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Cortijo X

"(...) pero es lo que yo digo, Ministro, que a lo mejor estoy equivocado, pero el que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida, ¿no?" (Los Santos Inocentes, Miguel Delibes)

Jorge A Guerra
Jorge A Guerra
"(Valladolid, 1978) Guionista en radio y televisión, autor teatral, cómico, redes sociales. Licenciado en Veterinaria, dejó el mundo animal para pasarse al humano, mucho más animal si cabe, según él. Hombre de bar de servilleta al suelo y fácilmente indignable”.
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«(…) pero es lo que yo digo, Ministro, que a lo mejor estoy equivocado, pero el que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es ley de vida, ¿no?» (Los Santos Inocentes, Miguel Delibes)

Según la Real Academia Española, que no siempre fija, limpia y da esplendor, un cortijo es una “finca rústica con vivienda y dependencias adecuadas, típica de amplias zonas de la España meridional”. Según WordReference, la Wikipedia de las palabras, es una “finca extensa con edificaciones para labor y vivienda, propia de Andalucía y Extremadura”. Es curioso que entre los sinónimos aparezca masía y no pazo que, aunque no tengan mucho que ver con un cortijo, en estas extensiones catalanas y gallegas también hay déspotas latifundistas de cortas miras, muy al estilo capataz extremeño-manchego-andaluz.

Dejando de lado las interesantes, y en ocasiones pesadas, etimologías, todo el mundo sabe, más o menos, lo que es un cortijo: un espacio agrícola aislado, creado para optimizar la explotación en zonas rurales del Sur de España, alejado de los núcleos urbanos, de difícil acceso y compuesto normalmente por la era, por un patio alrededor del cual se sitúan los graneros, las cuadras, el tinao, construcciones de trabajo y almacenamiento y las viviendas destinadas a los trabajadores, explotados explotadores. Y más allá, un poquito más alejadas e independientes, donde los bancos adornados con azulejos talaveranos, donde las fuentes, los pozos, los portones, las ventanas forjadas, las cubiertas de madera noble para innobles y los techados de tejas árabes para dar sombra y ensombrecer aún más el ambiente en un escenario cálido y caldeado, se sitúa la vivienda del propietario, masculino singular, aka señorito.

Yo, veterinario por vocación y extremeño de adopción, trabajé en uno; no campiñés y no como policía sanitario, como cabría esperar, sino como labriego. Y he visto y he vivido cómo funciona uno por dentro, para mi mayor crecimiento.

El cortijo, pese a que no estaba ni en el Sur de España ni en una zona rural, pero sí alejado de la ciudad, cumplía los requisitos de todo cortijo y se regía en base a las arcaicas normas y leyes no escritas que imperan en este tipo de estancia rural desde el siglo XVIII. Principalmente la explotación, cómo no. Llevaba por nombre el nombre del señorito, llamémoslo X, de equis, no de Twitter ni de décimo ni mucho menos, de sabio, porque los cortijos son estrictamente machistas y el nombre de la consorte no puede aparecer forjado ni en el hierro de la valla de la entrada principal; no puede ni debe eclipsar al señorito. Pero la consorte es astuta como lo es la zorra y no le importa mantenerse discreta mientras prepara el sorpasso y se hace con un silencioso poder hasta llegar a dictar cómo ha de gestionarse tamaña empresa, muy a lo Imelda Marcos, a lo Elena Ceaușescu o lo Marta Ferrusola, por poner un ejemplo patrio, todas ellas adictas al ego, al poder, a fingir, a aparentar, a mentir, a la falsedad, a querer ser y no poder y al autoritarismo.

La vida en el cortijo es simple: el señorito manda o cree mandar y los subalternos obedecen.

La división arquitectónica está pensada para que los unos no se mezclen con los otros y, la división estructural, está conformada para que los otros no se mezclen con los unos, como los niños en las grandes comilonas, que comen macarrones con tomate y fingers de pollo en mesas apartadas, amanteladas con papel, mientras ven como los mayores degustan marisco dentro de la casona, en su urna de paredes de cristales sucios, manteles polutos que apestan a ranciedad y recelo en el ambiente, porque nadie se fía de nadie en el salón pero sonríen, aunque en privado echan pestes los unos de los otros y desconfían porque se saben iguales y no dudan de que el de al lado, también lleva un puñal en el cinturón listo para clavárselo por la espalda. En su mesa sólo se sientan palmeros anémicos de sangre incolora y misma esencia a los que únicamente se les permite abrir la boca para decir “sí, Bwana” mientras menean el rabo cuando lo pronuncian, y a falsos amigotes de cacerías y festejos frente a los cuales agachan la cabeza, ríen las gracias y repiten el “sí, Bwana” que tanto les gusta oír y poco decir, porque son unos cobardes, que creen en y respetan las jerarquías, fiera lacra que deshumaniza, y porque saben que su cortijo no es más que la fachada de uno mayor en el que ni pinchan ni cortan y donde ellos, paradójicamente, son los subordinados y su poder es falso y efímero.

El control que sustenta y ostenta el timorato señorito con opresivas formas, no es compatible con la libertad, ni de actos ni de palabra ni de pensamiento. Se acata y punto. Basa su permanencia en la opacidad, en la endogamia, en la manipulación, en la mentira, en la falsedad, en la amenaza, en el miedo, en la humillación, en el sometimiento, en la represión y en la exclusión. Como un vulgar Rubiales venido a más, que se niega a dimitir de su mediocridad, y en un gesto de ordinaria prepotencia, se recuesta sobre la silla y posa los pies sobre la mesa para recordar a sus súbditos apestados por sus malos humos entre calada y calada de un puro interminable, que los que mandan son sus huevos y busca que le den las gracias por emplearlos, que en otros cortijos están peor, como si sus tierras fueran el principio y el fin de todas las cosas y él, un filántropo y mentor al que hay que rendir pleitesía. Grita a los que producen, que producen poco y mal; grita a sus técnicos que los aperos y vehículos no funcionan como deberían; grita a los que llevan las cuentas, que se equivocan constantemente; grita a los que le hacen los papeleos, que no saben escribir, ya ves tú; le resulta indiferente la situación personal de cada persona, porque lo importante es él y su cortijo, no lo de fuera. Igual grita al que está en duelo como al que está de celebración como a la embarazada de siete meses, le da igual.

El niño antojado y consentido que siempre fue, incapaz de valerse por sí mismo porque se siente superior y divino a pesar de sus trastornos y adicciones, grita siempre para no escuchar y porque la única voz válida es la suya. Ordena a voces y con pataletas, como si berrear y patear mobiliario legitimara, que le traigan hasta el papel del culo; y no ordena que se lo limpien porque si se mostrase desnudo, se evidenciarían sus carencias y su obvia vulnerabilidad.

Su relación con los jornaleros se basa en la falta de respeto y en el miedo, sostén y fundamento del acoso. La consorte también le teme y no se atreve a decirle las cosas mirándole a los ojos porque maquina por detrás, pero ésta se ciñe al sibwanismo, a la comodidad y a la complicidad, porque todo acosador necesita de cómplices, bien sean activos o pasivos. Y así es como funciona un moderno cortijo de vetusto abolengo, como un espacio físico o mental imperturbable al que se pertenece o no se pertenece; en el que se está dentro o se está fuera. 

Pero en todos los rebaños siempre hay una oveja negra, que no mala o improductiva, y que una oveja se salga del redil no es una opción para el señorito dentro de su cortijo, hay que sacarla de ahí, para regocijo del merino. Le bloquea, le aturde, le parte la cuadrícula; no está acostumbrado a que nadie le lleve la contraria porque nunca nadie lo ha hecho. No sabe gestionar la situación cuando se enfrenta a quien no le teme, a quien le mira a la cara y le hace ver con tan solo una mirada sardónica y una inapreciable negación con la cabeza, que es un cobarde y que no todo el mundo se deja pisar, no cabe en su angosta mentalidad, no quiere la leche de esa oveja aunque produzca el mejor gruyère del mundo porque esta vez es él quien tiene miedo, miedo al que no tiene nada que temer y al que muerde la mano del que le da de comer, nefasto refrán para pusilánimes. Pero al señorito también hay que ponerle límites y en todo cortijo siempre habrá un Azarías, que no es tan tonto como creen.

Se sienten poderosos sin saber que están vacíos; se sienten elevados sin saber que están caídos; se sienten admirados sin haber sido conocidos; se sienten orgullosos sin saber que están podridos; se sienten abrigados todos dentro del cortijo.

Pero fuera se está mejor.

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