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Rusia organiza una macabra entrega de medallas para los soldados mutilados

Moscú sigue sin ofrecer datos reales sobre el número de bajas en el frente ucraniano

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análisis

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El Ejército ruso sigue ocultando las cifras de soldados caídos en campo de batalla. Falta de transparencia, propaganda y neolengua, ese es el estilo Putin, un dictador que va camino de emular las más tristes hazañas de los tiranos del siglo XX. Ayer, el régimen de Moscú volvió a dar un macabro espectáculo digno de los totalitarismos fascistas de antaño. La maquinaria de propaganda del Kremlin convocó a los periodistas y medios afines al Gobierno para que pudieran cubrir una de esas gloriosas ceremonias de condecoración y entrega de medallas, una farsa para contribuir a la exaltación de la patria.  

La escena, que tiene lugar en una fría sala de hospital, estremece por su grado de crueldad y deshumanización. Nueve muchachos mutilados, nueve soldados en silla de ruedas vestidos con una especie de pijama de rayas, forman marcialmente ante el viceministro de Defensa ruso, el coronel general Alexánder Fomin. Todos ellos son chicos muy jóvenes, unos con una pierna amputada u otro miembro seccionado, otros inválidos ya de por vida. El jerarca del Alto Mando va pasando, uno a uno, ante cada héroe forzoso para condecorarlo con la típica medalla de latón, una chapa que no vale nada más allá del valor sentimental que cada cual quiera darle. El coronel general clava la medalla en la blusa, a la altura del pecho del joven veterano, le estrecha la mano cortésmente y le dedica unas palabras afectuosas. El coronel general pone cara de póker y se limita a hacer el saludo militar esbozando una ligera sonrisa más protocolaria que otra cosa. El coronel general es un cabrón sin sentimientos que está pensando en salir de allí para olvidarse de esos rostros atormentados cuanto antes.

Así ha sido desde el origen de los tiempos. El viejo que hace la guerra, que brinda con champán en la retaguardia y que lleva la vida más cómoda posible mientras caen las bombas, anima al joven que ve destruida su vida dándole unas palmaditas en la espalda y un trozo de cobre que huele a estiércol. Muchachos sin otro futuro ya que quedarse quietos en una silla de ruedas durante el resto de sus días; muchachos a los que darán una pensión de mierda por haberse dejado los brazos y las piernas en las trincheras por alguna causa que nadie sabe explicarles muy bien. “La guerra es un lugar donde jóvenes que no se conocen y no se odian se matan entre sí por la decisión de viejos que se conocen y se odian, pero no se matan”, decía Erich Hartman.

Cada soldado mutilado es una biografía truncada. Llegan al ejército de lugares muy diversos y distintos. Unos de zonas costeras donde anchos ríos mueren en el pacífico mar cubierto de barcos de pesca; otros de pueblos recónditos donde sus padres siguen segando los campos como se ha hecho desde hace miles de años; y los hay que vienen de grandes ciudades industriales donde trabajan en fábricas, en tiendas de fruta y verdura, amasando pan o como fontaneros o electricistas. El pueblo hace la guerra, el poderoso la disfruta como un juego. “Quiero volver a casa para seguir estudiando en la universidad”, se lamenta entre sollozos un soldado que ha caído en manos del enemigo ucraniano.

Todos los ilustres condecorados por el coronel eran diferentes antes de estallar la guerra, con cuerpos y almas distintas, no había uno igual a otro hasta que el ejército, a fuerza de dura instrucción y de retorcer sus cuerpos, logró despojarles de su espíritu y convertirlos en la misma y uniforme carne de cañón. Los cuarteles son mataderos de gente, fábricas para la gran industria de la muerte, cintas de reciclaje en las que ingresan cabezas sanas, alegres y brillantes y de las que salen mentes aleccionadas, traumatizadas, perturbadas. En la tétrica máquina entra la inocencia de la juventud y sale la maldad preparada para matar y morir. El odio y el miedo son el alimento que se les da a comer a los jóvenes soldados. Sin ese rancho malo, sin esa bazofia que envenena el alma, no habría guerreros, ni guerras, ni medallas o condecoraciones. “¿Qué tal, soldado? ¿Dispuesto a matar alemanes?”, pregunta el viejo general al joven soldado que va hacia una muerte segura en Senderos de gloria de Kubrick. “Recluta patoso, voy a hacer de ti un hombre aunque sea más difícil que encogérsela a los negros del Congo”, espeta el sargento chusquero fascista Hartman a un chaval al que le ha arrancado de cuajo el corazón en La chaqueta metálica (de nuevo el maestro Stanley). El patriotismo es el último refugio de los canallas.

En la fría y silenciosa sala del hospital ruso, el coronel general Alexánder Fomin se cuadra ante los chicos mutilados tras colocarles las pertinentes y burocráticas medallas. No tiene demasiado tiempo, la guerra no para y hay que seguir enviando carne al matadero. El frente ucraniano pide más madera, más sangre, más brazos, más piernas, una montaña inmensa de cadáveres y huesos putrefactos que se elevará como una escalera hacia el cielo entre el humo negro radiactivo de Chernóbil. Cada uno de los condecorados siente a su manera la absurda chapa que le han dado, pero sus rostros, todos ellos sin excepción, dibujan una mueca de dolor, de resentimiento, de amargura, de ira, rabia y sobre todo tristeza, una tristeza infinita. Miran como con asco al general que los homenajea hipócritamente, sienten deseos de preguntarle dónde está esa pierna, ese brazo, esos dedos que les faltan para acariciar a sus novias, para jugar con sus hijos, para abrazar a sus madres, para brindar con sus padres. Miran al chocho amo de la casaca aristócrata, que pide caja al final de sus días, reprochándole el engaño y con ganas de escupirle y de arrojarle esa medalla a la cara. ¿Para qué quiero yo un trozo de metal oxidado si ya no tengo futuro?, parecen querer decirle con el ceño fruncido y los ojos hambrientos de justicia.

Los jóvenes soldados enmudecen y callan en sus sillas de ruedas, la nueva cárcel que les ha tocado en suerte ya para siempre. Los jóvenes soldados se miran entre ellos sin entender nada y como queriendo gritar al mundo la verdad oculta. Los jóvenes soldados se observan unos a otros, aturdidos, quizá pensando: ¿por qué no viene el loco Putin a dar la cara de una puta vez?     

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