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Oswald Mosley, el fascismo siempre vuelve

La historia nos enseña que cuando se abre la puerta de las instituciones a los nazis el Estado de derecho está perdido

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análisis

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Con el paso del tiempo (quizá por influencia del cine y la literatura) ha terminado imponiéndose la falsa idea de que el Reino Unido fue la única potencia europea capaz de enfrentarse a Hitler, hasta el punto de que las ideologías fascistas no cuajaron en la isla. Ese relato histórico que presenta a Gran Bretaña como el último santuario o bastión de la democracia en los convulsos años treinta del pasado siglo no puede estar más alejado de la realidad. Cuando estalló la Guerra Civil Española, los británicos decidieron apostar por la no intervención no solo por miedo a que la confrontación (en la que desde el principio se involucraron Alemania e Italia) terminara convirtiéndose en guerra mundial, sino porque en aquel país siempre imperialista y conservador ya habían cuajado las ideas reaccionarias, racistas, nazis.

En aquellos años, Gran Bretaña, lejos de ser una democracia limpia, pura y virginal, ya estaba corroída de fascismo, como también lo estaba, al otro lado del Atlántico, Estados Unidos, otra potencia a la que los historiadores han colgado el título de gran defensora de la democracia cuando el supremacismo blanco lo invadía todo, desde la costa Este a la Oeste. Basta leer Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, para entender las humillaciones que sufrían negros, judíos y otras minorías étnicas en los ejércitos norteamericanos que participaron en la liberación de Europa. O visionar la gran película Oppenheimer, el largometraje de Christopher Nolan sobre el padre de la bomba atómica, estrenado estos días con gran éxito, para comprobar cómo el fascismo político y militar de Washington y el Pentágono persiguió y reprimió duramente a la incipiente izquierda yanqui.

Partidos políticos, empresarios, periódicos y grupos ultras impregnaban con su nacionalsocialismo las sociedades anglosajonas de aquel tiempo, por mucho que hayan tratado de vendernos la idea de que fueron británicos y estadounidenses quienes nos libraron del yugo nazi. El Gobierno Azaña, por ejemplo, presionó hasta el último momento para que Londres rompiera su neutralidad y tomara parte por la causa de la libertad, pero finalmente esa ayuda jamás llegó. Es cierto que un puñado de animosos ingleses de las Brigadas Internacionales (muchos de ellos poetas, universitarios y soñadores) acudieron a la llamada y pelearon con bravura en célebres batallas como la de El Jarama, donde cuatrocientos cincuenta de los seiscientos integrantes del Batallón Británico murieron o sufrieron graves mutilaciones. Pero, más allá del voluntarioso sacrificio de algunos jóvenes de su generación, lo cierto es que los conservadores ingleses del primer ministro Stanley Baldwin dejaron tirada a la Segunda República Española. Esa es la auténtica verdad de los hechos. La ola reaccionaria que recorría el Reino Unido en aquellos años la terminaron pagando los demócratas españoles que luchaban contra Franco.   

Por aquel tiempo la influencia nazi en Gran Bretaña era mucho más poderosa de lo que nos han contado los historiadores de cabecera. El ejemplo de sir Oswald Mosley, fundador de la Unión Británica de Fascistas (BUF), nos dice mucho sobre lo que está pasando hoy en Europa con el auge del nuevo nacionalpopulismo de extrema derecha. Tras pasar por el partido conservador y también por el laborista sin demasiada fortuna (todo nazi es un rebotado del sistema), Mosley se dio una vuelta por la Italia de Mussolini, de donde regresó hecho todo un patriota y con la intención de unir a los diferentes movimientos fascistas del Reino Unido. Llegó a contar con el apoyo de 50.000 militantes e incluso organizó un grupo paramilitar de vigilancia, los camisas negras, que se convirtieron en el terror de los comunistas y judíos de la City. Se dice que Mosley contrajo matrimonio en la casa de Joseph Goebbels, una ceremonia a la que acudió el mismísimo Adolf Hitler.

Poco a poco, el movimiento nazi inglés fue creciendo de forma imparable. La serpiente amenazaba con irse de las manos y emponzoñar con su veneno el sólido sistema parlamentario británico cuando (y aquí es donde llega la lección que deberíamos aprender los demócratas de hoy) en 1937 el Gobierno decidió intervenir, cortar por lo sano y aprobar una ley de prohibición de grupos paramilitares. A partir de ahí la prometedora carrera del líder fascista londinense iría en declive hasta que, ya en plena Segunda Guerra Mundial, fue detenido, acusado de colaboracionismo y encarcelado (se dice que en la prisión se dedicó a leer historia de las civilizaciones europeas antiguas). Poco después el BUF sería ilegalizado. De alguna manera, Mosley siguió propagando su ideario ultra y en las elecciones de 1959 hizo campaña bajo el lema “Una inmigración excesiva”. Aunque su momento ya había pasado, las bases para movimientos xenófobos británicos que han cristalizado con posterioridad, como el Brexit, estaban firmemente asentadas.

¿Qué consecuencias se pueden extraer de todo esto? La primera y principal, sin duda, que cuando a la larva del fascismo se la deja crecer la democracia está en peligro. Más pronto o más tarde, la extrema derecha acaba entrando en las instituciones, como estamos viendo estos días con los gobiernos autonómicos de nuestro país, donde el PP ha puesto la alfombra roja a Vox en asambleas regionales y ayuntamientos. Los políticos ingleses de aquella época de entreguerras supieron ver lo que se le venía encima al país y estuvieron iluminados. No parece que Feijóo y los suyos hayan aprendido nada del pasado. Si Mosley hubiese llegado al poder en 1937, Hitler no hubiese necesitado lanzar su temido ataque sobre Gran Bretaña. Inglaterra se habría convertido en aliada del Tercer Reich y todo habría sido muy diferente. Pero eso, por fortuna, es historia ficción.

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