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“Cada una de nuestras infancias es una ficción creada por nosotros mismos con la que intentamos protegernos de muchas cosas”

Andrés Barba da una original vuelta de tuerca a la literatura de fantasmas en ‘El último día de la vida anterior’, donde todo o nada es lo que parece ser o creemos ver

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análisis

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El hecho de vivir desde hace un tiempo en Argentina le está marcando nuevos derroteros aún no explorados en su literatura. Y a Andrés Barba (Madrid, 1975) no le hacen falta demasiados acicates para adentrarse en terrenos inescrutables sin el más mínimo temor. Así ha sido con la subyugante novela fantástica El último día de la vida anterior (Anagrama), donde los fantasmas que pueblan sus páginas, si es que lo son, nos resultan inquietantemente cotidianos y cercanos.

Si algo tiene en su haber su trayectoria literaria, entre otras muchas facetas, es que siempre encuentra un motivo para indagar en nuevos territorios aún no explorados en libros anteriores. ¿A qué se debe esta constante en su literatura de intentar pisar lugares no trillados?

A la necesidad de renovarme, y sobre todo a evitar una escritura “profesional” de autor de oficio que repite una y otra vez el mismo libro cada vez con menos gracia.

¿Por qué precisamente ahora una dosis de literatura fantástica o, al menos, fantasmagórica?

La literatura fantástica tiene un lugar muy marginal en la literatura española, no así en la latinoamericana, donde su papel es mucho más clave y determinante. Vivir en Argentina desde hace años me ha acercado mucho más a esta tradición y me ha sacado la boina española de considerar las literaturas de género como unas literaturas menores. Me parecía que era refrescante y divertido hacer la prueba. Por otra parte la experiencia del trauma colectivo de la pandemia ha tenido también mucho de espectral. Todos nos hemos convertido durante un buen puñado de meses en fantasmas de nuestra propia casa, con una percepción del tiempo completamente alterada, con una profunda sensación de extrañeza hasta de nuestra propia realidad física, luchando contra un enemigo invisible, etc… Todas esas experiencias están sublimadas aquí y convertidas en ficción de alguna manera.

¿Siempre nos levantamos con los mismos fantasmas con los que nos vamos a dormir?

No, la sociedad y nosotros mismos renovamos constantemente nuestros fantasmas. La Posverdad, por ejemplo, es un fantasma contemporáneo que no existía hace poco más de una década, y ha llegado para quedarse. Los fantasmas no son más que una extensión de nuestros miedos, y nuestros miedos dependen de nuestras carencias, que son fluctuantes.

¿Cómo liberarnos de ellos? ¿mirándolos de frente?

A veces los miedos son tan poderosos que sólo pueden desparecer cuando aparece otro miedo mayor, otro miedo que los extermina. La estructura del miedo se parece a la de la obsesión, a la de la gravedad: nos ponemos a orbitar alrededor de una fuente de energía que es mayor que nosotros, que se apodera de nosotros. Lo que está claro es que nadie puede liberarse de sus miedos en soledad, siempre hace falta la ayuda de un agente externo.

¿Ese niño que no pestañea aguardando a la agente inmobiliaria en una casa vacía puede ser de alguna manera un trasunto de ese fantasma de nuestra infancia que todos guardamos en el fondo del armario para que nadie lo vea o descubra?

O de muchas otras cosas. De lo que proyecte cada lector. Lo interesante de la literatura de fantasmas es que en realidad se aprovecha de los miedos privados de quien lee, que es el lector, no el autor, quien llena con sus propios miedos las categorías que son necesarias para que estas obras funcionen.

“Todos nos hemos convertido durante la pandemia en fantasmas de nuestra propia casa”

Definitivamente, su literatura nos desmitifica la infancia como ese paraíso que todos llevamos dentro, más bien nos la descubre como un lugar donde quedaron atrás no pocos traumas que aún nos persiguen con sus cadenas. ¿Por qué?

Cada una de nuestras infancias es una ficción creada por nosotros mismos con la que intentamos protegernos de muchas cosas. Cada cual sabe (o debería saber) por qué esa ficción es como es o de qué nos queremos proteger exactamente. Desmitificar la ficción tiene sentido solo si nos ayuda a vivir en un bienestar mayor, con mayor claridad de ideas, con más inteligencia y más salud, si no, no tiene sentido desactivar ese supuesto paraíso.

En esta vorágine de la literatura del yo, de la autoficción y otras fintas diversas en torno al ombliguismo literario, usted regresa al siempre apasionante terreno de la ficción pura. ¿Es una forma de decirnos que de aquella agua no beberá jamás?

Es sencillamente que me agota lo exasperantemente onanista que es la mayoría de la literatura contemporánea, un onanismo que no es más que una extensión del narcisismo de las redes, de los discursos políticos, y que en última instancia tiene además un carácter comercial. Muchos autores hacen de su vida una materia idealizada y además vendible. Estoy sencillamente harto. No puedo más. Prefiero leer otras cosas. Pero eso obviamente es una cuestión privada.

En su novela parece querer decirnos muchas más cosas con lo que no se muestra ni narra que con lo escrito. ¿Es ahí donde reside el encanto de dejar un poso inquietante y con regusto a lo desconocido e intangible en sus historias?

Uno de los signos más inevitables de que nuestro siglo ha hecho una gran regresión en inteligencia literaria es que necesita que le expliquen todo. Si Kafka publicara hoy La Metamorfosis mucha gente se indignaría porque no se explica por qué se convierte en cucaracha, o lo que sea. Creo que una manera de resolver eso es dejar de tratar al lector como si tuviera cinco años, dejarle convivir con cierto grado de incertidumbre y hasta de incomprensión, si me apuras.

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