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La Novena de Beethoven, el dulce grito de no a la guerra

Se cumplen doscientos años del 'Himno a la alegría' mientras suenan tambores bélicos en Ucrania y Oriente Medio

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análisis

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Schiller nos dejó la Oda a la alegría, uno de los más bellos poemas sobre la paz que se han escrito nunca. Cuando Beethoven la leyó quedó impresionado, sintió la necesidad irrefrenable de ponerle música y la incluyó en el cuarto movimiento de su célebre Novena Sinfonía. Los europeos adoptamos ese pasaje, la Oda, como himno, y no por casualidad. La letra de Schiller y la música de Beethoven, un caso raro de colaboración entre genios, contienen los valores fundamentales de la Ilustración, la libertad, la solidaridad, la fraternidad y la paz entre los diferentes pueblos del viejo continente, azotado durante siglos por la guerra, el odio y la destrucción. Nuestro gran Miguel Ríos supo comprender la trascendencia de la hipnótica melodía y la llevó al rock para gozo de las masas contemporáneas.

Quienes adoptaron la pieza como emblema musical de la futura y utópica nación europea en permanente construcción, no pudieron haber estado más acertados. El logro del himno, más allá de su capacidad para suscitar una emoción profunda en quien lo escucha, está en que no pretende sustituir a los cánticos nacionales de los países que forman parte de la UE, sino más bien celebrar los valores humanistas que todos deberíamos compartir. Aglutina, no divide; suma, no resta. El himno a la alegría ha construido más Europa que cien directivas comunitarias sobre agricultura, pesca y productos lácteos. Beethoven como símbolo y patrimonio de la cultura europea occidental. Beethoven como bandera de lo poco bueno que nos queda ya.

El hombre sigue siendo como un bebé enfadado capaz de las mayores atrocidades solo por puro capricho. Pero cuando suena ese momento de la Novena, en foros y eventos internacionales, produce un efecto balsámico en el oyente, casi como una nana que duerme dulcemente al niño enfurecido. La ira se apacigua durante un rato. La fiera, esa que nos condujo a dos guerras mundiales y al Holocausto judío, se amansa. Uno cree que a esta Europa fallida, a esta quimera que no termina de cuajar –bien porque nunca supo construir un espíritu verdaderamente nacional, bien porque el fascismo político y económico sigue gobernándolo todo con sus fanfarrias y proclamas ultranacionalistas–, ya solo le quedan las notas de la Oda como últimas pepitas de oro de la decadente civilización occidental, el himno a la alegría tan profundamente ascético, tan noble, tan humano.

Estos días, la Novena de Beethoven cumple 200 años. Y el magnífico aniversario llega, una vez más, ensordecido por los tambores de guerra, de dos guerras para ser exactos, las peores que ha visto este convulso siglo XXI: Ucrania y el exterminio planificado y televisado del pueblo palestino. Hoy, esos versos idealistas –“abrazaos millones de hermanos, que este beso envuelva al mundo entero”–, suenan con más nostalgia y melancolía que nunca. ¿Es imposible la paz? ¿Es la paz apenas un paréntesis, un oasis, una tregua en medio del estado natural del hombre, que es la guerra? Sí mientras la injusticia y el hambre sea el modelo económico establecido; sí mientras estemos en manos de psicóticos paranoicos, de codiciosos sin escrúpulos, de materialistas desalmados, de locos charlatanes y demagogos. ¿Cómo no va a haber guerra con un señor como Biden que no es lo que parece, un lobo con piel de cordero que apoya el genocidio de Netanyahu, en la Casa Blanca? ¿Cómo no va a haber guerra mientras un tirano como Putin se perpetúa en el poder hasta 2030 en un golpe de Estado alegre y feliz a ojos de todo el mundo?

La guerra no es solo una fecha en un libro de historia, la guerra anida en cada uno de nosotros, en nuestro interior. Aquí, en la piel de toro, tenemos buenos ejemplos. Ahí está Santi Abascal, el guerracivilista por antonomasia que alimenta la confrontación entre españoles con su “batalla cultural”, que no es más que la misma cruzada secular de siempre de los absolutistas españoles, intransigentes y reaccionarios, contra los progresistas liberales. O Ayuso, el hada madrina del odio que va sembrando semillas de discordia allá por donde pasa. O Almeida, el alcalde de talla moral más diminuta y minúscula que ha tenido Madrid, quien hoy mismo ha puesto a nuestros bravos estudiantes alzados contra el genocidio gazatí a la altura de los terroristas de Hamás. “Aquellos que defienden la causa palestina, lo que están haciendo es atacar la causa israelí”, ha proclamado el alcalde en un alarde de miseria intelectual. Almeida, el Maquiavelo castizo, es capaz de comparar un ataque terrorista, siempre execrable y condenable, con un exterminio programado de un Estado contra otro. Más de 30.000 personas inocentes han sido asesinadas ya por el ejército hebreo y la inminente operación en Rafah, el último gueto, la última ratonera donde el nazismo judío ha recluido a todo un pueblo antes de la matanza final, promete ser una catástrofe humanitaria solo comparable a las que perpetró Hitler en la Segunda Guerra Mundial.

El Estado de derecho ha saltado por los aires. El fascismo está ganando la batalla y la guerra lo invade todo. Ya solo queda la guerra de todos contra todos. Ya no hay más que sangre, fanatismo y guerra. Las puertas del infierno se abren en Rafah, dejando asomar el rostro del nazismo que vuelve, mientras Feijóo, ese falso moderado, se pone el traje verde de Vox para pedir el voto contra la “inmigración ilegal“. “Ocupan nuestros domicilios”, denuncia el gallego, que cada vez se parece más a aquellos populistas demagogos de antaño que llevaron tanto dolor a la vieja Europa. Aquella Europa a la que Beethoven trató de amansar y educar, en vano, con su dulce música propia de ángeles.    

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