Aún queda una esperanza para que el mundial de F1 no sea tan tostón como el discurso de un político mediocre.
Y esa esperanza se llama Ferrari, y esa esperanza se llama Leclerc. En la clasificación en el RedBullRing el Ferrari parecía en otra galaxia, y más que el Ferrari: Leclerc, Charles Leclerc, el amado de los dioses, parecía en otra galaxia.
No hacía correcciones al volante, no necesitaba subirse a las bananas muertas y amarillas que salpican los arcenes del circuito, no le temblaba el casco siquiera.
Y mientras Vettel, su compañero de equipo, el hombre que se está ganando la triste pero interesante literariamente etiqueta de “perdedor”, sufría el precio de los dioses y no podía disputar siquiera la tercera manga de la clasificación.
La carrera de Austria 2019 abre una puerta a la esperanza, para los aficionados y también para el negocio. Si Hamilton se hiciera con el mundial a falta de cinco o siete carreras para el final, ¿quién vería esos grandes premios? ¿a quién le importarían? ¿qué anunciante estaría dispuesto a gastar millones en publicidad?
Leclerc, es la “gran esperanza blanca”, como se dice en el argot boxístico; pero también está Verstappen, que ha crecido enormemente como piloto y como dueño de sí mismo.
Leclerc y Verstappen: los dos en primera línea -si en los despachos decidan que así sea- pueden ser un bonito espectáculo.
Tigre Tigre.