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Manuel Vicent pinta su ‘sorolla’ más sombrío

‘Ava en la noche’ es la incesante búsqueda de una entelequia entre los cascotes de la herrumbre de una España casposa y torturadora con el peculiar estilo pirotécnico de un implacable domador de adjetivos

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análisis

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La literatura de Manuel Vicent (Vilavella, Castellón, 1936) se ha mantenido fiel a sí misma durante décadas, desde sus inicios. Así lo confirma su última novela, Ava en la noche, una sombría y bella entelequia hilvanada sobre algunas de las aristas que mejor retratan la grisura rijosa y cruel del franquismo ya plenamente asentado de finales de los 50. Tanta es la fidelidad a sí mismo que su peculiar estilo marca una pauta bien delimitada que llega a dar nombre a toda una forma de escritura. Todo lo que pasa por la pluma del escritor castellonense es puramente vicentiano, nadie es capaz de hacerle sombra en su exquisito uso del lenguaje y ese tono evocador que adquieren siempre sus palabras, como pinceladas luminosas sobre un cuadro playero de su paisano Sorolla, aunque en esta ocasión Vicent ha pintado su sorolla más sombrío.

Ese ambiente de bar de serrín, escupitajo y barra de cinc, que pasaba sus días a 125 voltios mientras sus visitantes foráneos más insignes se bebían el agua de los floreros en hoteles de lujo, es el que pocos como Vicent saben aprehender con una prosa rica y fluida

Su temática, su estilo, su adjetivación, esa paleta de colores, olores y sabores que ensambla en sus historias con la maestría de un orfebre, esos lugares comunes de los que nos ha hecho partícipes para dar buena cuenta de todo un país a modo de cronista no oficial, tanto del reino actual como de la dictadura pasada, esos personajes en los que de un modo u otro todos nos queremos sentir identificados porque, a fin y al cabo nos hace sentir protagonistas de sus propias historias, que sentimos casi pertenecientes al séptimo arte más que a la literatura misma, tanto es el cromatismo que adquiere su estilo narrativo. De hecho, el cine tiene mucho que ver en esta novela…

El protagonista, un joven de provincias procedente de tierras levantinas que remite a veces a un trasunto del propio autor, quiere estudiar cine en la capital, donde se cuece todo. Son los años finales de los 50. El franquismo vive un momento de plenitud y estabilidad después del abrazo entre Eisenhower y el dictador tras ponerle la alfombra roja a las bases militares. Aquellas mismas estrellas de Hollywood que se caracterizaban de dignos republicanos en cintas memorables de novelas de Hemingway ahora se dejan ver con enormes curdas por los lugares más in de la noche madrileña, que también daba cobijo a algún que otro ajusticiado posteriormente a garrote, como el apesebrado por el régimen José Jarabo, sobrino del entonces presidente del Tribunal Supremo.

Beberse el agua de los floreros

Ese ambiente de bar de serrín, escupitajo y barra de cinc, que pasaba sus días a 125 voltios mientras sus visitantes foráneos más insignes se bebían el agua de los floreros en hoteles de lujo, es el que pocos como Vicent saben aprehender con una prosa rica y fluida, de descripción precisa, verbo florido y adjetivo perfecto. Si de algo puede presumir Vicent es de saber llevarnos a épocas de nuestro pasado más reciente sin necesidad de visitar una sala de cine. El mundo que relata lo resucita con un efecto luminoso que ni el séptimo arte logra igualar. La Ava Gardner de esta novela, que se convierte en un fantasma omnipresente, está más viva que nunca en el imaginario del lector, que apenas precisa de unas recreaciones bien llevadas a puerto por el autor de obras como Contra Paraíso, Son de mar o Tranvía a la Malvarrosa para hacerlas revivir en toda su plenitud.

Pese a la incuestionable belleza que rezuman todas las novelas de Vicent, aborde el tema que aborde, Ava en la noche le ha salido una de sus obras más sombrías por motivos evidentes. Cuando lo que se retrata es un país miserable que sobrevive bajo el yugo de un sistema opresor implacable, con torturadores como Billy El Niño y otros esbirros como protagonistas de relleno y también asesinos pijos como Jarabo, el resultado no puede ser otro que el del fiel retrato de lo que fue esta tierra durante muchos años: un lugar en permanente ansia de promisión donde los sueños difícilmente podían llegar a cumplirse por el empeño de unos pocos de convertirlo en una caldera infernal.

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