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La crisis de la vivienda confirma la imposición de una plutocracia

La crisis de 2008 provocó un fenómeno sísmico que ha derivado en que las democracias occidentales han dado paso a un sistema en el que la voz de la ciudadanía no existe, sino que el destino está marcado en base a los intereses y las decisiones de las clases dominantes

José Antonio Gómez
José Antonio Gómez
Director de Diario16. Escritor y analista político. Autor de los ensayos políticos "Gobernar es repartir dolor", "Regeneración", "El líder que marchitó a la Rosa", "IRPH: Operación de Estado" y de las novelas "Josaphat" y "El futuro nos espera".
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análisis

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El mundo cambió en 2008. La caída de Lehman Brothers fue uno de esos momentos sísmicos que convulsionan a la humanidad. En perspectiva, se podría decir que la crisis económica mundial que se inició en aquel año ha provocado unas consecuencias similares al meteorito que extinguió a los dinosaurios. Hace más de 60 millones de años fue un fenómeno natural. En 2008 se perpetró una especie de golpe de Estado a la humanidad en el que los regímenes democráticos fueron destruidos y sustituidos por una plutocracia absoluta.

En una democracia, las personas identifican los problemas a los que se enfrentan y con un trabajo conjunto intentan encontrar soluciones efectivas a los problemas reales. En una plutocracia, por el contrario, los más ricos de una sociedad emplean su poder para explotar los problemas más apremiantes de todo un pueblo y mantener las soluciones reales fuera de la mesa para obtener beneficio e incrementar más riqueza.

En la actualidad, tras la crisis de 2008, las democracias occidentales han dado paso a una profunda situación plutocrática. Hay demasiadas muestras que confirman lo anterior: control de la administración de justicia, políticas fiscales a la carta, destrucción del Estado del Bienestar, depreciación de las condiciones laborales y salariales de las clases medias y trabajadoras mientras las élites aumentan su riqueza, sumisión de la política a los intereses de las clases dominantes. Sin embargo, destaca la actual crisis de la vivienda y la respuesta ineficaz que los gobiernos están dando que, finalmente, favorece a los ricos y a los grandes intereses financieros y económicos.

Para los más jóvenes el sueño de formar una familia con una casa propia se ha convertido en una pesadilla constante. Más del 30 por ciento de las personas de entre 25 y 34 años no pueden independizarse en las democracias occidentales. La población de hogares multigeneracionales se ha cuadruplicado desde los primeros ataques neoliberales al Estado del Bienestar iniciado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher.

Estas cifras demuestran que cada vez menos jóvenes que viven en países supuestamente desarrollados pueden permitirse una casa propia. En general, alrededor del 85 por ciento de las familias que alquilan no pueden acceder a una hipoteca. Las personas que compran su vivienda por primera vez ya habían cumplido 36 años. Antes de los ataques neoliberales al Estado del Bienestar, los jóvenes se convertían en compradores de vivienda a partir de los 25 años.

La realidad económica latente detrás de todas estas estadísticas es clara: la proporción de la riqueza es cada vez menor entre las clases medias y trabajadoras que a mediados de la década de 1990, poseía el doble de riqueza que el 1 por ciento más rico del mundo. En 2023 la situación se ha dado la vuelta y esa minoría de ricos ya acumulaba más riqueza que la suma de esas clases medias y trabajadoras.

Los más ricos de las democracias occidentales no sólo están disfrutando de ese cambio, sino que lo están explotando en una amplia variedad de frentes relacionados con la vivienda.

Algunas de las grandes fortunas que copan los primeros puestos de la lista Forbes están muy ocupados convirtiendo el sueño de ser dueño de su propia casa en la sucia realidad del siglo XXI de alquilar su propia casa para siempre. Estos ricos y las corporaciones que dirigen han pasado los últimos años comprando casas para la venta y convirtiendo sus nuevas compras en propiedades de alquiler.

En las grandes capitales occidentales, los grandes inversores han representado entre un cuarto y un tercio de las compras de viviendas. Además, no lo hacen a través de acciones unipersonales sino que lo realizan por medio de fondos de inversión. Esto lo hacen porque los propietarios corporativos tienen más facilidades a la hora de desahuciar a los inquilinos, aumentar unilateralmente el precio del alquiler y eludir las reparaciones y el mantenimiento necesarios.

A pesar de la crueldad de esta situación, hay políticos defensores de los privilegios de los más ricos y, bajo la coartada del libre mercado o, directamente, apelando a la libertad.

Estos políticos, desde la socialdemocracia al neoliberalismo cercano al Tea Party, señalan que las empresas de capital privado y otros inversores institucionales son los que mueven el mercado inmobiliario. Sin embargo, lo que están haciendo es especular con un derecho fundamental reconocido por todas las constituciones democráticas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, llegando en muchas de las economías más avanzadas a comprar de una tacada barrios enteros.

Mientras tanto, otros actores con mucho dinero están explotando de otro modo la insuficiente oferta de viviendas sociales o de coste asequible para las clases medias y trabajadoras. asequibles en Estados Unidos. Diferentes informes independientes señalan que en el mundo hay un déficit de más de 180 millones de viviendas que permitan el acceso universal.

El poder que los sectores financieros, económicos y empresariales ejercen sobre los gobiernos es tal que ninguna de las reformas necesarias será aprobada por los gobiernos democráticos occidentales. La soberanía del pueblo ha sido sustituida por la plutocracia más absoluta. Los más ricos no sólo tienen los medios para explotar las necesidades reales de las familias. Su poder sobre los políticos condena y retrasa soluciones reales a los problemas a los que se enfrentan las clases medias y trabajadoras.

Los gobiernos democráticos de cualquier ideología están obligados a empezar a pensar en grande. La ciudadanía precisa que se empiece a redistribuir las fabulosas cantidades de riqueza que se han concentrado en las cumbres económicas de los países occidentales. Sin esa redistribución, los más ricos seguirán enriqueciéndose gracias las necesidades insatisfechas más apremiantes de la sociedad actual.

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