. Actualmente escribe, edita, enseña, conferencia, colabora en proyectos, comisario exposiciones y fotografío en diversos medios nacionales e internacionales. Publica artículos de investigación y difusión de arquitectura en www.jaumeprat.com. Diseñó el Pabellón de Cataluña de la Bienal de Arquitectura de Venecia en 2016 asociado con la arquitecta Jelena Prokopjevic y el director de cine Isaki Lacuesta. Le gusta ocuparse de los límites de la arquitectura y su relación con las otras artes, con sus usuarios y con la ciudad.
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análisis

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De què parlem quan parlem d’Oíza


Francisco Javier Sáenz de Oíza es uno de los arquitectos más importantes de la segunda mitad del siglo XX español, un siglo que, cuando nos referimos al arte, aparece partido en dos por la tragedia de la Guerra Civil y el periodo autárquico del inicio de la dictadura.

La figura de Oíza se enmarca en un consenso que lo deja (por l que respecta a Madrid) arriba de un canon poco discutido junto con Alejandro de la Sota, Miguel Fisac y Fernando Higueras. Lo que une a todas estas figuras y otras que me pueda dejar es su consideración de artistas. Es cierto que algunos fueron profesores. Es cierto que su obra se puede sistematizar, extrapolar, abstraer y usar como sistema para crear muchas arquitecturas atractivas, pero también es cierto que esta consideración es secundaria: a estos arquitectos se los aprecia y se los mide por su obra. Normal: pocas obras de arte me han provocado emociones tan profundas como las que haya podido sentir visitando el Rascainfiernos de Higueras, la iglesia de Fisac en Vitoria o el CENIM de De la sota. Todas ellas se sitúan más allá de las palabras, o de las fotos.

También es curioso cómo este consenso ha apartado(1) a arquitectos con una marcada faceta institucional como Rafael de la Hoz, Oriol Bohigas o, antes de la guerra, Josep Puig i Cadafalch, el arquitecto institucional más importante que jamás haya habido en España. Todos ellos han hecho esfuerzos de organización y de gobierno estructurales, definitorios. Y a todos ellos se los sigue juzgando por su obra construida obviando que sin su concurso y el de tantos otros que han escogido este camino este país hubiese sido diferente.

El pasado 2018 se ha celebrado el centenario de Oíza.

Me gustaría analizarlo como fenómeno comunicativo.

Y, por desgracia, tendré que empezar este análisis diciendo que este centenario ha sido un fracaso.

Me explico: no ha generado el suficiente impacto mediático, no ha permitido un debate público que haga posible que nos podamos hacer todavía más nuestra la figura de este arquitecto.

Si consideramos al Oíza artista encontraremos que está a la altura de tótems como Chillida, Tàpies, Palazuelo, Antonio López u Oteiza. Oíza es mucho más desconocido que cualquiera de estas figuras. Y la celebración del centenario no lo ha cambiado. De hecho, fuera del mundo de la arquitectura Oíza es poco más que un nombre divorciado de su obra. Y es que estamos hablando del arquitecto que, entre muchísimas otras cosas, ha dado dos de los símbolos principales del Madrid moderno: De entrada, la torre del Banco de Bilbao, que preside un buen trecho del paseo de la Castellana aprovechado las visuales despejadas que le proporcionan los Nuevos Ministerios. La torre del Banco del Bilbao es una de las torres(2) más importantes de Europa. Pero es que Oíza es también el autor de Torres Blancas, indudablemente uno de los edificios de vivienda más importantes del mundo. Vuelvo a quedarme sin palabras par definir qué son Torres Blancas. Su fama ha sobrepasado el mundo de la arquitectura y ha pasado a la pintura de Antonio López y al arte más popular de todos: el cine, tanto el cine español, con películas tan relevantes como El crack, de José Luís Garci, o la reciente Tiempo después(3), de José Luís Cuerda, como el de Hollywood: los elfos del Hobbit viven en Torres Blancas, que además se convirtieron en escenario de la extraña, fascinante e hipnótica The limits of control, de Jim Jarmusch, que escribió parte del guión en función de este edificio.

Este centenario celebra exactamente lo mismo que se celebra con nel canon: un arquitecto famoso por su obra, que pasa por encima de la consideración de su figura como profesor o como teórico. Adicionalmente, este centenario celebra la figura de una persona con una visión empresarial miope en el mejor de los casos, de alguien que jamás quiso crear una infraestructura que protegiese su estudio en tiempos de crisis, evitando tomar socios o alcanzar más de lo que él mismo podía hacer únicamente con sus manos. Es decir, Oíza es un reflejo de cómo se ha ejercido mayoritariamente la arquitectura en este país. Esta consideración vuelve a chocar con la de los arquitectos institucionales que he mencionado anteriormente, más ágiles en este sentido: el estudio de Rafael de la Hoz es actualmente mucho más importante que cuando vivía. Bohigas fue capaz de crear una infraestructura con decenas de empleados, etcétera.

Esto me hace preguntarme qué hemos vendido con este centenario.

Los dos eventos más importantes han sido una exposición en el COAM y un libro escrito por su discípulo José Vellés. Los dos eventos han celebrado al Oíza artista. Se ha hablado poco de arquitectura y todavía menos de crítica, papel que ha sido parcialmente suplido por artículos publicados en la Red. Vellés, en su libro (un libro de arte fantásticamente escrito, por cierto), glosa las obras como si estuviesen colgadas en un museo: se lamenta cuando se ha substituido uno de los elementos originales, aun cuando éstos no respondan a los estándares de confort, sostenibilidad y seguridad actuales, y rechaza dos obras como son la delegación de hacienda de Donostia y la facultad de educación de Córdoba tan sólo por no haber sido dirigidas por el arquitecto(4).

La celebración de este centenario, enmarcada dentro de la comunicación de lo que hacemos los arquitectos, es totalmente contradictoria con los otros mensajes que la profesión se empeña en proferir: servicio, dedicación, valor añadido solucionando problemas afrontándolos tan de raíz que éstos desaparecen y se convierten en punto de partida de una mejora urbana. Los valores que trasmite Oíza: individualismo, obras tratadas como un elemento frágil, casi fuera de este mundo, exaltación de los exabruptos de un polemista que preparaba sus apariciones públicas como si de un actor se tratase, obviando cualquier aspecto que no fuese una análisis psicoanalítica de una obra que, sin necesidad de una revisión crítica demasiado profunda, va muchísimo más allá de eso.

Y más: si hemos celebrado el Oíza artista, ¿por qué no lo hemos hecho en espacios tradicionalmente reservados al arte en mayúscula tales como el Reina Sofía o el MACBA? O incluso el V&A de Londres, o el MOMA. La figura es perfectamente exportable. Estamos hablando de un arquitecto que, entre otras cosas, convirtió Aránzazu en la puerta de entrada del arte contemporáneo en España, o que colaboró al principio y al final de su vida profesional con amigos como el ya citado Jorge Oteiza, actualmente una de las figuras definitorias, centrales, del arte español contemporáneo al arquitecto. Y no colaboró con él en el sentido de incorporar esculturas en sus edificios, sino de unir arquitectura y escultura como si fuesen una sola cosa en proyectos como la Capilla del Camino de Santiago o la alucinante propuesta para la Alhóndiga, una exaltación del espacio en bruto proyectada conjuntamente con Juan Daniel Fullaondo.

Es decir, comunicativamente el centenario se ha quedado a medio camino de todo. Sobre todo si tenemos en cuenta que los dos mensajes no tienen por qué ser contradictorios. La arquitectura es un fenómeno complejo. En lugar de explicarlo de esta manera, desde una globalidad bien entendida, desde la incorporación de la obra de arte complementada con su función social se fragmenta el mensaje mutilándolo hasta dejar que se contradiga. Deberíamos de vender servicio y arte simultáneamente. Deberíamos de propugnar catalogaciones más extensas y más compatibles con el uso. Y, más urgente, deberíamos de saber cómo exhibir todo esto. Porque todavía no sabemos: a las pocas exposiciones generalistas que se han hecho me remito.

Mientras esto siga así seguiremos confundiendo al personal, la profesión se resentirá de ello y figuras como Oíza seguirán siendo injustamente desconocidas.


 

(1) Y he dicho apartado, que no despreciado. Afortunadamente.

(2) Digo torre y no rascacielos porque sólo tiene 103 metros de altura, No se puede empezar a hablar de rascacielos por debajo de los docientos metros y, actualmente, diría que no se puede empezar a hablar de rascacielos por debajo de los trescientos cincuenta metros.

(3) Tiempo Después hace algo extraño: convierte una fusión de Torres Blancas y el Instituto Nacional de Patrimonio, de Fernando Higueras, en el último edificio de la Tierra. Por temas de producción Higueras gana a Oíza por goleada, lo que mueve algo a confusión, ya que casi todo el metraje del edificio está rodado en este segundo edificio.

(4) Estamos hablando de dos edificios magníficos, bellos, que han servido y sirven bien al a comunidad. En el caso del de Donostia la alteración del proyecto probablemente lo salvó al suplir una fachada de mur-cortina de acero que no hubiese funcionado por una de obra con ventanas corridas compuesta con gracia y sensibilidad. Pero en los dos casos se ha perdido el plus de intensidad que hubiesen tenido con el concurso del artista.

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