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La libertad de los pueblos

Rafael Víctor Rivelles Sevilla
Rafael Víctor Rivelles Sevilla
Nacido en Valencia el 4 de Junio de 1961. Licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad Autónoma de Madrid en 1986. Especialidad de Psiquiatría. Ejercicio actual en el Hospital Universitario La Paz.
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análisis

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En 1918 finalizó la Primera Guerra Mundial. Uno de los puntos fuertes del programa del Presidente americano Woodrow Wilson era el de la autodeterminación. Lenin defendía ese mismo derecho especialmente candente por el colapso de los imperios multiétnicos de Europa Oriental, los Balcanes y Oriente Medio. Hablo de la Monarquía de los Habsburgo, de la Rusia de los zares y del Imperio Otomano. El derecho de los pueblos a dotarse de unas estructuras políticas propias y gobernarse a sí mismos parece en principio muy razonable, pero desgraciadamente como muchas utopías, choca con la triste realidad. Y la realidad  es que los seres humanos somos bastante estúpidos y que en aquellos vastos espacios distintos grupos culturales y étnicos, con diferentes sistemas sociales y religiones y diversos valores y aspiraciones compartían el mismo territorio. La convivencia databa de siglos, con tensiones más o menos controladas por los gobiernos imperiales  dando lugar a numerosos casos de mezcla e hibridación. El resultado fue que se intentaron organizar plebiscitos manipulados en el mejor de los casos y en el peor que se desencadenaron crueles conflictos donde no los había ya que las oligarquías locales olieron una mayor cuota de poder y todos sabemos lo maleable e influenciable que es “el pueblo” zarandeado por emociones como el miedo, la ira o la vanidad por y sobre el vecino, la mayor parte de la veces sólo escasamente distinto y con el que se ha estado conviviendo durante generaciones. El genocidio armenio solo es el más conocido de aquellos años marcados por las matanzas, la migración y el desplazamiento de poblaciones de repente amenazadas por unos gobernantes que les veían como enemigos interiores y posibles aliados de países vecinos con los que mantenían conflictos fronterizos y se discutía por irredentas injusticias. Esta triste situación se repitió en Europa a lo largo del s. XX e incluso de modo reciente con el desmembramiento de Yugoeslavia o la caída de la U.R.S.S. Vemos hace tan solo unas semanas como los pobladores de Nagorno Karabaj no se han fiado en absoluto de una actitud positiva y benevolente hacia ellos por parte de las autoridades de Azerbaiyán. Hacen bien. De Palestina ni hablamos.

El primer y nuclear problema tiene que ver con las interpretaciones que los distintos actores interesados hacen de significantes tan complejos como “nación” “nacionalidad” o el todavía más demagógico  “pueblo”. Uno puede referirse a naciones políticas, que aparecen hace dos siglos con las revoluciones liberales americana y francesa que privaron a los reyes de su soberanía para entregársela a un pueblo cuyos límites hubieron de definir o puede hacerlo en cuanto a construcciones históricas determinadas por una cultura, una religión, unos símbolos, unas costumbres, un idioma o unas victorias guerreras y unos hechos reales o inventados. Ambos conceptos pueden coincidir en mucho o en casi nada. Es evidentemente muy distinta la nación francesa que cualquiera de las naciones africanas cuyos límites fueron trazados por unas potencias coloniales en función de sus intereses egoístas. Diferente es igualmente la nación que surge del romanticismo ligada a la sangre y a la tierra y que dota al “pueblo” de unos determinados rasgos de carácter y de una especie de voluntad colectiva, de unos sentimientos, que por arte de birlibirloque se transforman en derechos inalienables que entroncan con la nación política. Y si esos derechos chocan con los de otros “pueblos” pues peor para ellos. En el  particular contexto de la emancipación colonial, el nacionalismo se mezcló con el socialismo o el islamismo en contra de las viejas potencias opresoras dando lugar a complejas situaciones reivindicativas que derivaron tanto en movimientos pacíficos como en violentos conflictos bélicos tal y como ocurrió  en La India, donde la independencia se vio complicada por un duro enfrentamiento religioso. Y todo ello sin contar las intervenciones extranjeras para apoyar a las élites locales y perpetuar situaciones de privilegio de unas etnias sobre otras tal y como ocurrió en África. O como sucedió en la América española donde las intromisiones angloestadounidenses fueron constantes ocasionando un posterior rosario de guerras civiles, endeudamiento y caudillos salvadores. Mal negocio

La nación española, que algunos niegan, aparece con la revolución liberal durante la Guerra de la Independencia en la Constitución de Cádiz. Cierto. Sin embargo es también evidente que entre los componentes de la Monarquía Hispánica se formaron lazos consistentes por cultura y costumbres hechos de armas o religión (católica) y por tanto la identidad española como nación no aparece unicamente como acto soberano en 1812, sino que se forja durante muchos siglos previos. Conocido es que durante el  s. XIX  las distintas identidades regionales dan cuerpo a la simbología patriótica española, desde Covadonga a la Virgen del Pilar, desde el 2 de Mayo al tambor de Bruch, desde el Descubrimiento de América a la batalla de Bailén. Algunos catalanes actuales deberían recordar el cuadro de Francesc Sans (catalán) del general Prim (catalán) en la batalla de Tetuán al frente de soldados catalanes con barretina teniendo como fondo una gran bandera española. Vivir para ver.

Se propone un referéndum como solución a las vehementes reclamaciones de soberanía de  parte de la clase política catalana. Sin entrar en temas legales manejados siempre por los políticos a su antojo, ¿lo sería? Dudoso. El plebiscito y el referéndum son teatros fáciles para la demagogia al proponer respuestas dicotómicas cargadas de emocionalidad. En el caso de la independencia además, el “si” parte con ventaja por ser más atractiva la aventura de lo nuevo que el aburrimiento mediocre de lo conocido. Sería preciso preguntar sobre la independencia ya que otro tipo de votación no acabaría con la reclamación y ocasionaría la escisión de los independentistas en posibilistas y radicales, perpetuando el problema. Dos posibles resultados. Un “no” simplemente aplazaría la reivindicación a corto plazo para activarla de nuevo ante cualquier circunstancia favorable. Los políticos no acostumbran a mantener sus compromisos mucho tiempo. Un “si” daría lugar al alumbramiento de un inédito estado que inmediatamente crearía nuevas minorías reivindicativas tanto en la neonata nación como en el viejo país. Dado lo que ha sucedido históricamente el nuevo estado no respetaría los derechos de la recién creada minoría (que se lo pregunten a los rusos del este de Ucrania) lo cual ocasionaría el conflicto inevitable con el viejo estado y los casi seguros problemas por lindes y fronteras. Los partos son siempre dolorosos. Los de las naciones más y a menudo con mucha sangre.

Carlo M. Cipolla , historiador económico ,escribió en 1988 un ensayo parodia sobre la estupidez humana titulado “Allegro ma non tropo”. Dividía a las personas en 4 grupos siendo los estúpidos aquellos que causan perjuicio a los demás provocándose daño a sí mismos. Señalaba que siempre se infravalora el número de estúpidos y el estropicio que pueden causar ya que, a diferencia del ocasionado por los malvados (otro de los grupos), es difícil de prever por su incomprensibilidad. En los procesos históricos implicados en la libertad de los pueblos abundan los malvados y los estúpidos que se esconden tras hermosas palabras y vanas promesas de un futuro mejor. En una población tan mezclada como la española cualquier proceso de independencia sería tremendamente traumático. Como lo ha sido en la mayoría de los lugares. Para Cipolla las personas inteligentes son aquéllas que favorecen a los demás y a sí mismas con sus actos. Y en la vida es tan importante arreglas las cosas (a veces no se puede) como no complicarlas (todo puede empeorarse) Eso es inteligente.

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