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Horror en Gaza: los orígenes del conflicto

Desde el año 1947, Israel ha incumplido sistemáticamente las resoluciones de Naciones Unidas hasta llegar a la matanza de palestinos de hoy

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análisis

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El conflicto palestino lleva décadas generando espirales de acción-reacción, de odio, de sangre y de miles de fallecidos. Una vez más, nos encontramos ante el clásico contencioso territorial, una disputa por una porción de tierra en la que se ven involucrados uno o varios actores. En un principio, solo existía Palestina. Este territorio siempre convulso comprendido entre el río Jordán y el mar Mediterráneo fue provincia del antiguo Imperio otomano. “A finales del siglo XIX, tanto el auge del movimiento sionista como el beneplácito de las potencias coloniales provocaron un importante movimiento migratorio de ciudadanos judíos procedentes de todo el mundo, que progresivamente se fueron instalando en los nuevos territorios a través de la compra de tierras a la población árabe autóctona”, asegura Miguel Peco Yeste en el informe El conflicto palestino-israelí, elaborado por el Ministerio de Defensa y en el que también participa como autor Manuel Fernández Gómez, profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Carlos III de Madrid.

Tras la Primera Guerra Mundial, y con el desmembramiento del Imperio otomano, Palestina pasó a estar bajo supervisión británica por mandato de la Sociedad de Naciones. Los judíos continuaron con la política de compra de tierras pese a la oposición de los palestinos y de los Estados árabes colindantes, en su mayoría musulmanes, y el rencor siguió echando raíces. “Este clima de conflictividad se manifestó en revueltas y en levantamientos nacionalistas palestinos, sofocados por las fuerzas británicas”, asegura Miguel Peco.

Pero el punto de inflexión que desembocó en uno de los mayores conflictos políticos y militares del planeta llegó en 1947, cuando la ONU estableció un Plan de Partición para Palestina que contemplaba dos estados, además de un régimen especial para las ciudades de Jerusalén y Belén bajo auspicio internacional. La hoja de ruta fue rechazada por el Gobierno británico y también por los países árabes y al día siguiente de la votación fallida estalló la contienda civil, a la que siguió la primera guerra árabe-israelí de 1948. En mayo de ese mismo año, se autoproclamó el Estado independiente de Israel, que vino a enardecer todavía más los ánimos de los palestinos autóctonos. Tras la retirada de los británicos de la zona (de nuevo una descolonización precipitada y mal acabada con consecuencias nefastas) las refriegas entre unos y otros se hicieron constantes.

Finalmente, la primera guerra árabe-israelí permitió que los judíos ganaran varios miles de kilómetros cuadrados de superficie, superando lo establecido en el Plan de Partición. Al igual que ocurre en nuestros días, miles de palestinos fueron condenados al éxodo sin compasión.

El grave problema siguió latente hasta 1967, otra fecha histórica, la que marcaría el inicio de la Guerra de los Seis Días. Esta vez Israel se enfrentó a una coalición formada por Egipto, Siria, Jordania e Irak. El resultado fue otro gran botín para el Estado hebreo, que acabó ocupando la Franja de Gaza y el Sinaí (territorios arrebatados a los egipcios); Cisjordania (anexionada a costa de los jordanos); y los Altos del Golán (un expolio a Siria). Fue entonces cuando recayó la Resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, una de las primeras de una larga lista de incumplimientos sistemáticos. En aquella decisión de la ONU se ordenaba a Israel el repliegue de sus tropas a las fronteras iniciales, así como el reconocimiento mutuo de todos los estados de la zona. En concreto, el preámbulo del dictamen proclamaba la “inadmisibilidad de la adquisición de territorio por medio de la guerra” y “la necesidad de trabajar por una paz justa y duradera, en la que todos los Estados de la zona puedan vivir con seguridad”. Fue una condena en toda regla a los métodos expeditivos de Israel que Israel, de nuevo, pasó por alto.

Lo que quedó tras aquella guerra fue el éxodo masivo de 300.000 palestinos y un fenómeno nuevo, el asentamiento de los primeros colonos judíos, que vino a complicar aún más la situación. Comenzaba lo que los historiadores conocen como “judaización forzada”. La posterior derrota de la coalición árabe formada por Egipto y Siria en la guerra del Yom Kippur (1973), solo sirvió para consolidar la posición hegemónica de Israel en Oriente Medio.

Para entonces los invadidos ya se habían organizado en la OLP (Organización para la Liberación de Palestina, fundada en 1964) que lideraría el hombre fuerte del momento: Yasir Arafat. Durante un tiempo, la OLP, gran esperanza para millones de palestinos, se hizo fuerte en el Líbano, donde se instaló tras ser expulsada de Jordania y desde donde lanzaba sus ataques esporádicos contra Israel. Tel Aviv decidió intervenir invadiendo el sur del Líbano en 1982. En septiembre de ese año, el mundo asistía horrorizado a las masacres de Sabra y Shatila. Ambos eran barrios paupérrimos del Beirut Oeste acondicionados (por decir algo), como campos de refugiados para palestinos. Aquellos tres días negros, entre el 15 y el 18 de septiembre, milicianos de una organización denominada Partido de las Falanges Libanesas, de inspiración católica maronita, se lanzaron sobre los deportados para exterminarlos. El motivo oficialmente aducido: vengar el asesinato del presidente electo del Líbano, Bashir Gemayel, y una matanza anterior ocurrida en Damour, donde comandos palestinos de la OLP acabaron con la vida de 582 personas.

Las matanzas de Sabra y Shatila ocurrieron cuando las fuerzas internacionales de interposición ya se habían retirado de los campos de refugiados. El Ejército de Israel autorizó el plan, pero decidió no entrar en los barrios ni mancharse las manos en aquella “operación de limpieza”, como se la denominó en su día. El intento de las fuerzas judías por pasar desapercibidas no impidió que los mandos militares instalaran un puesto avanzado en el tejado de un edificio de cinco plantas, desde donde, con un potente aparato telescópico, siguieron en primera fila de butacas todo el operativo de liquidación de inocentes. “La cuestión que nos estamos planteando es, ¿cómo empezar? ¿Violando o matando?”, preguntó un falangista. Funcionarios de Estados Unidos conocieron el dispositivo de antemano y alguno que otro llegó a expresar su horror ante lo que se estaba preparando. Finalmente, el entonces ministro de Defensa hebreo, Ariel Sharon, y el jefe del Estado Mayor, Rafael Eitan, dieron luz verde al despliegue militar. Sin duda, el baño de sangre fue bendecido por Tel Aviv.

La primera unidad formada por 150 falangistas libaneses entró en los campamentos a las seis de la tarde del día 15. Todos iban armados con pistolas, cuchillos y hachas. Durante treinta y seis horas de orgía criminal, los atacantes acribillaron sin piedad a centenares de palestinos. Por la noche, las tropas de Israel lanzaban bengalas al cielo, de forma que los campos se iluminaban como “un estadio durante un partido de fútbol”, según una enfermera holandesa que presenció el horror del exterminio. Soldados de los tanques israelíes fueron informados de la matanza, pero la respuesta lo dice todo sobre el suceso: “Lo sabemos, no nos gusta, no interfiráis”. Mientras tanto, Sharon seguía insistiendo ante la opinión pública en que era necesaria una “limpieza de terroristas” para garantizar la seguridad y el futuro de Israel.

Cruz Roja calculó que la operación de castigo en Sabra y Shatila costó la vida a más de 3.000 personas. Testigos de la Comisión Kahan, abierta para esclarecer el horrendo episodio, declararon haber visto cómo se fusilaba a las víctimas, entre ellas un grupo formado por mujeres y niños. Finalmente, la investigación concluyó que la matanza había sido ejecutada única y exclusivamente por las falanges libanesas, aunque consideraba a Israel “indirectamente responsable” por no haber previsto lo que iba a suceder y actuar en consecuencia. Sharon salió tocado del trance –fue hallado responsable subsidiario de la carnicería y obligado a dimitir como ministro de Defensa–, pero en 2004, cuando el genocidio ya se había enfriado, logró alzarse al poder con el cargo de primer ministro.

Para Estados Unidos, la Comisión Kahan fue “un gran tributo a la democracia israelí” y, una vez más, Washington miró para otro lado, como ha hecho Joe Biden en los últimos días a propósito de la última operación de castigo contra la Franja de Gaza. Después de lo de Sabra y Shatila, la fuerza internacional de paz volvió a desplegarse en Beirut, pero el conflicto se recrudeció con más odio antisionista y más fundamentalismo en los países árabes. A la postre, quedó la sensación de que el informe Kahan no fue más que una mascarada, ya que los culpables de la masacre salieron impunes.

Janet Lee Stevens, una periodista estadounidense que pudo entrar en el escenario de los crímenes, relató: “Vi mujeres muertas en sus casas con las faldas subidas hasta la cintura y las piernas abiertas; docenas de hombres jóvenes fusilados después de haber sido colocados en fila contra la pared de una calle; niños degollados, una mujer embarazada con su tripa rajada y sus ojos todavía abiertos por completo, su cara oscurecida gritando en silencio por el horror; incontables bebés y niños pequeños que habían sido apuñalados y destrozados y a los que habían arrojado a pilas de basura”.

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1 COMENTARIO

  1. El Sionismo y el Nazismo son una misma identidad. Ambos surgen en la misma época y en los mismos territorios, en Centro-Europa; a la vez que descansa en la misma premisa: La superioridad de un pueblo sobre el resto; los nazis, los alemanes; los sionistas, los judíos.
    Además el «problema judío» es una cuestión creada por el cristianismo europeo, que no admitía a ningún ser humano ó pueblo que no fuese cristiano. La inquisición, los pogrons, no los engendraron ni legitimaron los palestinos; sino, las iglesias cristianas; desde la papista, la ortodoxa, y las evangélicas. Hasta hace poco, la iglesia católica llamaba «deicida» a los judíos, en todas las misas. Es la barbarie cristiana, la que da origen a la persecución y el exterminio de los otros europeos que no profesasen el cristianismo.
    Recomiendo leer: «Opus Diaboli», «La historia criminal del cristianismo», «La puta de Babilonia», para hacerse una idea de lo que significó y significa en la historia, el cristianismo.

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