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Procusto desencadenado

¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! (Quijote, Segunda Parte, Capítulo VIII)

Jorge A Guerra
Jorge A Guerra
"(Valladolid, 1978) Guionista en radio y televisión, autor teatral, cómico, redes sociales. Licenciado en Veterinaria, dejó el mundo animal para pasarse al humano, mucho más animal si cabe, según él. Hombre de bar de servilleta al suelo y fácilmente indignable”.
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análisis

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Pecar. Todos lo hacemos, aunque con diferentes consecuencias morales para cada uno. O no, según las creencias de uno mismo. Los cristianos más ortodoxos y practicantes deberían sentir una punzada en el diafragma cada vez que se portan mal. En su contrato aceptaron tener miedo, y saber lo que te espera en el más allá, si pecas en el más acá, debería dar que pensar, como poco. La mayoría, los cristianos de postín, los que se pasan sus creencias por el forro y fijan los límites de su religión en base a su estilo de vida e ideología, pero no al dogma, y se ofenden muy teatralmente si alguien se caga en Dios, también deberían sentir una punzada en el diafragma tras cometer un pecado. No en vano son cristianos; de atrezo, pero cristianos. La minoría, los ateos, para sorpresa de muchos que piensan que son una suerte de monstruos desbocados que comen niños y que no creen en nada, cri-cri, porque en algo hay que creer (sic), también deberían sufrir una punzada en el diafragma tras pecar. Boom, remate inesperado. La diferencia entre los que aceptan y los que se permiten dudar, es que son ellos los que, gracias a su sentido autárquico y librepensante, determinan lo que es pecado y lo que no, y se ciñen a ello, o no; son ellos los que establecen las normas, las barreras que, consideran, no deben ser traspasadas. Y no por miedo sino por responsabilidad moral.

El pinchazo en el diafragma como dolor referido de nuestra conciencia no depende de nuestras creencias sino de cada individuo, porque la esencia del pecado es personal. Aunque se pueda pecar en grupo, véanse festines y manadas, el pecado, su esencia, es individual y reside aletargada en la conciencia de cada persona, lista para emerger en forma de remordimiento en caso de que nuestro juicio dictamine que el acto cometido es punible. Y para esto no son necesarios ni listados ni instrucciones ni religiones, sino ética y sentido común, el menor de los sentidos para Gómez de la Serna. Por eso, ni el Solitario Evagrio el Póntico ni Juan Casiano ni San Gregorio Magno ni Dante ni Santo Tomás de Aquino ni mucho menos los paters y vips católicos más contemporáneos, han sido capaces de hacernos creer a los que no creemos que los pecados capitales son siete y que seremos condenados, vete a saber cómo, si cedemos ante ellos. Perdonen, pero eso lo decido yo y mi conciencia torera.

Por eso le digo a la gula, “estás para comerte”; y le ordeno a la lujuria, “abre, que entro”; y le susurro a la pereza, “mañana te lo cuento”; y le grito a la ira, “¡déjame en paz!”. Porque la ira no me gusta, pero hay cosas que son inevitables y gilipollas por doquier. Los pinchazos derivados de la ira van al hígado, por cierto. 

Pero dentro de esa tabla de los elementos de actos de valencia cero para sus inventores, hay tres que no practico por insanos – como si la gula no lo fuera – pero, sobre todo, porque llegan a ser inmorales en su máxima expresión, independientemente de religiones, credos o filosofías: la avaricia, la soberbia y la envidia. Aquí coincido con Dante, que las consideraba “las chispas que han encendido el corazón de todos los hombres”. La avaricia se la dejo a los que más tienen; es en parte debido a ella por lo que más tienen. La soberbia se la dejo a los altivos; que pase la humildad, por favor. Y la envidia, ay la envidia.

Hace poco tuve la suerte de ver en directo en Barcelona, “La Capital del Pecado”, el espectáculo que se le ha ido de las manos a Juan Dávila. No ha habido en España un show de comedia en vivo que se convirtiese en todo un fenómeno nacional, y pronto internacional, con semejante rotundidad. Conseguir entradas es una empresa prácticamente imposible en cualquier ciudad a no ser que acudas a la reventa en Milanuncios. Llena plazas y teatros allá donde va y las entradas se agotan en cuestión de minutos desde que salen a la venta. El Palacio de Vistalegre se va a llenar tres días – y porque no ha puesto más – para verle a él. Lo de Podemos allí fue una broma; además de que ellos hacen reír, pero por otros motivos. Lo de VOX no tiene gracia.

En su espectáculo – no destripo nada. Juan ya os destripa si vais a verle – aborda los siete pecados capitales y juega con ellos. El público se entrega y le entrega, en forma de confesión, alguno de sus pecados para que les castigue delante de otros muchos pecadores. Ni el Cardenal Cisneros tuvo tanto éxito como confesor. El teatro se convierte en un Sanedrín y el escenario en una hoguera en la que las llamas son las carcajadas del público, que paga su entrada sin saber qué pieza va a jugar en el espectáculo: juez, jurado o acusado en un juicio que no es tal, ya que el veredicto es sabido de antemano y es democrático: todos culpables. La penitencia es la exposición pública. Aquí las piras se sustituyen por risas y éstas son muchas, porque todos somos miserables, tanto el del Lamborghini como el del Twingo. 

Personalmente no me puedo alegrar más de su éxito. Disfruto desde la barrera todo lo que le está sucediendo y me emociona pensar en todo lo que debe estar viviendo a nivel personal. A veces hasta siento un orgullo que quizás no debería, como si yo tuviera algo que ver en sus dichas. Pero esto no es un caso ni aislado ni especial; me pasa con todos mis compañeros, con todos mis allegados, con todos mis amigos: me hace feliz ver a la gente cercana, tanto de mi ámbito íntimo-personal como de mi ámbito laboral, feliz. Y creo que alegrarse por el éxito de los demás, especialmente de compañeros y amigos, debería ser lo natural, debería imperar. Pero no es así y lo sabéis, españoles, que para eso somos cainitas.

Cuando se cierra el telón y las risas ya no son más que eco y ascuas y la gente se va a casa y Juan se va al hotel, hay un pecado que persiste entre mucha gente y que él mismo, sin pretenderlo, genera: envidia.

Unos días después de haber asistido al espectáculo y aún con los recuerdos muy nítidos para lo que es mi frágil memoria, me encontraba con un grupo de colegas del gremio de la comedia tomando unos cacharros, que diría mi tío, y les contaba la experiencia. La mayoría alabábamos a Juan con bonitas loas: que si qué cabrón, que si la ha liado parda… pero, hete aquí que hubo una persona, claramente molesta, que no participó de la felación grupal y se desmarcó criticándole de una manera vulgar, feroz e incómoda para los allí presentes, a él y a su espectáculo. Se mostraba ofendida (la persona. Me sigo pensando lo del uso del lenguaje inclusivo…). Repartía con una soltura pasmosa y se agitaba al exponer sus argumentos: que si en la Chocita del Loro tenía enchufe, que si imita a no sé quién, que si no tienes Instagram ni te suena su nombre, que si yo llevo mil años comiéndome mucha mierda en este mundillo y si no conoces gente, no tienes nada que hacer, que si meterse con la gente es fácil… Y puede que tenga razón en este último punto: meterse con la gente es fácil, pero eso no es lo que hace Juan; eso es lo que hacía esta persona de manera gratuita. Olvidaba que, para dar hostias, son recomendables dos requisitos: que éstas estén justificadas y que sean elegantes, pero no era el caso; nada justificaba ni las críticas ni su altanera, vulgar e infantil actitud.

Esta gente existe, abyectos que perciben el éxito de los demás como un desmedro de sus propias posibilidades y tratan de apagar la luz de los que brillan bien por su actitud, por su forma de comportarse, de pensar, por su talento o bien por sus logros, con tesón, malicia y sucias tretas. No son conscientes de que, cuando más tratan de apagar la luz de los demás, mayor es el contraste que se genera y más evidente se hace su propia oscuridad. Esta gente ha decidido o no brillar o hacerlo con bisutería del chino; falsa y hortera, claro, a juego con la persona. Vive intranquila consigo misma tratando de conseguir que nadie destaque alrededor por medio del desánimo, la negación constante y repetitiva, el descrédito, la descalificación, el ninguneo, la humillación, el ataque, la discriminación, el no reconocimiento, la ingratitud, el desdén, el boicot, el acoso, el aislamiento, el menosprecio y un desprecio milimétrico y agudo pero crónico en el tiempo porque los resultados y las consecuencias de este comportamiento tan mezquino no son cortoplacistas. Pero debe merecer la pena la espera, de ahí su más que notable empeño en degradarse constantemente a sí mismos. No consideran que por culpa de su conducta, alguien pueda verse empujado hasta la depresión, sádicos. No descansan nunca, son incombustibles en su perversidad, pico-pala-pico-pala.

Es evidente que los que emiten críticas y acciones destructivas sin ninguna base que les otorgue credibilidad, las usan como escape de su propio malestar y miserias; proyectan sus propias inseguridades. Puede que su autoestima esté herida de muerte por algún evento pasado que surgió efecto y se arrastre por el suelo tratando de elevarse agarrándose a las piernas de aquellos a los que desprecian, tirando hacia abajo del pantalón para ver si caen y los colocan a su mismo nivel, pero se hunden aún más; sus miedos son arenas movedizas que los atrapa y enfanga. Cada vez más.

Pedimos otra ronda y ella seguía obcecada, su orgullo era inabarcable, pero yo ya había desconectado. Me había metido dentro de mí y miraba, pero no enfocaba. Me preguntaba si debería sentir lástima por ella; igual trataba de ayudar y no era más que torpe, pero no. Su envidia, su problema, no era una baja autoestima sino todo lo contrario. Su propia estima estaba inflada hasta niveles patológico narcisistas, al igual que su petulancia, y no merece lástima. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, hemos compartido escenarios, charlas, barras de bar y algún que otro viaje, siempre con alguien más, nunca a solas, porque entonces estaría muy mal acompañado y yo respeto el refranero español. No era la primera vez que yo veía a esta persona criticar vehementemente a otros compañeros; pocas veces la vi ser justa. Incluso en una ocasión llegué a presenciar cómo era incapaz de sonreír o aplaudir los chistes de un compañero que lo estaba reventando en un escenario; hacía muecas de desapruebo, gestos evidentes y miraba con desaire casi con cada remate. Al final se marchó sin decir nada evitando así tener que felicitar o reconocer el trabajo de nadie. Alguien así no es que no sea trigo limpio; es que es trigo sucio y tóxico. 

Quizás, llegados a este punto deba decir que no soy psicólogo; soy veterinario y mis pacientes, si me dedicara a la clínica, serían mucho más nobles y agradecidos, incluidos los gusanos. No soy psicólogo, repito, pero la observación y la intuición, erróneamente denostada por mucha gente, me dice que mi diagnóstico no va mal encaminado. Las palabras pueden estar equivocadas pero la manera en la que son pronunciadas e interpretadas, nunca lo está. Los ojos tampoco se equivocan, y aquellos ojos se irritaban cada vez que cualquiera de nuestros argumentos barría cualquiera de los suyos. Ira: hígado y ojos. Los chinos ya conocían hace miles de años la conexión de estos dos órganos y su relación con la irritabilidad. No es más que un asunto médico y, como tal, puede ser tratado.

Los griegos, más que relacionarlo con la medicina, como los chinos, mitificaron este comportamiento; la psicología lo acuñó: Síndrome de Procusto.

Procusto fue un posadero de la mitología griega que ofrecía alojamiento a viajeros perdidos. Les ofrecía una cama de hierro y, cuando éstos se quedaban dormidos, entraba en su cuarto, les amordazaba y les ataba de pies y manos. Entonces comprobaba si se adaptaban o no a la cama. Si eran más grandes y sobresalían, Procusto les cortaba los miembros necesarios, piernas o brazos; si se quedaban cortos, los estiraba y descoyuntaba hasta que se ajustasen al lecho.

Ese es Procusto, el que se cree la medida de todas las cosas y no respeta las medidas ajenas, el que aparta todo aquello que no encaja en su obtusa visión y a todo aquel con características diferentes a las propias. El que trata de mantener una uniformidad constante y para el que las divergencias son mal vistas y/o castigadas. Procusto es idiota, pues ve sólo lo propio y nada más. Procusto es ridículo, pues el miedo que padece a ser superado, cuestionado o a que queden en evidencia sus propias carencias, lo es también. Se siente mal con el talento ajeno, no soporta no tener razón, desprecia el ingenio a su alrededor, la brillantez de los demás le ciega; odia no saber más, sin embargo, rechaza aprender porque, cuando todo el mundo va, él cree que ya volvió hace mucho. Y en realidad nunca estuvo. Tan solo se admira a sí mismo y se autoengaña cuando se mira en el espejo y llora en soledad, como todos los infelices, porque en el fondo sabe que lo que ve no es más que una proyección y, como tal, es falsa. Se avergüenza, por eso no necesita ni compañeros ni nadie que le haga ver lo que en realidad es; necesita palmeros. 

Qué sinvivir de vivir, porque la envidia siempre va de la mano de la soberbia y ambas generan frustraciones e ictus emocionales que derivan en ira; tres en uno y el hígado hecho paté.

Teseo, el héroe del Peloponeso, invitó un buen día a Procusto a tumbarse en su propia cama con el fin de comprobar si encajaba y se adaptaba a ella, pero sobresalía; ni el mismo Procusto se ajustaba a su incuestionable lecho…

Así que Teseo le cortó la cabeza.

Porque la decapitación, al igual que la envidia, no tiene ninguna ventaja evolutiva. En las mantis religiosas sí la tiene. Es dolorosa, pero ellas al menos follan. 

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