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Transhumanismo en tiempos de pandemia

Julián Arroyo Pomeda
Julián Arroyo Pomeda
Catedrático de Filosofía Instituto
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análisis

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Atreverse a hablar de transhumanismo en el centro de la pandemia puede parecer una cierta provocación, que no tendrá demasiado éxito, pero a mí me resulta adecuado por encontrarnos, precisamente, en una especie de hecatombe universal. Cuando nos circunda la angustia y no tenemos seguridad de lo que pueda ocurrir mañana, en medio de una incertidumbre gigantesca, que podría conducirnos a las pestes medievales, no me parece tan inadecuado acudir a quien pueda salvarnos, liberándolos de los males que nos acechan.

Tan mal hecho debe estar nuestro envoltorio corporal que es apto para permitir que nos entren todo tipo de enfermedades. Estamos completamente obsoletos. Un sencillo virus es capaz de tumbar a la mitad de la humanidad sin darnos cuenta de lo que nos está pasando. ¿No podríamos vivir sanos muchos años más y conseguir que aumentara nuestra eterna juventud? ¿Por qué conformarnos con tanta debilidad, que apenas nos permite llegar al final plenamente agotados y sin ganas de vivir ya? ¿No estamos dispuestos a mejorar para vivir más y emprender cada vez más tareas que hagan una humanidad mucho mejor?

Sabemos que la cultura ha mejorado nuestra especie, pero ¿por qué no mejoramos a la vez nuestra estructura genético-somática? Las consecuencias de estos cambios no se harían esperar. Puede que conseguir tales mejoras resulte demasiado caro, pero pensemos que nos cuesta mucho más vivir llenos de achaques permanentes. Así pues, el objetivo sería alcanzar la inmortalidad física, de momento. ¿Por qué estar poniendo siempre fronteras? Las tecnologías emergentes nos desafían. Se impone la mejora humana y el pensamiento de vencer a la muerte para lo que necesitamos iniciar la revolución transhumanista. La esperanza es inmortalizarnos. El vino nuevo necesita nuevos odres para cultivarlo.

Precisamente ahora, que hemos centralizado la incertidumbre, es el momento de preguntar por la debilidad que somos. En otros tiempos calificaron a los humanos de cañas movidas por el viento, pero ahora un virus cualquiera puede acabar con la mitad de la humanidad en muy poco tiempo. ¡Tan pobre es nuestra naturaleza para que no pueda defenderse genéticamente de cualquier infección! La selección natural ha producido maravillas, pero las deficiencias genéticas de que nos ha dotado necesitan ser superadas por las tecnologías científico-médicas

Hemos oído a los negacionistas expresar temor ante las vacunas, que podrían modificar nuestro genoma, pero eso es de lo que se trata, ya que solo con un cambio extraordinario podría mejorar sus rasgos identificativos para hacer posible la curación de enfermedades mediante otros nuevos y más vigorosos. Nuestra especie necesita mejorar mucho todavía para poder vivir más con una salud mucho más potente, que le permita superar la muerte, alcanzando así la inmortalidad.

Si consiguiéramos cambiar la naturaleza humana, quedarían en el aire la base de la moralidad y consiguientemente de los derechos humanos, que es una de las claves de la supervivencia humana, pero es muy difícil sostener una naturaleza inmutable desde la biología, así como una moralidad universal.

¿Qué ocurriría con el armamento bélico y los lugares donde se guardan las últimas tecnologías de ataque y defensa? Ahora los centros neurálgicos serían los laboratorios de investigación en los que permanecerían las fórmulas secretas del mejoramiento. Tratar de destruir eso iría contra nosotros mismos y los progresivos avances hacia el mejoramiento. Quizás nos entrarían ganas poderosas de vivir en paz permanentemente.

Si llegamos a ser inmortales, una posibilidad teórica posible, dados los avances de la medicina, habría que preguntar qué sentido tendría esto, para vivir más. Ahora nos encontramos a veces personas conocidas que no desean vivir ya, porque consideran que han vivido lo suficiente. Dicen que firmarían si pudiera ser como un sueño pasar de esta vida a la otra: dormir, soñar, morir. Solo temen al sufrimiento que conlleva el paso, pero, si pudiéramos eliminar tales padecimientos, qué sentido tendría seguir viviendo. El anhelo de libertad sería ya una realidad, puesto que se habrían superado la totalidad de los condicionamientos, incluyendo los límites éticos.

Mejoraría, igualmente, la sociedad de modo radical y todo sería mucho más valioso. La mayoría de las empresas tecnológicas se dedicarían a investigar en las probables mejoras y no habría límites a la investigación, que ahora pertenecería a empresas privadas sin control público alguno. La naturaleza humana ya no sería inmodificable, ni todo giraría en torno a ella, ni tampoco orientaría el comportamiento moral.

Las irracionalidades que se producen a diario no tendrían ya referente con el que comparar. Todo se volvería hacia la ciencia, que es la única que nos puede curar. Lo demás quedaría en un modesto segundo plano. Actualmente están siendo las vacunas en las que nos permiten llevar una vida de normalidad. Su desarrollo se ha producido en el menor tiempo posible y casi no nos creemos todavía su inmenso grado de efectividad. Cualquier amenaza puede ser resuelta por ella, aunque la inmunización no puede ser total y la incertidumbre continúe, pero sí creemos en ella como la única vía de progreso.

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