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La Justicia española no necesita una reforma, precisa una revolución

No se ha abordado una reforma en profundidad a pesar de las modificaciones insuficientes que se han hecho a lo largo de todos estos años

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análisis

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Los políticos de la Transición dejaron en un segundo plano la reforma de una justicia profundamente arraigada en los principios franquistas. El resultado es que, 48 años después, el llamado “poder judicial” se encuentra al borde del colapso. La pérdida de autoridad moral de las instituciones y organismos de control, la ineficacia de las resoluciones por falta de medios para hacerlas cumplir, las carencias técnicas de las leyes cuya consecuencia es la contradicción entre las instancias a la hora de sentenciar, y las continuas divisiones entre los colectivos que prestan sus servicios con la convocatoria de huelgas que dificultan la actividad diaria de los juzgados son algunas de las causas que han llevado a esta situación. Pero el fondo de la cuestión es estructural. No se ha abordado una reforma en profundidad a pesar de las modificaciones insuficientes que se han hecho a lo largo de todos estos años. Hace falta que los políticos se sienten a negociar un pacto que desemboque en una nueva justicia más cercana al ciudadano y más eficiente.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, los países ganadores acometieron una reforma estructural de la justicia que garantizara la independencia, la imparcialidad y la eficacia. Se quiso neutralizar, de esta manera, cualquier interferencia de los poderes políticos en un servicio tan fundamental como es el de impartir justicia. Pero España no entró en este juego. La dictadura de Franco edificó su propia administración. Esa cuyas modificaciones en la transición se quedaron cortas y, por lo tanto, mantiene resquicios franquistas

Bruselas lo viene avisando. Pero esas advertencias se quedan, en que hay que modificar la elección y el funcionamiento de los órganos de gestión y gobierno de los jueces, en el Consejo General del Poder Judicial “para separar los poderes del Estado y convertir en independiente el correspondiente a la administración de justicia”. Unas advertencias adecuadas a países donde las interferencias de los políticos son evidentes, como es el caso de Hungría y Polonia, y, en menor medida, pero con intentos de proyectos parecidos, en Italia y Holanda.

Pero este país necesita más que eso. Necesita una verdadera revolución en la justicia. De abajo, empezando por los juzgados de primera instancia, desbordados y a los que hay que aligerar su carga de trabajo, hasta el Supremo donde, desde hace años, se ha producido una paulatina contaminación política de los magistrados en la que, a la hora de dictar sentencia, influye la ideología que profesan por encima de sus competencias profesionales. Todo ello como consecuencia del sistema de designación. Los miembros del Supremo los elige el presidente del CGPJ y en la etapa en que estuvo al frente el conservador Carlos Lesmes la gran mayoría de plazas se cubrieron con jueces que no sólo eran conservadores, afines a un partido concreto, el PP, sino que encima lo reflejaban en sus resoluciones. Ello obligó al gobierno a promulgar un decreto para paralizar este tipo de nombramientos mientras el Consejo estuviese en funciones.

Otra instancia judicial que requiere una profunda reestructuración es la Audiencia Nacional. En la transición, y para evitar que los poderes fácticos alzasen la voz, se decidió convertir el represor Tribunal de Orden Público, el TOP, en un organismo que investigase y juzgase los delitos que sobrepasan la jurisdicción territorial, los de ámbito económico, el narcotráfico, el crimen organizado y el terrorismo, entre otros. A finales del siglo pasado, la Audiencia Nacional se dedicaba, casi exclusivamente, a juzgar las actuaciones de ETA. Cuando empezaron a llegar querellas y denuncias por actuaciones económicas y financieras que podían ser constitutivas de delito, hubo que formar a jueces y fiscales porque carecían de los conocimientos suficientes como para enfrentarse a casos tan complejos como el de la quiebra de Banesto, por poner un ejemplo. Hoy, a estas alturas, los jueces de instrucción de la AN siguen evidenciando una gran ignorancia. Hasta el punto de que el encargado del Caso Popular, José Luis Calama, reclama a los peritos del Banco de España, conclusiones que, de hacerse como se piden, los funcionarios podrían estar violando la ley, según denunció nuestro compañero Esteban P. Cano este pasado 14 de abril aquí mismo, en Diario 16.

La Audiencia Nacional ha quedado obsoleta. Urge una modificación de su estructura y funcionamiento por no decir que habría que plantearse su eliminación. Expertos jurídicos siguen considerando esta instancia una “jurisdicción extraordinaria” y ha habido casos de reclamaciones del derecho al “juez ordinario” contemplado en la Constitución. Si alguno de los recursos presentados exigiendo el derecho al juez natural acaba por prosperar se tendría que llevar a cabo una verdadera revolución en la judicatura. Y, por supuesto, la AN sería la instancia más perjudicada.

También los tribunales superiores de justicia territoriales están cuestionados. Y en eso tiene mucho que ver el reparto de competencias de las tres administraciones que tienen influencia en el mundo judicial. En primer lugar, encontramos un deteriorado y desacreditado Consejo General del Poder Judicial que requiere una renovación que, de momento, no se lleva a cabo por la división política existente. Otras competencias las tiene el ministerio de Justicia. Y, por último, las de las comunidades autónomas que se dedican, más que nada, a levantar faraónicos edificios que luego llaman “ciudades de la justicia” ineficaces a todas luces cuando lo que en realidad hace falta, y es el modelo que se está instalando en Europa, es descentralizar al máximo las actuaciones de jueces y fiscales.

Habría que plantearse el modelo francés de las “casas de la justicia” en los barrios y pequeñas ciudades. Un modelo muy parecido al español del siglo pasado de los llamados “juzgados municipales”. Las “casas de la justicia” francesas no son otra cosa que unos juzgados de distrito donde se resuelven las causas menores que reducen la carga de trabajo de los de primera instancia. El proyecto de ley de Eficiencia Procesal se ha basado en este modelo francés para la creación de las oficinas judiciales. Pero es casi seguro que dicho proyecto de ley quedará aparcado en algún cajón del Congreso, al menos en esta legislatura, porque cuenta con muchas reticencias entre otras las de los representantes sindicales de los funcionarios de justicia.

Los juzgados de primera instancia son otros organismos obsoletos, fruto de la estructura judicial franquista. Deben ser reconvertidos. Y acabar de una vez por todas con las instrucciones judiciales penales. Recuperar ese viejo proyecto de que sean los fiscales los que instruyan las diligencias, sobre todo en lo que se refiere a los delitos contemplados en el Código Penal.

En la última encuesta del CIS, la justicia obtuvo sólo un 3 sobre 10 en la valoración ciudadana. Por eso es necesario abordar el problema que se ha generado y buscar soluciones. Hay muchos aspectos en el poder judicial que deberían ser revisados profundamente. El problema es que, tal y como está la situación política actual, es muy difícil, ni siquiera, sentar a los políticos para hablar de todo esto y acometer un cambio estructural. Ese cambio que debió de hacerse hace 48 años pero que nadie se atrevió a plantear. Y así están las cosas como están.

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2 COMENTARIOS

  1. Creer en la justicia en un sistema capitalista es como creer que existen: «los pajaritos preñados». Dos verdades juntas no dan una verdad, porque si; los pajaritos, existen; la preñez, existe; pero los pajaritos preñados, NO.
    Hay un dicho criollo que sintetiza lo que es la justicia: «La ley para el pendejo y la cárcel para el pobre». Todo lo demás son predicas engañabobos.

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