lunes, 6mayo, 2024
16.6 C
Seville

Cuento de Navidad (2022)

Manuel F. García
Manuel F. García
Manuel F. García es activista sociocultural. Colabora como voluntario en varias asociaciones de actividades sociales, culturales y deportivas adaptadas a personas con diversidad funcional. Ha participado en proyectos educativos como alfabetización de adultos, formación profesional y ocupacional.
- Publicidad -

análisis

- Publicidad -

Vivir ocasionalmente con mi padre, que ya tiene 91 años, hace que las Navidades vayan cargadas de una mezcla extraña de sentimientos; de añoranza de las alegres fiestas pasadas, junto con la celebración de estar vivos en el momento presente (y en eso mi padre, nacido en Andalucía, demuestra una fuerza vital y una alegría de compartir humanidad envidiables).

Por la noche me dio un susto sin mayores consecuencias que un desgarro en la piel del antebrazo, al resbalarse de la cama cuando quería ir al baño. Por experiencia sé que un desgarro en la frágil piel de las personas mayores requiere una supervisión, por el riesgo de infección que conlleva, sumado a que mi discapacidad motriz en las manos me impidió poder manejarme con una mínima eficacia con la primera cura de urgencia provisional que pude hacerle. Así que esta mañana opté por ir con mi padre al Centro de Atención Primaria de mi pueblo.

En la recepción una persona delante de mí, mostraba un enfado más que justificado, mientras explicaba que tenía a su mujer con neumonía, después de que en el centro al que había acudido, según explicaba “sólo le dieron un golpecito en la espalda y le dijeron que aquello no era nada, y que se podía ir tranquilamente a casa y pasar el resfriado en cama”.

El ambiente era muy crispado, porque al problema que explicaba el hombre, se sumaba una situación de ajetreo que dificultaba la comunicación, con dos técnicos reparando un panel eléctrico, usando unos ruidosos destornilladores eléctricos y taladradoras.

Aproveché para preparar los certificados de exención de mascarillas de mi padre y míos, a pesar de que podía ver tanto a los técnicos como a los dos administrativos con la mascarilla situada en la barbilla, señal evidente de que estaba en zona “relajada” en cuanto a la rigidez política de la imposición del bozal.

Pero antes de dar un paso en dirección a la ventanilla, la recepcionista rápidamente me avisó (de forma correcta pero en un tono de voz apremiante) de que nos faltaba ese requisito sine qua non. Con voz calmada le informé que llevaba encima sendos certificados médicos de exención, ante lo cual, para mi asombro, se procedió a lo que me pareció una apertura de trámite burocrático para registrar la certificación exentiva y posterior autorización de acceso a las instalaciones sanitarias (la definición es mía).

Durante unos quince minutos, hube de esperar a que la recepcionista escanease mi certificado (levantándose y yendo a la fotocopiadora/escáner al otro lado de la sala, y volviendo), pidiéndome  mi tarjeta sanitaria, que no llevaba encima, con el consiguiente parón en el proceso, que se solucionó con la presentación de mi DNI, que procedió a registrar, y todo ello comunicándonos con espacios de espera para buscar el momento de silencio que dejaban los electricistas, entre chirridos motorizados y los propios gritos que entre ellos se dirigían para comunicarse entre sí (y que proseguían con el mismo volumen aunque no hiciesen funcionar su ensordecedor aparataje)-

Procedí también a pasarle el certificado de mi padre, que también escaneó (levantándose y yendo a la fotocopiadora/escáner al otro lado de la sala, y volviendo), y, por suerte, como sí llevaba encima la tarjeta sanitaria de mi padre, se la entregué antes de que me la pidiese…

-¡Un momento!

Me quedo mirando a la mujer, a la espera del inconveniente que ya intuía me iba a explicar:

-Su padre pertenece a otro municipio, y aquí no le podemos atender; debe usted llevarlo al Centro de Urgencias más próximo, porque lo de su padre ha sido un accidente.

Le hago saber a la recepcionista que no dispongo de coche, y que desplazarme con mi padre nonagenario y yo mismo, ambos con bastón, hasta el pueblo donde se haya el Centro de Urgencias más próximo, no es factible. Da comienzo una conversación que roza la línea de la discusión -sobre la posibilidad de llamar a una ambulancia-, con la intervención de una actitud pasiva -tipo “es que aquí no podemos hacer nada”-, o soluciones de paradoja temporal,  -aconsejándonos retroceder en el tiempo: “es que usted debería haber llamado anoche a una ambulancia, y que les hubiesen llevado al hospital de urgencias”-.

Un análisis inmediato de la situación me revela la diligencia exquisita, estricta y eficaz en cuanto al trámite burocrático de la mascarilla, pero, sin embargo, una inoperancia total y absoluta en cuanto al tratamiento de mi padre, que esa es –se supone- la función de un centro sanitario y el trabajo que deben hacer sus empleados.

Justo en el punto límite, de no retorno, del acceso al conflicto y la elevación del tono de voz, alguien del centro marcha, deseando felices fiestas a los compañeros.

Y entonces, un punto de luz se hace presente en medio de la indiferencia, de la frialdad burocrática, de la ineficacia institucional. La recepcionista mira a mi padre -el pobre está ahí, con su aspecto de anciano San José de pesebre, apoyado en su bastón-, piensa unos instantes y dice:
 
-Bueno, es que sólo es que le echen un vistazo a la herida; no vale la pena tanto mareo; espere que hablo con la enfermera a ver si le puede mirar y hacemos una excepción.

Y ahí noto la presencia no sé si del espíritu de la Navidad, el ángel de los pastores de Belén o un rasgo de humanidad abriéndose paso en el corazón ante la cerrazón de la mente.

La enfermera atiende a mi padre, aconsejándome qué tipo de cura he de hacerle, y dándome gasas, compresa antiadherente y malla que necesito para el fin de semana, con el ofrecimiento a volver con él a los cuatro días para revisar la herida.

Mi padre al final la hace sonreír con su simpatía eterna, yo le doy las gracias de todo corazón por el alivio que me aporta, y marchamos de allí deseando felices fiestas a todo el mundo.

Siento que se abre un espacio de paz, de solidaridad, de calor humano en medio de esa oscuridad en la que llevamos sumidos demasiado tiempo ya, no sé si por el Grinch, el espíritu maligno del Herodes de la tradición o el leviatán de esta corruptocracia política, que nunca duerme. Espero que ese punto de luz que se ha encendido permanezca todo el tiempo posible entre nosotros.

Paz en la tierra a los hombres y mujeres tanto de buena como de cualquier voluntad, porque la necesitamos más que nunca.

Felices fiestas.

- Publicidad -
- Publicidad -

Relacionadas

- Publicidad -
- Publicidad -

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre

- Publicidad -
- Publicidad -
Advertisement
- Publicidad -

últimos artículos

- Publicidad -
- Publicidad -

lo + leído

- Publicidad -

lo + leído