Los hechos sucedidos el pasado viernes en la Casa Blanca demuestran que Donald Trump no ha evolucionado, no por su personalidad, sino porque tiene comportamientos de liderazgo propios de las primeras tribus neardentales. La fuerza como elemento de ganar respeto. Un matón de instituto, un macarra de barrio, un autócrata que anhela, como ha reconocido, los regímenes autoritarios del Golfo Pérsico, las dictaduras caucásicas, incluida la de Vladimir Putin, y, en petit comité, envidia a Nicolás Maduro, al régimen cubano o a los ayatolás iraníes.
Esos anhelos autocráticos se comprueban en las decisiones que Trump ha llevado a efecto en el mes y medio que lleva en el poder. Las purgas sistemáticas de todos aquellos que pueden utilizar la ley para frenar sus planes de imponer una plutocracia en Estados Unidos o para reprimir cualquier atisbo de resistencia recuerdan mucho a las purgas de Mac Arthur o a las de Stalin. Ya ha implementado el cierre del acceso a la información a los periodistas que ponen negro sobre blanco, con noticias contrastadas y verificadas (no como lo que hace él en sus redes sociales), las barbaridades que está haciendo Trump. Hay que recordar cómo la persona elegida para dirigir el FBI expuso públicamente su intención de perseguir a todos aquellos que se opusieran a Trump.
El pasado viernes todo el mundo pudo comprobar la encerrona que los ultrasupremacistas que ocupan ahora la Casa Blanca le prepararon al presidente ucraniano, a un jefe de Estado. El perro de presa de Trump, el vicepresidente J.D. Vance, inició la guerra y su jefe, con su incontinencia verbal, hizo lo que mejor sabe hacer, ser un macarra.
Volodimir Zelensky tampoco es un demócrata, por más que vaya por el mundo pretendido dar esa imagen. Desde que ganó las elecciones se rodeó de grupos neonazis como el Batallón de Azov y persiguió a periodistas y movimientos políticos que se le oponían, tal y como publicamos en Diario16+, con documentación perfectamente contrastada, tres años antes de la invasión ilegal de Rusia a Ucrania. Sin embargo, lo de Trump fue muy grave que requiere una respuesta internacional, sobre todo de Europa.
Donald Trump es un estafador profesional. A lo largo de su vida siempre se ha presentado como un exitoso promotor inmobiliario que construyó edificios de oficinas y complejos turísticos y diseñó campos de golf en todo el mundo. En cambio, la realidad demuestra que Trump nunca fue un buen hombre de negocios: se declaró en quiebra seis veces a lo largo de su carrera y creó una serie de empresas fallidas, desde Trump Airlines, pasando por el casino Taj Majal, hasta Trump University, ésta última donde se estafaron varios millones de euros a los alumnos.
Sin embargo, el verdadero el talento singular de Trump es la destrucción. Ahora, en su segundo mandato como presidente de Estados Unidos está dando golpes con mazazos a todo lo que se le pone por delante. Eso sí, siempre favoreciendo los intereses de los multimillonarios que llenaron las cuentas de su campaña.
Trump parece que pretende poner en práctica el eslogan de Silicon Valley, adoptado con entusiasmo por su socio Elon Musk: «muévete rápido y rompe cosas». No obstante, no se trata de la destrucción creativa de un capitalismo en evolución. La mayoría de las veces, Trump se dedica a la destrucción no creativa, rompe cosas y las deja rotas, como está haciendo actualmente con el gobierno de Estados Unidos.
Ahora amenaza con hacer lo mismo con la política exterior basada en reglas, en el derecho internacional, empezando por la alianza transatlántica con Europa que Estados Unidos mantiene desde hace más de 75 años.
Si Trump se sale con la suya, la OTAN quedará en ruinas, Ucrania y varios ex estados soviéticos volverán a ser satélites de Moscú y la Unión Europea se habrá desmoronado gracias al apoyo que Trump ha dado a aliados de extrema derecha como los neonazis de AfD en Alemania, Fidesz en Hungría, Vox en España y Agrupación Nacional en Francia. La geopolítica ya no es una cuestión de estrategia.
Visión de borracho
Los esfuerzos de Trump en esa dirección durante su primer mandato se vieron limitados por un grupo de republicanos que ocupaban puestos en el Departamento de Estado y el Pentágono. Hoy, Trump se ha rodeado de fanáticos supremacistas y conspiranoicos que están igualmente ansiosos por romper las reglas. El equipo de Trump no sólo ha comenzado a revertir el esfuerzo encabezado por Estados Unidos para aislar a Rusia después de su invasión ilegal de territorio ucraniano, sino que ha desafiado todas las alianzas de Estados Unidos basadas en principios liberales y en la adhesión a preceptos fundamentales del derecho internacional.
No hay más que ver el discurso que el vicepresidente J. D. Vance pronunció en la Conferencia de Seguridad de Múnich, donde declaró, sin ningún tipo de rubor cívico que «la amenaza que más me preocupa con respecto a Europa no es Rusia, ni China, ni ningún otro actor externo. Lo que me preocupa es la amenaza que viene desde dentro, el retroceso de Europa respecto de algunos de sus valores más fundamentales, valores que comparte con los Estados Unidos de América».
Por supuesto, lo que Vance quiso decir en realidad fueron los valores que comparte con la administración Trump. Criticó la cancelación de las elecciones presidenciales en Rumania debido a la interferencia flagrante de Rusia, la negativa de las democracias europeas a asociarse con partidos de extrema derecha de ideología neofascista o, como en el caso de Alemania, neonazi, los tribunales europeos por criminalizar el discurso de odio y los gobiernos europeos por defender el derecho de la mujer a elegir sobre su maternidad.
Vance apenas mencionó a Ucrania en una conferencia centrada en la guerra que se libra allí, y sin embargo la guerra fue el telón de fondo de sus comentarios. El discurso de vicepresidente ultrasupremacista se produjo a mitad del lanzamiento de la nueva política de estos Estados Unidos hacia Rusia.
Donald Trump habló directamente con el presidente ruso, Vladimir Putin, el 12 de febrero. Acordaron mantener conversaciones de alto nivel entre el secretario de Estado Marco Rubio y el ministro de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, que tuvieron lugar en Arabia Saudí el 18 de febrero. Entretanto, el día de san Valentín, Vance envió su venenosa carta de amor a Europa.
Las conversaciones entre Moscú y Washington se celebraron sin la participación de los representantes ucranianos y sin la presencia de los gobiernos europeos. Por eso, a Vance le tocó explicar a los europeos en Múnich por qué no se les incluyó: porque Europa ya no habita en el universo amoral y depravado de Estados Unidos.
Al referirse a los líderes de la UE como «comisarios» en su discurso, Vance calificó efectivamente a la Unión Europea de «extrema izquierda», a pesar de que su liderazgo es, de hecho, bastante de derecha. Es lógico, para la ultraderecha estadounidense, el centro es un espacio ocupado por comunistas. La administración Trump ve en la Unión Europea muchas de las cosas que más desprecia: «diversidad, equidad, inclusión» (DEI), protección de los derechos civiles de las mujeres y la comunidad LGTBI, y una autoridad federal que implementa políticas de acuerdo con el consenso democrático. Trump, por su parte, defiende una falsa soberanía de los gobiernos locales, las grandes corporaciones, las instituciones religiosas y los grupos racistas y sexistas.
Los valores de Trump son los mismos que los del régimen autocrático de Putin en Rusia. El gobierno ruso ha atacado los derechos civiles de varios grupos, ha impuesto políticas «Profamilia» y anti LGTBI en la sociedad, ha promovido el discurso de odio y el lenguaje genocida (en relación con Ucrania), se ha asociado con partidos de extrema derecha en Europa y ha promovido la soberanía de todos los pequeños estados prorrusos en Georgia, Moldavia y el este de Ucrania.
De qué se trata realmente la guerra
La guerra en Ucrania no es un mero conflicto territorial, sino geopolítico. El origen del conflicto con Rusia en 2013-2014 fue el deseo de Ucrania de acercarse a Europa, tanto económica como políticamente. La UE representa todo lo que Putin detesta: un espacio políticamente liberal y culturalmente progresista que sirve como imán para todos los países postsoviéticos.
Al igual que las ideas revolucionarias francesas de los siglos XVIII y XIX que desafiaron a las potencias imperialistas establecidas, los valores europeos de democracia e inclusión (por muy imperfectamente implementados que hayan sido por la UE) se han extendido profundamente en el espacio postsoviético como un contraste directo con la ideología imperialista de Rusia.
Cuando hubo manifestaciones generalizadas en Rusia, antes de que Putin derogara de manera efectiva el derecho a la libertad de expresión, reunión y manifestación, las ideas europeas también sirvieron de inspiración para los activistas rusos que desafiaron directamente al gobierno de Putin. Recordemos a Anna Politkovskaya, Alexandre Litvinenko, Stanislav Markelov, Anastassia Baborova, Serguei Magnitsky, Natalia Estemirova, Mikhail Beketov, Boris Nemtsov, Vladimir Kara-Murza, Serguei Skripal o Alexei Navalny.
La perspectiva de la integración europea amenaza a Putin mucho más que la OTAN, que, después de todo, sirve como un fantasma útil para asustar a los ciudadanos rusos. Por eso el presidente ruso ha trabajado tan asiduamente para apoyar las voces euroescépticas y explotar las divisiones en la UE a través de aliados ideológicos como el húngaro Viktor Orbán y el eslovaco Robert Fico. Ahora, por fin, Putin tiene un socio estadounidense que puede servir como la otra cara del movimiento de pinza contra la UE y también contra Ucrania.
Trump el negociador
Durante su primer mandato, Trump estaba tan ansioso por negociar una salida estadounidense de Afganistán que firmó un acuerdo defectuoso con los talibanes que sentó las bases para el colapso del gobierno en Kabul y la precipitada retirada de las fuerzas estadounidenses.
Hasta ahora, Trump parece seguir el mismo plan de juego. Primero, ha tratado de extraer la mayor cantidad posible de riqueza mineral de Ucrania, un diktat que el líder ucraniano Volodimir Zelensky inicialmente se negó a firmar. En su afán por «poner fin» a la guerra en Ucrania, Trump aceptó la versión de la historia de Putin, según la cual «Ucrania inició la guerra», aunque ningún tanque ucraniano había atacado territorio ruso, y definió a Zelensky como «dictador».
En su reunión con Lavrov, Rubio se comprometió a que Estados Unidos negociara una cooperación económica con Rusia, en un momento en que Trump ha amenazado con imponer aranceles a aliados como Canadá y la UE.
En el plano económico, las políticas de Estados Unidos y Rusia están convergiendo. La economía rusa se basa en combustibles fósiles, se centra en la producción militar y está muy centralizada en manos de oligarcas, atributos que Trump admira y espera reproducir en su país. Además, Rusia trata a Ucrania como un sujeto colonial, que es como Trump quisiera que Estados Unidos tratara a Panamá (por el canal), Groenlandia (para extraer sus recursos naturales) e incluso a Canadá (absorbido como estado número 51).
En cierto sentido, Rusia es la encarnación del «moverse rápido y romper cosas», una fuerza anárquica que puede desplegarse contra Ucrania y Europa, de la misma manera que Trump ha lanzado a Elon Musk contra el gobierno de Estados Unidos. Trump no cree en la armonización hacia arriba (un proceso que la UE ha adoptado, al menos en teoría), sino en la carrera hacia el fondo.
La respuesta de Europa
Europa tiene la opción fácil: esperar a que Trump se vaya (si es que se va, que eso está por ver) y que la política exterior estadounidense vuelva a alguna forma de internacionalismo liberal después de las elecciones de 2028, pero no hay garantía de que la política exterior estadounidense vuelva al status quo.
El internacionalismo liberal ha sufrido varios golpes a su reputación, en Estados Unidos y en el extranjero, algunos de los cuales pueden resultar fatales. Incluso si se lograra despachar a los republicanos de MAGA en 2028, será mucho más difícil en un entorno político radicalmente polarizado generar apoyo público para una participación sólida en la ONU y las instituciones asociadas, la reconstrucción de USAID, la cooperación económica con los aliados o las políticas internacionales de justicia climática.
De hecho, la política estadounidense se enfrentará a un punto de crisis en 2028, cuando el peor escenario posible será la abrogación de la democracia (si Trump suspende la Constitución y/o declara la ley marcial) y el mejor escenario posible será una elección ganada por la resistencia que Trump luego declare ilegítima, precipitando una guerra civil.
Europa no puede permitirse el lujo de seguir siendo víctima de un Estados Unidos acosador. Emmanuel Macron podrá intentar hacer de policía bueno con Trump, pero entre bastidores. Sin embargo, la mejor salida para Europa es el Plan B: aumentar su propia capacidad militar independiente y dejar de dar por sentado que Estados Unidos respetará el Artículo 5 de la Carta de la OTAN.
Pero Europa tampoco puede permitirse el lujo de replegarse en un nacionalismo vengativo propio. Debe ampliar sus credenciales antifascistas. Debe asumir el liderazgo mundial en la lucha contra el cambio climático y aprender la lección de lo que sucede cuando el neoliberalismo radical domina la esfera económica y la polarización cada vez mayor de la riqueza alienta el ascenso de la extrema derecha.
Mientras el trumpismo lleva a Estados Unidos por una dirección xenófoba e iliberal, Europa debe trabajar para evitar que el virus trumpista se propague aún más por el continente. La resistencia estadounidense al trumpismo intentará ganar las elecciones de mitad de mandato en 2026 y las próximas elecciones presidenciales en 2028, sin desencadenar una guerra civil. Pero, mientras tanto, Europa no le debe dar ninguna legitimidad a la administración Trump tratándola como algo más que un estado rebelde.