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La pipa y la razón insuficiente

Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos
Doctor en Historia
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análisis

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Dicen que una imagen vale más que mil palabras. De hecho, ese es un tópico para perezosos. La imagen, sin la palabra que le proporcione sentido, no significa nada. Así sucede con la pipa de René Magritte, una obra que adquiere su profundo sentido filosófico gracias a una sencilla frase:  “ceci n’est pas una pipe”. ¿Cómo que no, si es lo que estoy viendo con mis propios ojos? Como que no. Lo que contemplamos es la representación de un objeto, no el objeto en sí. Magritte, de esta forma, nos invita a reflexionar sobre la relación entre el mundo físico y las herramientas que utilizamos para aprehender esa realidad.

En el mundo académico, para construir nuestro conocimiento, forjamos conceptos, elaboramos teorías. Todo ello no son los hechos sino reconstrucciones intelectuales de los mismos. Esta distinción, sin embargo, no resulta evidente para todo el mundo. El dogmatismo puede llevarnos fácilmente a confundir la explicación con la cosa explicada, sin que nos demos cuenta de que una hipótesis ha de poder verificarse. Es, por definición, algo provisional que puede estar sujeto a revisión en cuanto surjan nuevos datos. La ciencia, incluso la de mejor calidad, se aviene mal con las verdades absolutas. El problema es cuando convertimos la razón, esa formidable herramienta, en el origen de certezas irracionales. Se empieza, como Robespierre, ridiculizando al dios cristiano, y se acaba organizando un culto a la diosa razón, como si no estuviéramos delante de una contradicción de términos.

Desde el movimiento ilustrado hemos tendido a creer que el poder redentor de la racionalidad frente los horrores de este mundo. Las emociones nos llevarían por el mal camino, haciéndonos esclavos de nuestros impulsos. La razón, en cambio, nos permitiría elegir las mejores opciones para ser más libres. Todo esto es, por supuesto, un cuento de hadas. La revolución de 1789, supuestamente, iba a conducirnos a un paraíso democrático. Poco después, sin embargo, París le llenaba de guillotinas. ¿De qué había servido entonces la lógica de tantas mentes brillantes? Podemos teorizar todo lo que queramos, pero la historia está llena de ejemplos en que los mejores cerebros cometen errores garrafales con resultados catastróficos.

La separación tajante entre razón y emoción remite a una antropología dualista que nos recuerda la vieja distinción cristiana entre cuerpo y alma. Pero, si nos alejamos de la torre de marfil de los filósofos y nos adentramos en la vida práctica, esa distinción se vuelve imprecisa. Porque el ser humano es una mezcla inseparable de ambos elementos. Como bien dice Edgar Morin, el homo sapiens es también homo demens. La misma persona está compuesta de razón y de pasión. No se trata de rechazar para quedarnos con la otra sino de saber utilizar ambas, de forma que se complementen y se iluminen la una a la otra. Morin nos lo explica con una claridad rotunda: “Toda pasión debe comportar una parte de razón como lámpara de vela y (…) toda razón debe comportar una parte de pasión como combustible”.

La pasión como combustible de la razón. Exacto. No conseguiremos cambiar el mundo si esgrimimos solo áridos conceptos. La razón nos dirá qué hacer pero no sirve para darnos un porqué. ¿Debemos luchar por un mundo más justo? ¿Hemos de ser solidarios con personas que ni siquiera conocemos? Sin un componente emocional, estas preguntas no tienen respuesta. En cuanto reconocemos a los demás como hermanos, apelamos a un elemento que va más allá del entendimiento en tanto que brota del corazón. Incluso un marxista como el Che Guevara, materialista por definición, supo verlo cuando afirmó que el verdadero revolucionario está guiado por sus sentimientos hacia los demás. Quería decir, lúcidamente, que la simple doctrina no basta. Nadie se sacrifica por un concepto, sí por una pasión. En cambio, el que no va más allá de las ideas, sacrificará a los demás. Porque, desde su mundo de abstracciones, no percibirá a los disidentes como iguales sino como herejes a los que hay que destruir.

La historiografía de izquierdas, sin embargo, tiende a imaginar a unos sujetos guiados únicamente por cálculo de intereses materiales, con lo que deja fuera de su ámbito de estudio todo lo que pertenece al mundo de los valores y de la necesidad de autoestima y reconocimiento. Elementos tan importantes como, por ejemplo, la religión, no se entienden si es que no se reducen a algún tipo de variable economicista. El resultado de este reduccionismo, lejos de ser un producto de la razón, lo es de la racionalización. Inventamos una teoría y después intentamos que la realidad encaje en ella a martillazos, sin molestarnos en estudiar circunstancias concretas, seres de carne y hueso. Todo son dogmas asfixiantes que debemos aceptar, paradójicamente, por fe. Pero, como bien nos recuerda Morin, para entender correctamente el devenir histórico debemos poner a copular a Marx con Shakespeare.

¿Razón contra emoción? De ninguna manera. Si nos fijamos en Big Bang Theory, la popular serie televisiva, vemos que la inteligencia de Sheldon, por si sola, resulta poco eficaz. Le falta empatía. ¿Cómo va a ser persuasivo alguien, por más razón que tenga, sin un mínimo de consideración hacia sus semejantes? El ideal sería poder mezclar al irritante doctor Cooper con la encantadora Penny, una demostración palpable de que conocimientos académicos e inteligencia no son lo mismo. Ella es inculta, sí, pero posee un sentido común del que carecen sus amigos cerebritos y posee el don de resolver problemas que muchas veces salen de los delirios de sus compañeros. Visto lo visto, quizá no sea mala idea lo que ha dicho recientemente la historiadora Mercedes Vilanova: pongamos a un analfabeto en el Ministerio de Hacienda.

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