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“El franquismo policial lo tapó todo cuando se evidenció que Carmen Polo fue víctima de la trama de la Operación Sevilla”

El detective privado y escritor Juan-Carlos Arias presenta en ‘El falsificador de Franco’ la apasionante historia del pintor sevillano que supo engañar al mundo del arte con plagios de los grandes maestros de la pintura universal

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análisis

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Si apasionante es la historia que se cuenta en El falsificador de Franco (Samarcanda), no menos lo es la trayectoria profesional de su autor, el detective privado, criminólogo, articulista y escritor sevillano Juan-Carlos Arias, curtido en mil batallas y superviviente nato de épocas procelosas que le sirven para tomar perspectiva y le hacen baremar el presente poco menos que como un bálsamo de aceite con respecto a tiempos pretéritos. Precisamente en su Sevilla natal germinó el perfil del gran protagonista de esta embelesante investigación, Eduardo Olaya, apodado la Baronesa. Apunta Julio Muñoz en el prólogo: “No sé que tiene esta ciudad, pero no creo que haya otro lugar en el mundo que genere más perfiles como la Baronesa: geniales y malditos”. Un falso bodegón de Velázquez nada menos, colgado en el Palacio del Pardo por obra y gracia de Carmen Polo, la Collares, esposa del dictador Francisco Franco, sirve de mecha para explosionar esta asombrosa traca que es El falsificador de Franco, un caso donde nada era lo que parecía ser y donde estuvieron metidos en el ajo desde galerías de arte de primer nivel hasta prestigiosos marchantes, con incautas víctimas de alto copete.

Detective privado, criminólogo, colaborador habitual en diversos medios de comunicación y escritor. ¿Con cuál de estas apasionantes variantes profesionales siente que se ha equivocado más en la vida?

Me considero un detective que escribe. Conozco historias fascinantes y tenebrosas de primera mano. Algunas las paso al teclado disfrazando identidades y lugares por secreto profesional. Escribir lo que vives en tu oficio no lo considero equivocación. Ya hicieron con proverbialidad Joe Gores o Dashiell Hammet como pioneros de la novela, ambos trabajaron en la mítica agencia Pinkerton. En España Vázquez Montalbán, Juan Madrid o Andreu Martín escribían sobre detectives de oídas, pero en el empeño de escribir los casos debidamente ficcionados tengo ilustres colegas de tarea: Rafael Guerrero, Enrique Hormigos, David Blanco, por ejemplo. Escribir libros sobre casos reales, o canalizar al detective Reyes como sabueso de la ficción, es un trago largo, los artículos en prensa son cerveza o vermut. El inolvidable Fernando Quiñones ¡cuánta razón llevaba!   

Pese a todo, ahí sigue, on the road. ¿Por qué esa necesidad de contar historias, de dónde le surge?

La historia que vehicula El falsificador de Franco era imposible que permaneciera inédita. De la confidencia de un comisario de Policía, mi padre qepd, surgió una hidra con brazos mil. Arrancó con un copista genial, Eduardo Olaya. Siguió con un anticuario que le explotaba, Andrés Moro, y con dos marchantes: uno suicidado, Astasio Egea; otro vivo, con casi cien años, el neoyorquino Stanley Moss. Indagué en archivos, y hasta pleiteé, parea desclasificar informes policiales de 1960, en pleno franquismo. La búsqueda de un falso Velázquez que denunció como víctima de –presunta– estafa una marquesa, y cómo el mismísimo Arias Navarro, íntimo de La Collares, esposa del Generalísimo, movilizó brigadas policiales para encontrar un cuadro que colgaba en el Palacio del Pardo, fue un ridículo total. La hasta entonces Operación Sevilla se tapó por las vergüenzas que entrañaba para un régimen que celebraba ‘25 años de paz’ tras una sangrienta guerra fratricida. El libro que acabé publicando, tras adversidades mil, plasma esa necesidad de compartir una historia que para Interpol, interesada por la trama internacional de cuadros falsos, fue ‘sensacionalismo periodístico’, según dictaminó Arias Navarro al respecto. En la historia hay mucho de la condición humana: héroes anónimos (Olaya, comisario José Arias, periodista Julio Camarero), villanos (Andrés Moro, doña Carmen Polo, alérgica a pagar sus caprichos) mercaderes sin alma (Stanley Moss, José Antonio Llardent -su gerente-). En El falsificador de Franco se vindica al policía vocacional impermeable al gobierno de turno, al copista que mejora originales, se denuncia la persecución que sufrió el colectivo LGTBQI+ durante el franquismo más cerril y se localizan los cuadros con sospechas de originalidad (sobre todo grecos, goyas, zurbaranes, mengs, picassos) en distintos museos españoles (Prado y Thyssen) y foráneos (Cleveland, Norton & Simon y Metropolitan norteamericanos, más las Galerías estatales de Grecia, Australia, Reino Unido, Canadá y EEUU). A todas esas pinacotecas vendió obra un judío muy inteligente, Stanley Moss. Su mayor proveedor español fue Andrés Moro. Ahí lo dejo.      

 

El pintor sevillano Eduardo Olaya, ‘la Baronesa’.

¿Cuál fue el germen de donde surgió su interés por contar la apasionante historia que se desgrana en las páginas de El falsificador de Franco?

Todo parte de mi curiosidad personal y profesional. Tirar del hilo ha sido constante, y no paran de salir metros y metros. La investigación de años desplegada ha documentado, una vez cerrado el texto de la obra, de hechos muy preocupantes en las compras millonarias del conocido Legado Villaescusa por parte del Museo del Prado. Un dato: Un fallecido miembro nato del Patronato del Prado, José Milicua, un pope del arte clásico español e italiano, aconsejó la compra por casi cuatro millones de euros de un Greco con sospechas de originalidad. Está expuesto y se le compró a Stanley Moss con sospechado sobreprecio. Milicua y Moss fueron detenidos y multados por contrabando numerosas veces en los 60. Sus nombres se repiten en edictos del BOE a atestados policiales. Esta realidad demuestra que el interés inicial por homenajear humildemente la vocación policial de mi padre (qepd) basa un escándalo que no sé si conmoverá algo en un país donde la verdad no interesa.

Como señala Julio Muñoz en el prólogo, la historia “crecía y crecía” conforme uno se iba adentrando en ella. ¿No cree que ni el más inspirado Pérez-Reverte sería capaz de inventar una trama tan rocambolesca y apasionante como la de su libro?

Si se inventa El falsificador de Franco sale mucho peor e libro. Estoy persuadido que la ficción del celuloide hará de las suyas en la historia. El tema del fake art (arte falso) que investiga un detective privado sobre secretos policiales, el contexto del peor franquismo represor de gais o el mercadeo más vil de patrimonio patrio sobre la picaresca sevillana siglo XX da mucho juego para cualquier guionista.  

De usted dice Julio Muñoz que es una de esas personas con las que el tiempo pasa más rápido”. Algo tendrá el agua cuando la bendicen, ¿no cree?

El prologuista de la obra, Julio Muñoz @rancio, no puede ser el más adecuado. Conoce la historia de primera mano. Y quedó atrapado –creo– de la trama que rodea la Operación Sevilla y El falsificador de Franco. Yo, como modesto detective de provincias, aporto mi granito con el olfato que caracteriza a un mosaico de datos que se reúne para emocionar, divertir y entretener al lector. Ese es el principal propósito del libro. No es la historia de un puzle, donde las piezas encajan.   

Asegura que todo, o casi, de lo que se cuenta en este libro puede ser contrastado hasta sus últimas consecuencias para verificar que no falta a la verdad. ¿Qué margen ha dejado para la ficción?

El margen de la ficción se sustenta sobre el sentido común, la lógica y buscar explicación a los silencios, tachaduras sobre identidades de documentos desclasificados y el ridículo que sentirán herederos de compradores de obra a Moro o Moss. El libro repite algo común: el cazador cazado. Y es verdad que las gangas no existen, ni los euros se venden por céntimos. 

“Indagué en archivos, y hasta pleiteé, parea desclasificar informes policiales de 1960, en pleno franquismo”

Entremos ya en el meollo del libro. ¿Quién fue, a grandes rasgos, Eduardo Olaya, la Baronesa?

Olaya fue un apasionado restaurador cuyo oficio le llevó a imitar a clásicos de la pintura. No buscaba dinero, ni negociar con su obra. Sólo quería, entiendo, mejorar originales. Por respeto a las firmas consagradas no suscribía sus lienzos. Pasó temporadas en el Prado analizando obras maestras y explicándose el alma del artista para trasladarlo a su pincel. Las copias de Olaya eran geniales, mejores si cabe que lo obrado por el maestro al que imitaba. La Baronesa era un transgresor que completaba su personalidad con ese alias policial. Olaya pasó un tercio de su vida en la cárcel, allí contrajo la tuberculosis, que aceleró su temprana muerte, junto a ser un fumador y bebedor compulsivo. Olaya tuvo vaivenes, bohemia, vicios, arte. Le faltó poco.  

¿Y Andrés Moro?

Es el arquetipo de mercader que acertaba con quien le compraba. Fue el más importante y nutrido anticuario europeo, según mis cálculos. Supo atesorar piezas, clientela de todo el mundo y sabía cómo halagar o conducir las compras. Tuvo tiendas entrelazadas por muros internos en varias manzanas frente a la Giralda. Las mejores piezas eran para su más selecta clientela. Las enseñaba en su palacio privado, hoy un hotel de lujo, llamado Palacio de los Pinelo. En El falsificador de Franco trascribo un texto del doctor Javier Clavero que sitúa a la última Duquesa de Alba Cayetana Fitz-James Stuart en las dependencias privadas de Moro. La fallecida duquesa fue una de sus más selectas clientas. A partir de ahí podría hacerse una novela real.

Stanley Moss, otro de los personajes clave de la apasionante trama de ‘El falsificador de Franco’

Y otro protagonista fascinante de la trama: Stanley Moss, que actualmente cuenta con 98 años de vida.

Moss es un buscavidas que aterriza en la Barcelona de finales de los 40. Allí malvive como profesor de inglés y conoce a José Milicua Illaramendi. La íntima amistad sólo se extinguió con la muerte, en 2013, del que fuera catedrático de Historia del Arte, asesor de coleccionistas y museos autenticador de lienzos de clásicos, escritor y pope, repito, de la teoría académica. A Moss se le queda pequeña aquella Barcelona de posguerra y hambruna. Desembarca en Madrid y pasa temporadas en suites del Palace y Ritz. Colecciona clientes millonarios de los EEUU, europeos y españoles. Junto a Milicua, José Antonio Llardent –gerente- Astasio Egea –almacenista–, Emilia Casasnovas Despujols –secretaria– y Virginia Guitián –‘gancho’ de compradores–. La ingente demanda que acumula le supera y empieza a tirar de copias por originales. La policía le detiene varias veces y etiqueta como ‘exportador de obras ilegales’ junto a Llardent y Milicua, el que se repite en el BOE y atestados policiales como “contrabandista”. En los 70 Moss se radica en Riverdale, al norte de Manhattan, donde en su palacete sigue vendiendo a millonarios y museos. La carrera de poeta, como creo quiere pasar a la historia, es irregular porque no le dio los frutos que deseaba. Me refiero a premios y reconocimiento. Por eso montó una editorial para que alabasen su ego amigos y crítica. Pero eso tampoco lo logró. Su irredenta sustancia judía le hace un magnífico mercader que colocó lienzos en todo el mundo con tanto arte como la palabrería de Moro o los encantos de la Guitián, al parecer un bellezón que convencía al comprador de obra con sus encantos y le disipaba cualquier duda.    

La denominada Operación Sevilla, eje de la trama de El falsificador de Franco, nunca quedó cerrada. ¿Qué aristas quedan aún por aclarar en esta apasionante historia?

El franquismo policial lo tapó todo cuando se evidenció que doña Carmen Polo fue víctima de la trama. Se ha borrado todo lo posible, se han purgado archivos, y la ‘denuncia-vacuna’ de la marquesa de Ybarra jamás llegó a sentencia judicial. No queda claro quién era el vendedor del falso Velázquez a la Collares. Se sabe que Moro lo suministró con el oficio al pincel de Olaya, pero, ¿quién lo vendió? Ahí aparece una inconcreta ‘alta personalidad’ que citan atestados policiales. No quieren identificarla a las claras. ¿Hubo miedo, presiones? ¿Quería taparse algo más importante? 

“En El falsificador de Franco se vindica al policía vocacional impermeable al gobierno de turno, al copista que mejora originales, se denuncia la persecución que sufrió el colectivo LGTBQI+ durante el franquismo más cerril y se localizan los cuadros con sospechas de originalidad”

¿Qué papel clave jugó en la historia el padre del autor de este libro?

Mi padre, José Arias Galán (1914-1992) era inspector del Cuerpo Superior de Policía en 1960. Amaba el arte. Tuvo destino en el Gabinete de Identificación (hoy Policía Científica). Con tesón y paciencia infinita era experto en dactiloscopia y fotografía criminal. En 1958, fue el primero que fotografió el Tesoro del Carambolo, tras inventariar el de la Condesa de Lebrija, pues al fallecer sin descendencia sus herederos se pelearon por mosaicos y mármoles robados de Itálica. Al que fuera director general de Seguridad, Carlos Arias Navarro, le sugirieron en Madrid que en Sevilla fuera Arias Galán (con el que nada tenía que ver mi padre a nivel familiar) quien investigara la denuncia de la Marquesa de Ybarra. Tras echar balones fuera los posibles encartados (Olaya, Moro, Llardent, Moss…) fue Olaya, cercado por la injusticia de ser víctima y esclavo de Moro, el que relató a mi padre la verdad del destino del falso Velázquez que se denunció. Esta realidad, al destaparse el escándalo de que la esposa de Franco fuera víctima de un timo que le costó una millonada creyendo adquirir una ganga, hizo a Olaya un ‘muerto civil’, y a mi padre el mensajero del mal. Ninguno tuvo culpa del trapicheo y tejemanejes de poderosos. Desde Madrid se obligó a callar y tapar todo lo concerniente a la oficiosa Operación Sevilla que inspira El falsificador de Franco. A mi padre, inclusive, como en las películas le pidieron la placa y la pistola como previo de su expulsión. A Olaya lo encarcelaron, una vez más, por tonterías pendientes. Al final, años después, Olaya siguió pintando genialidades y mi fallecido padre llegó a ser el primer Comisario-Jefe andaluz de la Policía Científica. Le fue otorgada la pensionada Cruz al Mérito Policial con distintivo Rojo, algo que rechazó, al igual que una pensión como oficial de Ejército pues estuvo en la guerra de Marruecos y la fratricida. Se jubiló en 1979 como Comisario-Principal. Pocos meses antes de morir me relató la injusticia que se cometió con Olaya como el caso que más le marcó en su trayectoria policial.         

Como detective privado que es, ¿es más fácil lograr pruebas contra un defraudador de Hacienda o lograr encajar todas las piezas del puzle de El falsificador de Franco?

Mucho más fácil, tras 40 años como detective, pillar, documentar y obtener pruebas sobre falsos/as insolventes, saboteadores/as, acosadores, defraudadores, profesionales de la baja médica, timadores… No tengo ninguna duda, El falsificador de Franco es un mosaico sobre el arte falso (fake art) que trasciende las fronteras españolas desde el principio. Como tal las piezas no encajan, ni bajo esfuerzo, porque sobre el papel ‘nadie conoce a nadie’ según la novela de Juan Bonilla. Pero el negocio de venderle a codiciosos, millonarios, coleccionistas y museos copias por originales de maestros de la pintura se dispara tras la posguerra con la peseta muy devaluada ante el dólar o el marco. Hay entonces más demanda que oferta. Y esta parte de un dato objetivo: los pintores clásicos ya no pintaron más desde sus tumbas. Pero hay mercado irredento para Murillo, Picasso, Velázquez y El Greco, el más falsificado junto a Dalí y los contemporáneos. Y Olaya pintaba copias compulsivamente, sin desmayo. Podía fabricar copias rápido con lienzos y marcos que compraba, a precio de chatarra, en parroquias, conventos y palacetes que se derribaban u obraban. Además, las compra-ventas de cuadros son opacas, raramente se les puede seguir la pista. Y, además, en los 60, no existían medios científicos para destapar copias o plagios sobre originales. Ahora sería impensable algo parecido a lo que desgrana El falsificador de Franco. Hay muchos Olayas dentro y fuera de España, calculo que casi 500. Mi padre (qepd) me confió cuál la marca que dejaba el genial pintor en la parte posterior del lienzo que copiaba al maestro. Es fácil pues localizar los plagios. Muy otro es el interés que pudiera existir para declararse propietario de una copia pagada como original. Así son las historias que van contra corriente.     

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