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El enorme error de Francisco I con Europa

Santiago Aparicio
Santiago Aparicio
Doctor en Ciencias Políticas y Sociología. Contador de realidades. Guitarrista de rock en mis tiempos libres. Y cazador de doxósofos.
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análisis

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Como sucede en parte en España, el “Tu est Petrus” se expande por toda la comunidad católica. Se asumen, en muchos casos con resignación, las cosas que dice o hace el papa Francisco y ya está. Salvo los francisquistas, muy extendidos entre los núcleos minoritarios del catolicismo postmoderno, todos los católicos europeos aguantan con la paciencia de Job la llegada de otro vicario de Cristo en la Tierra. Si hoy Hans Küng volviese a hablar de la infalibilidad papal tendría, paradójicamente, muchos apoyos entre las capas conservadoras del catolicismo. Porque el desprecio constante a Europa está creando más “herejes” de los que se puede suponer en Roma.

No se sabe si ha sido por una cuestión de nacionalismo latinoamericano (recuerden que todas las naciones latinoamericanas tienen como componente sustancial nacional el desprecio a Europa y en especial a España), por un indigenismo propio, por un descolonialismo postmoderno o porque algún europeo le pisó un callo un día que paseaba por las calles de Buenos Aires, el caso es que el papa Francisco parece odiar a Europa. En su última visita a Marsella se negó a decir que estaba visitando Francia (corrigió a uno de los periodistas que viajan con él asiduamente en sus viajes) y cuando ha sido cuestionado si visitaría España por el Jacobeo, afirmó que visitaría Santiago de Compostela. No le gusta dar un mínimo a cualquiera de los países europeos, dando igual si son los últimos reductos del catolicismo o no.

La Iglesia en misión o en campaña, como le gusta decir, parece que solo es válida fuera de Europa y EEUU (el otro país odiado en América Látina). Solo sirve para convertir a siete en Burundi, cuatro en Taiwan y dieciséis en alguna isla perdida de Oceanía. Eso le satisface y le enorgullece mientras pide a Europa que sea el refugio de todos los migrantes africanos, sin valorar la bomba cultural que supone. O sabiéndolo y gozando con la destrucción de la cultura europea. Y esa destrucción, paradójicamente, sería la destrucción del catolicismo en realidad. Debe pensar que Europa es Sodoma y Gomorra y hay que acabar con ella en términos culturales, sin embargo, es la nueva Jerusalén o la segunda vieja Jerusalén.

Sus conocimientos teológicos no se van a discutir, pese a ser un esforzado participante de la Teología del Pueblo (o populismo teológico), sabe de lo que habla en ese tema. Empero sus conocimientos históricos, sociológicos y politológicos son bastante pobres. El catolicismo americano, pese a numerosas formas de inculturación, no deja de ser occidental. Es el catolicismo de raíces greco-judaicas que permitieron su extensión a nivel mundial. Incluso el cristianismo heterodoxo (los distintos protestantismos) es occidental. Sí, esos pastores evangélicos que cada vez más pueblan América provienen de una cultura occidental. Un evangelismo que crece en su tierra natal debido a la cultura dominante que se extiende por medio del cine, la televisión, las redes sociales y la literatura.

Siendo Occidente, en su conjunto, el mayor poder cultural del mundo (incluyan Oceanía en su casi totalidad) es normal que acaben influyendo en las formas de comportamiento de los países donde se va implantando el sistema capitalista y su corolario la democracia liberal. Europa ya sufrió ese proceso (y sigue sufriendo), el cual fue bien acogido en los países protestantes (por aquello de Max Weber y el espíritu del capitalismo) y de peor forma en los países de cultura profundamente católica. El catolicismo mediterráneo y noroccidental  intenta aguantar en sus tradiciones, no solo religiosas sino autóctonas. La bajada en las confesiones de fe católicas eran un aviso que preocupó a sus antecesores (san Pablo VI, san Juan Pablo II y Benedicto XVI) no por mera economía católica sino porque sin Europa no habría catolicismo.

El soporte del catolicismo ha sido Europa por su poder e influencia mundial. Más allá del colonialismo presencial (Francisco y sus colegas son católicos porque unos reyes españoles decidieron que se debía evangelizar aquellas tierras) existe un colonialismo cultural, muy ligado a la expansión económica. Si cualquier español lo sufre desde su más tierna edad, con todas esas series ñoñas de evangelistas estadounidenses, imaginen en otros lares. Cierto que en Oriente persiste y resiste una cultura propia, pero poco a poco va permeando el nihilismo (aunque éste se adapta bien a las religiones de allí), el relativismo, el buenismo y demás zarandajas válidas a la cultura dominante. ¿Qué misión (qué manía con no decir apostolado) puede haber donde hay una doble cultura muy contraria al catolicismo en principio?

Francisco, por un odio extraño, ha abandonado a Europa a su triste destino de descristianización completa. La prohibición de la misa tradicional (con el misal en latín del Concilio Vaticano II) es una muestra más de ello. No le gusta porque tiene aroma europeo o carca (en Argentina aumentaban las misas de ese estilo y ahora se celebran medio a escondidas). Él es más de abrir completamente las puertas aunque ello suponga la entrada de Satanás (y eso que ya estaba dentro con los abusos sexuales encubiertos). En su última catequesis afirmó: «la fe debe ser inculturada y la cultura debe ser evangelizada».

Esa afirmación es tremenda, sin más explicaciones, porque supone abandonar la Palabra en sí (que es universal) pata adaptarla a culebras, sapos o maracas. El catolicismo creció gracias a que situó factores esenciales de la fe encima de aspectos antropológicos del paganismo. Lo segundo es curioso porque, al fin y al cabo, el cristianismo era el sustento cultural. No hacía falta evangelizar nada. Toda la ética y moral europea (y por ende la de más allá) se construyó sobre el cristianismo. El derecho natural que tanto gustan defender los liberales no es más que el derecho natural cristiano. Hay que evangelizar, sin más. Eso es el apostolado al que está llamado cada católico.

José M.ª Torralba hablaba hace poco del “católico burgués” como esa persona acomodada que se reconoce en cualquiera de las parroquias españolas, pues parece que es el modelo que le gusta para Europa. Nada de salir, nada de colaboraciones entre laicos y clérigos. Bueno, nada de colaboración si es mediante el Opus Dei, Comunión y Liberación u otras instituciones del estilo a las que está poniendo palos en las ruedas cuando, cabe reconocerlo así, son las únicas que mantienen la evangelización. Puede que con algún exceso de celo, sí, pero son las que son y están. La mayor paradoja es que esa evangelización cultural no se debe prestar en suelo europeo. Europa es solo para recibir inmigrantes y bendecir parejas del mismo sexo (como hacen algunos protestantes, por cierto).

Es paradójico que cuando muchísimos teólogos evangélicos piden volver al catolicismo (en algunas fórmulas), cuando muchos sacerdotes anglicanos estén volviendo a la casa madre, desde el propio Vaticano se desprecie la cultura católica construida sobre el Concilio Vaticano II. Todos los peligros que anunció Ratzinger están aquí ya, metidos en la Iglesia de Roma, socavando la cultura europea y donde hay que mirar es a otro sitio. Sin una Europa católica en lo religioso no hay catolicismo. Será otro cristianismo pero no catolicismo. Esto no lo ha entendido porque les es complicado un análisis sociológico y antropológico. Si hasta los últimos marxistas y algunos postmodernos europeos han vuelto a mirar a san Pablo por algo será. A Francisco no queda más que decirle “Quo vadis Petrus?”.

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