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España y la modernidad reaccionaria

Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos
Doctor en Historia
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análisis

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Resulta tentador interpretar nuestra historia reciente en términos de una lucha secular entre las dos Españas, la reaccionaria y la progresista, simbolizadas en esa escalofriante pintura de Goya que es el “duelo a garrotazos”. Si esta etiqueta simplificadora fuera correcta, estaríamos ante un combate entre la modernización y el inmovilismo. Pero, pese a las apariencias, no es eso lo que encontramos. La pugna tiene lugar, más bien, entre visiones alternativas de la modernidad. Una se fundamenta en el racionalismo y los valores laicos. Otra se halla igualmente abierta a los avances técnicos, siempre, eso sí, que se eliminen los elementos indeseados del progreso que se traducen en movimientos revolucionarios.

La contrarrevolución en el siglo XIX, no implicó necesariamente un rechazo sin matices de los valores modernos. Eso es precisamente lo que reflejaba un propagandista del carlismo, José Ruiz de Luzuriaga, crítico con sus enemigos ideológicos porque no los encontraba coherentes con la ideología que profesaban: “son liberales de palabra y déspotas y tiranos de hecho”. A su juicio, resultaba profundamente inconsecuente hablar de gobierno dinástico y negarse a convocar Cortes para resolver la pugna dinástica que había hecho estallar un conflicto bélico.

Tenemos así la aparente paradoja de un carlista, al que suponemos adicto al más rancio absolutismo, afirmar que sus correligionarios no tienen miedo a la “representación nacional reunida”. Esta terminología, de claro sabor moderno, resulta insólita, al menos a primera vista, en boca de un seguidor del hermano ultramontano de Fernando VII. Para Ruiz de Luzuriaga, el ascenso al trono de Isabel II no era sino una usurpación de la “soberanía española”. Hablaba, pues, de una soberanía que correspondía no solo al Rey, también a España. Escribe, por eso, para “evitar grandes males a la nación”. Su lealtad no es solo para la persona del soberano, como en una monarquía premoderna, puesto que habla en términos muy claros de “la salvación de la patria”, una terminología que puede ser conservadora o progresista si el que la utiliza es Robespierre al frente del Comité de Salud Pública.

Algunos años más tarde, otro ideólogo del carlismo, Bienvenido Comín, explicaría por qué los españoles debían volver a sus antiguos principios, basados en la monarquía por derecho divino, sin por eso renunciar a ser hombres de su tiempo. La tradición, tal como él la concibe, nos es sinónimo de inmovilismo sino una realidad “progresiva” donde tienen cabida “las exigencias legítimas, y los progresos legítimos de la época moderna”. El autor, por tanto, distingue entre los aspectos de la modernidad que se pueden asumir y los que se deben rechazar. Su visión del siglo XIX no es de rechazo tal sino una criba con ojos católicos de todo el cúmulo de novedades surgido de 1789.

Comín se esfuerza en demostrar que su movimiento no responde a los estereotipos que dibujan sus enemigos. ¿Absolutismo? Nuestro protagonista rechaza incluso la denominación. El hecho de reinar y gobernar no implica que el monarca pueda comportarse como un déspota. Los gobernantes, como los gobernados, “tienen obligación de someterse a las leyes competentemente establecidas”. Contra este imperio de la Ley, siempre que se trate de normas justas, nadie tendría derecho de rebelión. Pero, si la norma no es justa, el poder pierde de inmediato su legitimidad. En cuanto a la relación entre el Estado y la Iglesia, Comín precisa que los carlistas propugnan una relación armónica entre ambas instituciones, no una teocracia.     

¿Es esta la manera de expresarse de un recalcitrante reaccionario? No era una excepción. Incluso un periódico tan furibundamente antiliberal como El Siglo futuro, partidario de que el poder político se subordinara al religioso, existen aspectos que entroncan, sorprendentemente, con la tradición progresista. Aunque el diario integrista estaba convencido de que no existía más verdad que la suya, también defendía iniciativas como la abolición de las quintas, y del servicio militar obligatorio, o una descentralización tan completa como lo permitiera la unidad nacional. Es implicaba no solo abogar por una forma de régimen autonómico, también por la cooficialidad de las lenguas regionales.

Puede parecer, en cierto sentido, que proponer la devolución de las atribuciones de los antiguos Reinos y Señoríos es mirar al pasado, no al futuro. Pero no faltan nacionalistas catalanes o vascos, a los que no se tiene por antimodernos, que hubieran firmado un retorno la época de los fueros. En fechas tan recientes como las de la Transición, el PNV llegó a proponer que la inserción del País Vasco en España se efectuara en términos bilaterales, a través de un pacto con la Corona.

Como bien señala Jordi Canal, existe un prejuicio extendido acerca de la supuesta incompatibilidad entre reacción y modernidad. El carlismo, en efecto, propone una original amalgama de ambos elementos. No es un retorno a la España imperial sino una fuerza puramente decimonónica. Su existencia no puede ser esgrimida, en consecuencia, como una prueba del atraso político español. En palabras de la hispanista Pamela Beth Radcliff, nos encontramos ante “una fuerza política flexible y en evolución que respondió a los cambios provocados por la revolución liberal”. Sus inquietudes, de hecho, no están en algunos puntos tan alejadas de las nuestras. En plena modernidad líquida, también nos preguntamos a dónde lleva un individualismo exacerbado que parece anular cualquier vínculo de naturaleza colectiva.

La historiografía, en los últimos años, ha destacado la existencia paradójica de esta clase de fuerzas políticas que proponen una aceptación selectiva de los cambios de su época. Su presencia explica, por ejemplo, que en Alemania triunfa la revolución burguesa pero fracasara la revolución liberal, en un proceso que desafía los modelos teóricos que vinculaban industrialización y democracia. De ahí que, en un trabajo pionero, Reactionary Modernism: Technology, Culture, and Politics In Weimar and the Third Reich (Cambridge University Press, 1984), Jeffrey Herf utilizara el concepto de “modernismo reaccionario”, un aparente oximorón, para referirse al entusiasmo por la tecnología y al rechazo de la Ilustración que caracterizó la ideología nazi. No existiría, pues, una sola modernidad, sino tendencias diferentes y, en ocasiones, antagónicas. La modernidad, como lúcidamente apunta Joseba  Arregi, no puede ser definida en términos unívocos: “La cultura moderna es ilustración y racionalismo, pero también  romanticismo y sentimiento; la cultura moderna es burguesía, pero también es proletariado. La cultura moderna es democracia y constitucionalismo, pero también es totalitarismo”.

Este paradigma interpretativo ayuda a explicar como un movimiento como el carlista, tan anacrónico a priori, pudiera sobrevivir durante tantos años y no ceñirse solo al siglo XIX. De hecho, la Guerra Civil de 1936 puede ser vista, en cierto sentido, como una cuarta guerra carlista. En marzo de ese año, poco antes de que estallara el conflicto, la Comunión Tradicionalista se presentaba como una fuerza que estaba y siempre había estado “en pie frente la revolución”. Lo revolucionario, en este contexto, sintetiza todas las amenazas imaginables y justifica el recurso a la violencia, legitimada como un instrumento puramente defensivo.

El carlismo se integró en el nacionalcatolicismo franquista, una ideología que, a decir de Alfonso Botti, no sería arcaizante y antimoderna. Mientras rechazaba el liberalismo político, aceptaba el liberalismo económico, un instrumento eficaz para enriquecerse sin jugarse el cielo. Ramiro de Maeztu, el importante pensador derechista, proponía conciliar catolicismo y capitalismo para que el primero se convirtiera en un estímulo para la creación de riqueza, cumpliendo así la misma función que el protestantismo en países como Estados Unidos. La prosperidad podrá llegar a alcanzarse si un gobierno fuerte se ocupa de garantizar el mantenimiento del orden.  

El escritor Arturo Barea, por tanto, estaba en lo cierto. Los insurrectos del 18 de julio de 1936 “querían retomar precisamente las bases de la vieja sociedad, aunque revestidas de la parafernalia de la industria y la guerra modernas”. La versión del orden antiguo que proponían, por tanto, implicaba una actualización.

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