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La Federación Española de Fútbol es una guarida de lobos

Redes clientelares, amiguismos, poder autoritario y decisiones poco transparentes hacen de este organismo un ente al margen del Estado de derecho

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análisis

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Luis Rubiales puede perder 925.761,81 euros en ingresos brutos en el caso de ser inhabilitado (sumando lo que ganaba como presidente de la Federación de Fútbol y como vicepresidente y miembro del comité ejecutivo de la UEFA). Casi un millón de euros de vellón. Nunca un beso robado salió tan caro.

Nadie que ve cómo está a punto de que se volatilice de su bolsillo semejante pastón permanece impasible ante quienes amenazan su estatus. Pelea con uñas y dientes, se revuelve, suelta dentelladas y zarpazos, miente si es preciso. Coloca a sus dos hijas entre el público en una mascarada de asamblea federativa para dar pena; consiente que su madre se encierre en una iglesia, en huelga de hambre, en un sainete berlanguiano para befa y mofa de la prensa internacional. Se victimiza a sí mismo hasta hacer el ridículo más espantoso.

Un millón es demasiado dinero para dejarlo pasar. Un kilo es un auténtico pastizal por el que merece la pena enfrentarse con las mujeres de todo un país, hartas ya de que las magreen, las besuqueen y las morreen sin previo consentimiento. ¿Cómo puede llegar a ganar todo ese potosí alguien que, bien mirado, no es una estrella del fútbol, ya que tan solo se dedica a tareas directivas (y ni eso, se lo dan todo hecho sus colaboradores, machacas y asesores)?

Hace tiempo que el fútbol español es un desastre en lo deportivo, en lo social y en lo económico. Y mucho más la Real Federación Española, que acumula tantos escándalos y corruptelas que el pueblo, en las redes sociales, la ha rebautizado ya como Real Defecación Española. Durante décadas, nos hemos acostumbrado a que personajes de todo pelaje y condición aterricen en esa casa para medrar y hacer carrera meteórica. ¿Se acuerdan de aquello que decía el gran José María García en sus míticos programas radiofónicos nocturnos de la Transición en los que destapaba casos turbios de todo tipo en los despachos del deporte rey? Una de las frases célebres del valiente Butanito era: “Han llegado al fútbol español para servirse, no para servir”. Y lo decía con conocimiento de causa tras publicar las facturas por cenas, comilonas, desplazamientos, hoteles, dietas y comisiones por gastos varios de nuestros federativos. Uno, que ya peina canas, recuerda programas antológicos en los que el bravo periodista iba recitando, desde el primer plato hasta el último, el menú de las viandas y buenos vinos que nuestros prebostes de la RFEF se metían entre pecho y espalda tras las reuniones y juntas directivas. Las lubinas, los entrecots, el caviar, las postres delicatesen, los caldos de la tierra, el champán más caro, las copas y el puro que se zampaban aquellos vejestorios casposos, tripones y algo franquistas, por qué no decirlo, provocaban la indignación del periodista, que les obsequiaba con expresivos calificativos como “abrazafarolas”, “chupópteros” y “correveidiles”. 

No sabemos cómo fue la gestión del primer presidente de la RFEF, Francisco García Molina, allá por la prehistoria del fútbol (permaneció en el cargo entre 1913 y 1916 y obviamente no hay datos). Lo que sí sabemos es que, ya en tiempos recientes, desde Pablo Porta hasta Rubiales, pasando por Ángel María Villar, la Federación siempre ha sido la casa de tócame Roque. Un Estado dentro de otro Estado; territorio sin ley; el cortijo o coto privado del cacique de turno. En la reciente Asamblea de la vergüenza, en la que Rubiales reunió a sus acólitos, palmeros, corifeos y estómagos agradecidos para que lo aplaudieran a rabiar y lo ratificaran en el cargo, escenificando todo su poder omnímodo, Rubiales se presentó a sí mismo, más que como un cargo elegido por otros democráticamente, como uno de esos dictadores bananeros que hacen y deshacen a su antojo. Especialmente escalofriante fue ese momento en que, dirigiéndose a los asistentes, repitió una y otra vez, hasta por cinco veces y en tono exaltado, eso de “no voy a dimitir”. O ese otro trance en el que, más chulo que un ocho y comportándose como un Trump del fútbol al que le sobra el dinero, ofreció medio millón de euros a Jorge Vilda, su fiel entrenador del equipo femenino que, dicho sea de paso, al día siguiente lo traicionó emitiendo un comunicado en el que calificó de inaceptable el beso o “pico” del jefe a la jugadora Jenni Hermoso.

Cada uno de esos tics autoritarios no hace sino demostrar que nuestro fútbol funciona al margen del Estado de derecho, casi como una oscura hermandad o masonería formada por extraños personajes salidos de las federaciones territoriales. Ahí manda quien manda y se hace lo que dice el hombre fuerte de turno. Si hay que firmar un contrato con la teocrática y fundamentalista Arabia, se firma y a otra cosa. Si hay que declararle la guerra a Tebas se declara. Y los maletines para el estamento arbitral van que vuelan (véase el caso Negreira, que ha ensuciado la imagen de nuestro deporte). Las redes clientelares prevalecen sobre los reglamentos; las amistades y compadreos sobre la transparencia; las venganzas y ajustes de cuentas sobre el fair play. El hedor a corrupción lo invade todo.

Por descontado, las estructuras federativas se han quedado obsoletas, anticuadas, y ver en los puestos ejecutivos a una mujer es tan raro como encontrar un oso polar en el desierto. Se sigue funcionando como en la España franquista de siempre, por caudillaje y autoritarismo. El interés de cada barón y el miedo a represalias suelen ser las razones y argumentos principales cada vez que llega el momento de una votación (ahí está el seleccionador nacional, Luis de la Fuente, que aplaudió a rabiar a Rubiales sin duda por temor a perder su puesto de trabajo) y siempre hay un clan que se impone a los demás. En otras palabras, la Federación Española de Fútbol se parece más a cualquier entrega de la saga El Padrino que a un organismo moderno, transparente y respetuoso con los valores democráticos.

Visto lo visto, ni siquiera el feminismo tan cacareado por Rubiales era sincero y auténtico (para muestra la rebelión de nuestras jugadoras mundialistas hartas de cobrar bastante menos que sus compañeros de selección y de ser tratadas como deportistas de segunda). Ningún Gobierno ha querido entrar a fondo para poner orden en esa guarida de lobos reformando estatutos, aboliendo formas de trabajar propias del pasado y renovando estructuras organizativas. Y no parece que el caso Rubiales vaya a suponer un antes y un después. Pasará el torbellino, pasará el vendaval, y el fútbol español seguirá como siempre. Con un señor con tirantes y puro poniendo los pies encima de la mesa de su flamante despacho como un poderoso y paternalista capataz que todo lo puede. O sea, el buen patrón, como en la película de Javier Bardem.

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