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Censura en España: la ley del silencio

La guerra cultural de las derechas supone un retroceso a la libertad de expresión

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análisis

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En su célebre novela Fahrenheit 451, el escritor Ray Bradbury nos habla de una sociedad distópica en la que los libros están prohibidos –al considerarse peligrosos para el poder establecido– y una unidad especial de bomberos los busca sin descanso hasta quemarlos en la hoguera y encarcelar a sus lectores. Puede que no estemos tan lejos de ese futuro siniestro que simboliza a la perfección el resurgir del nuevo nazismo posmoderno en todo el mundo. La extrema derecha internacional ha puesto en marcha una auténtica “guerra cultural” contra la libertad creativa en Occidente y ningún país se libra de la caza de brujas.

En España, las elecciones municipales y autonómicas que dieron a Vox un gran poder en Gobiernos regionales y ayuntamientos gracias a sus pactos con el PP, han permitido el retorno de la censura, una práctica habitual en los Estados autoritarios que en España dejó de emplearse al final de la dictadura, en 1975, pero que hoy, por influencia de las nuevas ideologías posfascistas, retorna con fuerza.

Bajo el argumento de la falta de presupuesto, no pocos consistorios municipales gobernados por el partido de Santiago Abascal están promoviendo la cancelación de obras culturales al considerarlas adoctrinamiento woke. Este término anglosajón, que proviene de la frase (stay woke, “mantente despierto”), surgió en Estados Unidos en el año 1930 para movilizar a los afroamericanos y concienciarlos frente a los prejuicios y la discriminación racial. Hoy, los ultras se han apoderado del concepto y lo han ampliado a todo movimiento social de izquierdas que lucha por la justicia social, como el feminismo, la defensa de los derechos del colectivo LGTBI, el ecologismo en un contexto de cambio climático y en general el antifascismo. En los últimos años, los republicanos norteamericanos, escorados hacia la extrema derecha de la mano de Donald Trump y ya echados al monte, han empuñado la bandera contra la corriente woke y han llevado la batalla cultural hasta sus últimas consecuencias. Vox ha copiado, punto por punto, el manual trumpista, y ya está aplicando el “veto ideológico”, sin rubor, a todas aquellas obras de arte que considera corruptoras de la moral, perniciosas para la infancia y la juventud, contrarias a la religión por blasfemas y subversivas contra el nuevo orden (en realidad, el viejo orden de siempre que ellos, en su delirio nostálgico, tratan de restablecer).

Sin duda, estamos ante un retorno a la censura franquista marcada fuertemente por el nacionalcatolicismo y el odio a la filosofía marxista. El régimen, sobre todo en la etapa más dura (desde el final de la Guerra Civil hasta la Ley Fraga de 1966, algo más aperturista y permisiva con la prensa y los medios de comunicación) fue implacable con las películas, expresiones musicales, obras pictóricas, novelas, poesías y piezas teatrales que no se atenían a la estricta moral patriótica y católica. Muchos escritores de izquierdas exiliados vieron cómo sus creaciones eran prohibidas o miserablemente recortadas. Bien porque se consideraban políticamente peligrosos o porque atentaban contra la religión, se censuraron cientos de libros, como 1984, de George Orwell (a quien el Gobierno franquista nunca perdonó que combatiera en España para “matar fascistas porque alguien debía hacerlo”); La Regenta, de Leopoldo Alas, Clarín; La Celestina, de Fernando de Rojas; o La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca (al genio de Fuente Vaqueros lo prohibieron después de asesinarlo, así que lo mataron dos veces).

Mientras tanto, Pablo Picasso prometía no regresar a España mientras Franco estuviese en el poder y el cine se convertía en una auténtica obsesión para los censores. De hecho, el obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea, llegó a proponer la quema de todas las salas de cine como “un gran bien para la humanidad”, mientras que el padre Ayala, propagandista católico del Movimiento, sentenció que el séptimo arte “es la calamidad más grande que ha caído sobre el mundo desde Adán para acá. Más calamidad que el diluvio universal, que la guerra europea, que la guerra mundial y que la bomba atómica. El cine acabará con la humanidad”. Así, para justificar los recortes de escenas en el film Separación matrimonial, del director Angelino Fons, la censura argumentó que “la mujer española, si se separa de su marido, tiene que acogerse a la religión o aceptar vivir perpetuamente en soledad”. No hará falta recordar cómo los censores nacionalcatólicos, escandalizados por el argumento de Mogambo, y en su intento de encajar la trama en los cánones religiosos imperantes, alteraron el guion de la historia y terminaron convirtiendo un matrimonio –el formado por el antropólogo Donald Nordley (Donald Sinden) y su bella esposa Linda (Grace Kelly)– en una pareja de hermanos, es decir, en una trama de incesto truculenta y morbosa. Y todo para tapar la tórrida y selvática infidelidad de Linda con el explorador Victor Marswell (Clark Gable). Aquella obra maestra de John Ford fue masacrada vilmente cuando los supuestos defensores de la moral metieron tijera sin compasión a los diálogos para hacerlos políticamente más correctos. Por ejemplo, una escena subida de tono entre Gable y Ava Gardner (en el papel de Eloise Kelly, la cuarta en discordia) se resolvía con un beso de él a ella mientras la diva soltaba socarronamente: “¡Te estás convirtiendo en el típico africano caliente!”. Sin embargo, en la versión final española aquella picardía desapareció de la pantalla y el doblaje acabó en algo muy diferente que cambiaba por completo el sentido de la secuencia: “El clima de África te hace ir muy deprisa”. Uno de los efectos dañinos de la censura es que siempre degrada la calidad de la obra censurada.

Hoy, cuarenta años después del final del franquismo, Vox pretende devolvernos a todo aquello. Hace algunas semanas, la Compañía de Teatro Defondo comunicaba que su función Orlando, basada en la obra de Virginia Woolf y que tenía que ser representada el próximo 25 de noviembre, era cancelada por la Concejalía de Cultura y Turismo del madrileño Ayuntamiento de Valdemorillo. Pablo Huetos, productor del espectáculo, denunció el “veto ideológico” y alertó ante la ofensiva ultra contra la cultura. Detrás de este flagrante atentado a la libertad de expresión, de creación y de pensamiento, estaba la mano de Vox. El consistorio justificó la cancelación por “un problema de presupuesto”, pero buena parte del país se estremeció al comprender que retornábamos de nuevo a la dictadura de la tijera.

¿Qué había en una obra de Virginia Woolf publicada en el año 1928 que tanto molestara y escociera a los prebostes de Vox? Sin duda, que en ella se abordaban temas tabúes como la homosexualidad y el papel de la mujer en busca de su liberación a través de diferentes épocas de la historia, desde el período isabelino, pasando por el victoriano, hasta llegar al siglo XX. El ataque al patriarcado supremacista, la reivindicación de la identidad de género y el sexo, pero sobre todo la crítica a la explotación de la mujer y a su tradicional rol sumiso, son anatemas para la extrema derecha posmoderna. Asuntos tan corrosivos para ellos como una ristra de ajos para un vampiro. 

Virginia Woolf no ha sido la única víctima del fanatismo intolerante. Tampoco los clásicos, nuestras plumas más eternas y universales, se libran de la nueva ola de papanatismo, pacatería y puritanismo gazmoño que nos invade. A pocos kilómetros de Madrid, alguien se ha escandalizado por una obra de Lope de Vega, La villana de Getafe, que incluía la representación del falo de un hombre y la vulva de una mujer sobre el escenario. Aunque, seguramente, y más allá de la sexualidad, lo que más dolió de esta versión del Fénix de los ingenios es que refleja mundos opuestos, el de los campesinos y los cortesanos, el de la aldea y el palacio, el de los olvidados y los poderosos que ostentan el poder político y económico. O sea, el mundo inalcanzable de la élite a la que un paria de la famélica legión jamás puede acceder. No hay que ser un brillante intelectual (en Vox hay pocos de esos) para concluir que en esa obra se incuba una magnífica anticipación de la lucha de clases mucho antes de que Marx la recogiera en sus textos revolucionarios que cambiaron para siempre el devenir de la historia. Y eso es lo que, a buen seguro, desagradó a Vox, que quiso censurar la obra impugnando lo sexual cuando el mensaje auténticamente subversivo estaba en la demoledora crítica social. El concejal de Vox en la localidad, Ignacio Díaz Lanza, insistió en que la pieza dramática generaba “cierta controversia entre los vecinos y las familias del municipio” por la exhibición de genitales humanos. “Existe una conexión ideológica entre esta obra teatral y las guías sexuales llamadas rebeldes de género (…) Resulta incomprensible por qué se ha decidido pervertir la obra de teatro de Lope de Vega, la cual en ningún momento incluía este tipo de escenas en las que, además, han participado niños”, alegó escandalizado.

En las últimas semanas ha habido más casos de censura previa. En su cuenta de Twitter, la actriz Ann Perelló ha denunciado que varias funciones que abordan temas de actualidad tan importantes para la salud pública y mental como los trastornos de la conducta alimentaria han sido canceladas por el Ayuntamiento de Palma de Mallorca. En este caso, con el agravante de que el consistorio está gobernado en solitario por el PP, que de un tiempo a esta parte compra la agenda ideológica ultra sin ningún pudor y sin demasiadas reticencias. Fuentes municipales justifican su decisión de cancelar en que la representación no encaja con la línea de espectáculos programados.

Mientras tanto, en Briviesca (Burgos), el gobierno de la localidad (formado por PP, Vox y Ciudadanos), ha retirado de la cartelera la función teatral El mar: visión de unos niños que no lo han visto nunca, dirigida por Xavier Bobés y Alberto Conejero. Tampoco en este caso hay que ser un crítico avezado en artes escénicas para entender que el argumento de la obra, un homenaje al maestro republicano Antoni Benaiges, fusilado por los falangistas durante la Guerra Civil, provocaba urticaria y sarpullido al llamado “trifachito” de derechas. La memoria histórica y la recuperación de la verdad duelen a los nostálgicos de tiempos pretéritos.

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