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¡Ay, Elizabeth Strout, cuánta sensibilidad!

La nueva novela de la autora de la mítica ‘Olive Kitteridge’, ‘Lucy y el mar’, ahonda en las relaciones personales y los vínculos que se crean entre amigos y familiares con el paso de los años y frente a los zarpazos de la vida y la muerte

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análisis

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Hay algo intangible en la literatura de Elizabeth Strout (Portland, Maine, 1956) que nos lleva irremisiblemente a esa zona más íntima por antonomasia de nosotros mismos, allí donde albergamos nuestros secretos más inconfesables, nuestras frustraciones más personales, nuestras ansias inalcanzables, nuestras derrotas y también nuestros pequeños momentos esporádicos de felicidad suprema. Todo ello y más encontramos en la obra de esta escritora estadounidense que algunos se prestan a comparar con la de Hemingway sin saberse por qué ni para qué, Strout no lo necesita, su literatura vuela sola, muy alto y con personalidad propia.

Vuelve a demostrarlo una vez más en su última novela, Lucy y el mar, publicada en España por Alfaguara tras iniciarse con la anterior Ay, William, aclamada por crítica y público y ser finalista del Premio Booker, además de seleccionado como uno de los mejores libros del año según The Times. En esta última propuesta literaria de Strout, la protagonista Lucy Burton, escritora de profesión, abandona Manhattan con el miedo propio que produce la llegada de la pandemia. Busca refugio en un pueblo del escorado estado de Maine con su ex marido, William, también protagonista de sus dos últimas obras.

En aquellos meses, en los que el miedo al contagio, el aislamiento y la sensación constante de vacío y temporalidad se adueñaron de todo el planeta, ambos se enfrentan a solas con el pasado compartido y las dudas que el presente les acarrea en esos meses cargados de fugacidad e incertidumbres de todo tipo. Las relaciones familiares más comunes y cercanas pueblan las páginas de las novelas de Strout, un hallazgo literario que nos reconforta a todos sus lectores porque evidencia que, al fin y al cabo, todos somos más parecidos de lo que pueda atisbarse a primera vista y nos vemos reflejados en los miedos y anhelos de estos personajes.

Strout tiene una capacidad asombrosa para intercalar, en pequeñas y breves secuencias temporales, encuentros y anécdotas entre personajes que entran y salen del campo de acción de forma periódica pero que, al mismo tiempo, componen un corpus unitario en la trama, y que engarza un libro con otro y del mismo modo nos hace partícipes de las inquietudes de todos los protagonistas sin distinción. Tanto es así que en la bella historia que trae Strout en Lucy y el mar vuelve a aparecer tangencialmente la mítica Olive Kitteridge, protagonista indiscutible de una de sus primeras novelas, a la que da título y sirvió también para la grabación de una exitosa y premiada miniserie televisiva.

Strout tiene una capacidad asombrosa para intercalar, en pequeñas y breves secuencias temporales, encuentros y anécdotas entre personajes que entran y salen del campo de acción como si de una obra de teatro se tratara

En Lucy y el mar, el epicentro de los variados episodios sísmicos tratados con mayor o menor carga emocional se encuentra en una anécdota que cuenta la protagonista tras asaltarla el recuerdo de una película que le pusieron en el colegio cuando era muy pequeña. Al comienzo de la proyección se veían pelotas de tenis de mesa rebotando y chocando entre ellas de forma aleatoria e incontrolada. Lucy Barton reflexiona: “Lo que quiero decir es que tenemos suerte de chocar con alguien, pero siempre rebotamos en otra dirección, al menos un poco”.

Es ahí donde Lucy y su ex marido hallan todo el sentido al choque repetido de las bolas entre sí, pese a los avatares de la vida, que nos cimbrea de acá para allá sin rumbo hasta que el destino o el azar o lo que sea nos coloca de nuevo frente a frente mientras una mano se ofrece a la otra para recibir cuanto antes la respuesta de aceptación mutua. Y siempre, siempre, Strout lo narra con una sencillez y sensibilidad exquisitas, que hace que nos sintamos ipso facto en conexión directa con el sentir de sus personajes, y que incluso lleguemos a amarlos, a despreciarlos, a perdonarlos… ¡Ay, Elizabeth Strout, cuánta sensibilidad tiene su literatura!

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