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Leo Messi, gran jeque de Catar

El astro argentino se corona como el mejor futbolista de la historia en el Mundial de la infamia

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análisis

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Leo Messi ya tiene su ansiado Mundial. Ahora nadie le podrá quitar el mérito de haber sido el mejor jugador de fútbol de su tiempo, quizá de la historia. Atrás quedan los fracasos, los mundiales de la frustración, la ira de la hinchada que lo ninguneó como un segundón de Maradona, las Copas de América en las que el pibe naufragaba junto a una tropa que, todo hay que decirlo, nunca estuvo a la altura del general. El fútbol es un deporte de equipo y La Pulga nunca contó, hasta hoy, con escuderos de la talla de los Valdano, Passarella, Burruchaga y demás, aquel bravo ejército de guerrilleros que arroparon al Pelusa en México 86 y que jugaban con la rabia y la furia de soldados dispuestos a defender las Malvinas frente a las invasiones de la Pérfida Albión.

La noche ha sido larga y llena de emoción, como decía Gabinete Caligari. Argentina se despierta con el resacón de la victoria y algunos hasta se han subido a la cúspide del Obelisco, tal es la explosión de alegría de toda una nación que atraviesa por un momento político complicado. Los adeptos de la Iglesia Maradoniana preparan misas en todo el país para perdonar los pecados futbolísticos de Messi. El crack fallón que no la metía en el momento decisivo, el pecho frío que solo jugaba cuando quería y que siempre sacaba lo mejor de su magia con el Barça, nunca con la Albiceleste, ha sido redimido por fin. Van a subir al nuevo astro rey a los altares del fútbol, colocándolo a la altura de aquel dios peludo que volaba a reacción como un barrilete cósmico, quitándose ingleses de encima, camino de la eternidad. Si Maradona es el Ser Supremo, Messi es su mesías, exclaman ahora los mismos que antes lo crucificaban. Hasta la monja indepe, sor Lucía Caram, ha caído ya en la herejía de hacer del fútbol la nueva religión.

Todas las tertulias giran en torno a una pregunta: ¿quién ha sido mejor jugador? ¿Qué diez encarna el ideal de número uno de todos los tiempos? Preparémonos para horas interminables de filosofía futbolera, ensayos y libros sobre la cuestión. Dicen los sesudos del Chiringuito de Pedrerol que Maradona fue más líder de masas, más leyenda o icono global, una especie de Che Guevara del fútbol que guiaba a los parias de la famélica legión hacia la perpetua revolución de los oprimidos pueblos sudamericanos. Un activista antiyanqui convencido que no dejaba pasar la oportunidad de disparar contra el Tío Sam. Quienes analizan su dimensión histórica lo comparan en fuerza mediática y social con el mismísimo Muhammad Ali, aquel boxeador contra el racismo que se negó a ser reclutado para la guerra de Vietnam y que arrojó su medalla olímpica a un río, en señal de protesta, después de que lo echaran de un restaurante por negro. Más callado, previsible y correcto, Messi carecería de esa proyección política e histórica, según los finos analistas del Marca. Quién sabe. Unos tomarán partido por el pibe que practicaba el tiro libre sobre las rayas de la camorra napolitana; otros se alinearán con el chico tímido de Rosario que driblaba como nadie a los inspectores de Hacienda. Tristes mitos los del mundo de hoy, malos referentes de cartón piedra, frágiles ídolos con pies de barro.

La final del Mundial de Catar quedará para siempre como la mejor en la historia de los mundiales. Ni el más avezado de los guionistas de Netflix hubiese escrito un guion tan trepidante para el partido que ayer disputaron Argentina y Francia. Ni Alfred Hitchcock, el maestro del suspense cinematográfico, hubiese sido capaz de idear una historia con un final tan increíble y taquicárdico. Por momentos Messi parecía imbuido por el espíritu de Maradona (solo le faltó meter un gol con la mano, la mano de Dios) y hasta se vio obligado a resucitar tres veces (tantas como tuvo que remontar Argentina para alzarse con el triunfo ante los franceses). Sin embargo, un espectáculo tan grandioso, el partido de todos los tiempos, tuvo un broche bochornoso, como lo ha sido la organización de este torneo que nunca debió haberse celebrado. Esa imagen del jeque Al Thani enfundando a Leo Messi en el bisht (la bata de la familia real catarí), mientras la estrella del balompié sonríe cándidamente con la copa entre sus manos, como un niño inocente con el juguete nuevo regalado por papá, no se olvidará jamás. El emir ha sabido manipular el deporte y proyectarlo al futuro como parte de la campaña de propaganda para blanquear su nauseabundo régimen teocrático, machista, homófobo y racista. Mientras la pelota rodaba y el mundo anestesiado miraba hacia otro lado, las mujeres eran flageladas por sus maridos, los homosexuales reprimidos y miles de trabajadores utilizados como esclavos en la construcción de los estadios de la muerte.

Para completar el drama ante el que cierra los ojos la comunidad internacional, el futbolista iraní Amir Nasr-Azadani era condenado a muerte por apoyar las protestas en favor de los derechos de las mujeres en su país. En las próximas horas podría ser colgado por el cuello en una grúa. La ceremonia de entrega de trofeos del Mundial, una vez terminado el campeonato, era la ocasión perfecta para levantar la voz, para organizar algún tipo de protesta o boicot ante tantas tropelías cometidas en el mundo fundamentalista islámico. Nadie esperaba que Messi hiciese un alegato político en defensa de los derechos humanos y en contra del patrón del PSG que le da de comer (aunque el diez de la zurda de oro patea la pelota como los ángeles, anda escaso de retórica, de brillantez intelectual y de compromiso social). Pero hubiese sido suficiente con que se quitara ese siniestro capote negro que el jeque colocó sobre sus espaldas, dándole el aspecto de un abducido Harry Potter del balón. Hubiese bastado con una frase bien dicha como la que habría soltado el gran Cassius Clay en un momento tan crítico para la humanidad. No lo hizo. Y en su elocuente silencio el jeque catarí obtuvo su minuto de oro televisivo más soñado: todo el planeta rendido a sus pies, el nuevo rey del fútbol abrazándole fraternalmente bajo su manto y hasta Macron bailando al son de los petrodólares manchados de sangre. Qué asco.

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