sábado, 27abril, 2024
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Neoliberalismo-Financiarización (II)

Eduardo Luis Junquera Cubiles
Eduardo Luis Junquera Cubiles
Nació en Gijón, aunque desde 1993 está afincado en Madrid. Es autor de Novela, Ensayo, Divulgación Científica y análisis político. Durante el año 2013 fue profesor de Historia de Asturias en la Universidad Estadual de Ceará, en Brasil. En la misma institución colaboró con el Centro de Estudios GE-Sartre, impartiendo varios seminarios junto a otros profesores. También fue representante cultural de España en el consulado de la ciudad brasileña de Fortaleza. Ha colaborado de forma habitual con la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón y con Transparencia Internacional. Ha dado numerosas conferencias sobre política y filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, en la Universidad UNIFORM de Fortaleza y en la Universidad UECE de la misma ciudad. En la actualidad, escribe de forma asidua en Diario16; en la revista CTXT, Contexto; en la revista de Divulgación Científica de la Universidad Autónoma, "Encuentros Multidisciplinares"; y en la revista de Historia, Historiadigital.es
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análisis

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No es fácil ubicar el momento exacto en el que nació la llamada “financiarización” de la economía, principalmente porque el proceso se ha desarrollado de forma diferente en cada país, aunque su prevalencia sea ahora casi total a nivel mundial. Lo que sí es seguro es que su desarrollo se ha producido de forma simultánea al del neoliberalismo. Uno de los momentos claves fue a finales de los años cincuenta, cuando Louis Kelso, economista estadounidense, publica su libro, Manifiesto Capitalista, escrito junto a Mortimer Adler. En el mismo, Kelso desarrolla sus ideas de democratización de la propiedad a partir de la participación de los empleados en las empresas, respetando siempre la libertad de mercado. Estas ideas encontraron en el senador Russell Long un importante aliado. Russell era el presidente del comité de finanzas del Senado de Estados Unidos y mantenía una estrecha relación con Kelso, que le convenció de la conveniencia de otorgar a las “stock options” beneficios fiscales. Las “stock options” son una forma de retribuir a los empleados de una empresa, especialmente a sus directivos, de manera que tengan la posibilidad de adquirir acciones de la compañía a un precio inferior al de mercado.

Es en 1974 cuando el Congreso estadounidense aprueba la Employment Retirement Security Act, una ley que regulaba los beneficios para los trabajadores e implantaba el primer marco legal para el desarrollo de las “stock options”. Esta forma de remuneración recibe beneficios fiscales en casi todo el mundo, de manera que para el empleado se convierte en una forma enormemente atractiva de recibir el salario. He citado a Kelso para hablar del origen del fenómeno de las “stock options”, pero, a buen seguro, este economista nunca fue capaz de prever hasta qué punto sus ideas acerca de un capitalismo más social iban a ser distorsionadas. El uso de las “stock options” no cesó de aumentar durante los años setenta, principalmente en el área del Silicon Valley, que ya entonces se estaba convirtiendo en una zona prominente desde el punto de vista de la investigación tecnológica. Pero la práctica se detuvo de forma abrupta a mediados de los años ochenta debido a la poca rentabilidad de la bolsa. Su uso se reactivó en 1989, cuando la compañía Pepsi-Cola estableció un plan de compra de “stock options” que incluía a la mayoría de sus empleados. A partir de ese momento, esta forma de pago se generalizó y se expandió de forma extraordinaria. Para que nos hagamos una idea, solo en Estados Unidos en el año 1999 alrededor de 150 millones de “stock options” fueron otorgadas a altos ejecutivos. Esta cifra supuso un incremento del 33% respecto a 1998.

Hasta la llegada de este producto financiero, existían diferencias esenciales entre los propietarios y los gestores de las empresas porque la propiedad y la gestión estaban separadas por completo. Con la llegada de las “stock options”, los directivos empezaron a considerar que el precio de la acción era lo más importante, en detrimento de la producción real de la empresa, lo que abría la puerta a la especulación con las acciones. Quedaba así inaugurada la nueva economía especulativa, completamente separada de la economía real. La subida del precio de las acciones podía producir un súbito enriquecimiento, y de hecho lo produjo en no pocos casos. Desde comienzos de la década de los años ochenta, muchas grandes empresas compensaron sus pérdidas en la economía real (en la producción), con las ganancias obtenidas en operaciones financieras. Hay que recalcar que no todos estos beneficios se producían en operaciones especulativas, sino en operaciones de crédito o de seguro. Pero lo cierto es que esta nueva forma de proceder abría la puerta a nuevas formas de negocio relacionadas con la especulación. El fenómeno de la diferencia de rentabilidades entre el sector productivo y el financiero provocó que las empresas buscasen financiación en los mercados y bolsas a través de la emisión de bonos o acciones en vez de recurrir a los préstamos bancarios. Esta manera de operar se trasladó también a las familias, que pasaron de invertir en depósitos y otras formas de ahorro a hacerlo en bolsa. Producto de todo ello fue la conversión de los bancos tradicionales en bancos de inversión, al menos de forma parcial, algo lógico si tenemos en cuenta que no querían perder cuota del nuevo negocio. Si la economía especulativa generaba más ganancias que la productiva, los bancos deberían estar presentes y convertirse en protagonistas principales. De este modo, gran parte de la banca abandonó sus formas tradicionales de obtener ganancias para entrar en la montaña rusa de los mercados financieros y las estrategias agresivas con el fin de obtener rentabilidad a toda costa.

Poco a poco, la economía real de las empresas se fue fusionando con la especulativa, de manera que la especialización de negocio dio paso a la diversificación. Pero el fenómeno se hallaba encorsetado por las normativas y leyes que restringían y limitaban la actividad financiera en todos los países. Se produjo entonces un nuevo y determinante evento: el de la desregulación en los países más avanzados, cuyo exponente más importante y decisivo fue la derogación de la Ley Glass-Steagall por parte de Bill Clinton, en 1999, cuestión necesaria para liberar a las grandes corporaciones estadounidenses, financieras o no, de cualquier barrera para actuar libremente. Esta ley había sido aprobada en 1933 por el Gobierno de Franklin Delano Roosevelt. Se trataba de una serie de normas regulatorias que pretendían separar por completo las actividades de la banca tradicional de las de la banca de inversión, centrada en las operaciones de bolsa. Esta disposición dio lugar al nacimiento de la Corporación Federal de Seguros de Depósitos, que garantizaba (y sigue garantizando) los depósitos frente a las pérdidas derivadas de una quiebra bancaria. La ley también limitaba los riesgos que un banco podía asumir. El nuevo marco regulatorio provocó una cautela a la hora de manejar el dinero de los ahorradores por parte de los banqueros y tuvo el mismo efecto sobre la concesión de préstamos. En 1978, un fallo de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos impidió a los estados federales limitar las tasas de interés de las tarjetas de crédito de los bancos de otros estados, lo que abrió la puerta a nuevas formas de usura por parte de la banca. En 1980, el Gobierno de Carter suprimió la regulación que obligaba a los bancos a pagar intereses por sus depósitos mediante el Acta de Control Monetario y Desregulación de las Instituciones Depositarias, (DIDMCA, por sus siglas en inglés). Otras cuestiones principales reguladas por el acta eran las relativas a los servicios financieros al permitir a las entidades de ahorro y préstamo ofrecer más productos financieros, así como utilizar los ahorros de los ciudadanos de forma menos segura.

En 1982, el Gobierno de Ronald Reagan desregula el sector de las cajas de ahorro con la aprobación de la Ley Garn-St Germain, que permitió a los bancos dar crédito a tasas ajustables con avales mínimos y con nula seguridad, y eliminó otras restricciones sobre los préstamos, como la de adelantar un dinero para obtener una vivienda. Este tipo de medidas supusieron un incentivo a las prácticas de riesgo porque los bancos entendieron rápidamente que prestar dinero a clientes no del todo solventes era una operación que se hacía a un interés mayor que cuando se prestaba a un cliente cumplidor y más fiable. A finales de la década de los ochenta, la desregulación bancaria provocó una crisis que se saldó con la pérdida de 130.000 millones por parte de los ciudadanos estadounidenses. En realidad, la Ley Garn-St Germain hizo que las cajas estadounidenses se dedicasen a especular con los ahorros de sus clientes. Hay diferencias significativas en la gestión de la economía entre demócratas y republicanos: en general, la deuda del Estado no cesó de disminuir desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta 1980, tanto con gobiernos demócratas como republicanos. La deuda aumentó durante los dos mandatos de Ronald Reagan, disminuyó con los de Clinton y de nuevo subió con el Gobierno de Bush hijo. La desregulación tuvo otro efecto pernicioso: el aumento aún más desbocado de la deuda privada.

Como antes comentábamos, en 1999, demostrando una vez más que el bipartidismo no es más que la forma de gobierno elegida por el sistema neoliberal para perpetuar su dominio en Occidente, Bill Clinton derogó la Ley Glass-Steagall. Los demócratas, antes y después de Clinton, apoyaron medidas de desregulación, luego resulta demasiado ingenuo pensar que son menos responsables del advenimiento del neoliberalismo que los republicanos, y lo mismo ha sucedido con los llamados “partidos socialistas” en Europa Occidental. En la derogación de la Ley Glass-Steagall jugó un papel fundamental Sanford I. Weill, exdirector general y expresidente de Citibank, Travelers Group y American Express, que hizo lo imposible por acabar con la ley con el fin de conseguir la fusión entre Citibank y Travelers Group para dar lugar al grupo Citigroup, que se convirtió en el banco más grande del planeta. La clave estribaba en que Travelers Group era una compañía de seguros que había comprado dos bancos de inversión, Smith Barney y Shearson Lehman, y la Ley Glass-Steagall establecía que los bancos como el Citibank no podían realizar actividades de seguros ni de banca de inversión. Fue Phil Gramm, senador tejano y presidente del Comité del Senado para la Banca, Vivienda y Asuntos Urbanos, el gran promotor de varias medidas desreguladoras, de las cuales la Ley Gramm-Leach-Bliley de 1999 fue la más importante porque revocaba la Ley Glass-Steagall y, lo que era más importante, legalizaba con efecto retroactivo la fusión Citibank-Travelers.

El sistema dispone de múltiples mecanismos con los que alentar a los políticos a hacer exactamente lo que el poder financiero desea: mientras Phil Gramm permanecía en el Comité del Senado, el sector bancario aportó generosas sumas a su campaña, lo que, esencialmente, significaba apoyar a alguien que les favorecía adaptando las leyes o elaborándolas a su medida. Como ocurre con tanta frecuencia, cuando Gramm dejó la política lo hizo para aterrizar en la empresa privada, concretamente en el grupo suizo, UBS, uno de los bancos más grandes del mundo. Para apoyar la iniciativa de Gramm también fue fundamental Robert Rubin, secretario del Tesoro estadounidense entre 1995 y 1999. Antes de ocupar el cargo, Rubin había sido copresidente de Goldman Sachs, uno de los bancos de inversión más importantes del mundo y, desde luego, el que más exempleados ha conseguido colocar en puestos de poder importantes en la esfera política. No podemos extrañarnos de que las políticas económicas sean de corte neoliberal cuando el neoliberalismo subvenciona legalmente al poder político y cuando la sociedad ha normalizado que las relaciones cordiales y fluidas entre ambos grupos -que ya son lo mismo en casi todos los países occidentales- forman parte de lo deseable.

En el año 2000 se crea en Estados Unidos el nuevo mercado de derivados (productos financieros cuyo valor depende del precio de otro activo), esta es la clave de todo el desastre posterior porque este sector se convierte en semiprivado al no estar sujeto a normas exigentes como las que regían hasta 1999, cuando se derogó la Ley Glass-Steagall. El desastroso marco legal aprobado para el nuevo mercado de derivados eximió de controles al mismo en cuanto a registro y revelación de información y también en lo que respecta al control de las entidades por parte de las administraciones y organismos reguladores. De esta forma, ni la Comisión Nacional del Mercado de Valores de Estados Unidos ni la Comisión de Comercio de Futuros de Productos Básicos, que había sido creada en 1975 para el control del mercado de futuros y materias primas, tienen potestad para supervisar las operaciones del mercado de derivados. Entre las principales operaciones que se llevan a cabo en este mercado están las Over the Counter (OTC), procedimientos privados y opacos no sujetos a registro alguno ni sometidos a ningún órgano que los pueda inspeccionar. Es necesario recalcar esta cuestión: en lo que respecta a las operaciones OTC los gobiernos no tienen competencias y ni siquiera disponen de información verificable. Se estima que este tipo de operaciones suponía a finales de 2012 unos 632 billones de dólares o lo que es lo mismo, 9 veces el tamaño de la economía mundial. Se calcula que Estados Unidos es el origen del 35% de los derivados que se generan en el mundo. En 2010, el diario The New York Times denunciaba la existencia de un grupo de apenas 13 bancos -seis estadounidenses y siete europeos- que controlan la mayor parte del mercado de derivados imponiendo prácticas abusivas y monopolísticas. Se trata de JP Morgan Chase, Citibank, Goldman Sachs, Bank of America, Morgan Stanley y Wells Fargo por parte de Estados Unidos, mientras que los nombres europeos de esta lista son el alemán Deutsche Bank, los franceses BNP Paribas y Société Générale, los suizos Credit Suisse y UBS, y los británicos Barclays y HSBC. Otro gran centro mundial de la economía especulativa es la City de Londres, donde están establecidos el 80% de los fondos de inversión que operan en el planeta.

A partir de los años setenta y ochenta del pasado siglo XX, asistimos a una violación de la soberanía de los países en desarrollo (PED) a través de la extorsión económica: a grandes rasgos, esto significaba que para que los PED recibieran fondos procedentes del Fondo Monetario Internacional o del Banco Mundial debían acometer reformas similares a las que antes hemos citado en el caso de Méjico, lo cual significaba privatizar sectores públicos y desregular la economía adoptando, además, un marco jurídico propicio para el desarrollo del neoliberalismo, lo que eufemísticamente se denomina “apertura a nuevas inversiones” y “reformas estructurales”. Para las multinacionales de cualquier país desarrollado ha sido extremadamente fácil adquirir empresas en países cuyas economías están poco desarrolladas, no solo porque el tamaño es enormemente dispar, sino porque los países en desarrollo (y sus empresas) no tienen el mismo acceso al crédito del que disponen las empresas de los países más avanzados. Y la única manera de desarrollar la economía que tienen las naciones que carecen de recursos propios y materias primas es acceder al dinero procedente de organismos como el FMI, el Banco Mundial o la banca privada.

Los productos financieros creados por la banca de inversión a partir de 1980 pasaron a ser cada vez más opacos y sofisticados. También se produjo una verdadera revolución, incentivada desde mediados de los años noventa por los nuevos medios tecnológicos e internet, que fueron capaces de crear una red global que facilitó las transacciones financieras a nivel mundial, hasta que la “financiarización” ha impregnado hasta las áreas de la economía más ajenas a este fenómeno. Los productos financieros nacen como instrumentos destinados a su venta a grandes inversores en forma de acciones, bonos bancarios, opciones de divisas, obligaciones, fondos de inversión o derivados, no existiendo ninguna forma de patente que los proteja. Un producto financiero cualquiera puede ser creado por un banco sin el menor coste económico y bien puede ser copiado al día siguiente por otro banco en cualquier rincón del planeta. Ahora bien, lo rentable puede estar reñido con lo ético, como nos muestra la realidad más reciente. Pese a toda la retórica rimbombante de la banca privada cuando nos habla de responsabilidad y seguridad corporativa, no existe autoridad mundial alguna que haga un seguimiento exhaustivo acerca de los productos financieros creados y que ejerza una labor de control sobre los mismos. Al contrario, los productos financieros aparecen en el mercado sin que se produzca una penalización para sus creadores cuando las consecuencias son nefastas para la economía. Ese fue el caso de las hipotecas “subprime” o hipotecas basura que aparecieron en Estados Unidos y que provocaron el estallido de la crisis financiera de 2007-2008, pero hay muchísimos más productos financieros: solo en Alemania, antes de la crisis existían más de un millón doscientos mil productos financieros a disposición de los inversores con el único fin de especular. La propia creación de estos productos tampoco conlleva coste alguno para la entidad que lo hace.

Una de las características de la banca de inversión es su complejidad extrema, hasta el punto de que la mayor parte de los economistas yerran en sus predicciones económicas porque esta complejidad convierte en inútiles la mayoría de los modelos de predicción, como bien demostró el caso de la ecuación Black-Scholes utilizada por el fondo de cobertura Long- Term Capital Management, que explicamos al inicio de este artículo. Existen múltiples factores económicos derivados de esta clase de prácticas que no solo son imprevisibles en sus dinámicas, sino que no existían hace unos pocos años. No podemos hacer predicciones acerca de cosas que no conocemos por entero, y eso es precisamente lo que sucede cuando tratamos de hacerlo con la “financiarización” de la economía. La “financiarización” es un proceso económico basado en la especulación y no en la producción. La economía productiva hunde sus raíces en actividades como la industria, el comercio, los servicios o la agricultura, es decir, en cosas sólidas y tangibles, que tienen la capacidad de generar riqueza y empleo. Hasta finales de los años setenta del pasado siglo, la banca tradicional producía riqueza financiando proyectos de todo tipo que eran reales y que respondían, además, a las necesidades de las personas. Otorgar un crédito a una empresa para que construyera una fábrica era un buen ejemplo de cómo la banca tradicional financiaba proyectos de la economía productiva: la fábrica producía bienes que las personas querían comprar; en la fábrica trabajaban obreros que recibían un salario; y la empresa dueña de la fábrica obtenía beneficios con los que construir otras fábricas, con el fin de destinarlos a la reinversión para mejorar las condiciones de producción del producto o con la intención de que esos fondos excedentes terminasen de un modo u otro en la economía real. De alguna manera, esto suponía una forma de capitalismo benévolo en la medida en que los bancos ejercían una acción social porque destinaban los recursos que obtenían de los agentes económicos con superávit a las empresas que deseaban crecer o a los particulares que querían crear un pequeño negocio, comprar una vivienda o acometer cualquier otro proyecto dentro de sus posibilidades. Pero esa economía productiva apoyada en la banca tradicional pierde protagonismo y pujanza a partir de la derogación de la Ley Glass-Steagall, mientras que todo lo relacionado con la especulación y la “financiarización” de la economía adquiere una influencia desmedida en nuestro sistema económico.

La pregunta es ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Hagamos un último ejercicio de memoria: en 1819 el Parlamento británico aprobó la Ley Resumption Act, una disposición que permitió al Banco de Inglaterra reanudar el cambio de papel moneda por oro a un tipo fijo, práctica interrumpida entre 1793 y 1815 a causa de las guerras napoleónicas. Las reservas de oro del Banco de Inglaterra cubrían en 1792 el 33% de sus pasivos, pero a comienzos de 1797 apenas llegaban al 6%, de manera que, en febrero de ese año, los gestores del Banco suspendieron los pagos en oro preocupados por la posibilidad de que la entidad fuera incapaz de hacer frente a una ola de pánico. Esta decisión fue ratificada por el Gobierno de William Pitt, el 3 de mayo de 1797, y aunque el decreto fijó como objetivo reanudar los pagos en oro antes de dos meses, la inconvertibilidad se mantuvo hasta 1819. La Resumption Act estableció un período de transición hacia lo que después hemos conocido como patrón-oro porque eliminó las restricciones que pesaban sobre la exportación de monedas y lingotes de oro en Gran Bretaña. Estados Unidos comenzó a participar en el sistema de patrón oro clásico en 1879, momento en que el Gobierno del republicano Rutherford Birchard Hayes reanuda el pago de especies en oro, tal como exigía la Ley de Reanudación de Pagos en Especie de 1875. La idea defendida por británicos y estadounidenses era que los gobiernos y las entidades bancarias autorizadas pusieran en circulación papel moneda únicamente en proporción a sus reservas de metales preciosos, lo que actuaría como un freno para evitar emisiones de deuda imprevistas, con sus perniciosas consecuencias de inflación y desorden económico.

A partir de 1821 Inglaterra se convertiría en la gran abanderada de este sistema, consiguiendo que a comienzos del siglo XX casi todos los países del mundo lo hubiesen aceptado. Lo cierto es que después de la entrada de Estados Unidos en el patrón oro se produjo una incorporación paulatina del resto de naciones: Argentina lo hizo en 1881, Egipto en 1885, Rumania en 1890, Austria-Hungría en 1892, Rusia, Bulgaria, Japón y Chile en 1897, Holanda en 1901, y México en 1904. Pese a que Estados Unidos había adoptado el sistema en 1879, hubo que esperar a 1900 para que el presidente republicano, William McKinley, firmase la Ley del Patrón Oro, que fijó el precio dólar-oro en 20,67 dólares por onza, valor que se mantuvo hasta la devaluación del dólar decretada por Roosevelt, el 5 de abril de 1933, mediante la Orden Ejecutiva 6102, cuando pasó a 35 dólares por onza. Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1945, el sistema financiero internacional se basaría en un refinado patrón de cambio de oro acordado en la Conferencia de Bretton Woods, en el que el dólar estadounidense -y no el oro- desplazaría a la libra esterlina para convertirse en el único activo de reserva de los bancos centrales de todo el mundo.

El Gobierno de Richard Nixon, en 1971, hubo de enfrentarse a un hecho indiscutible y apremiante: los dólares habían superado las reservas de oro del país, de manera que el precio del oro en dólares superó el precio fijo del oro. El incremento de los gastos del Gobierno se reveló como otro factor decisivo: Estados Unidos había inflado su moneda, en gran parte para financiar los crecientes y enormes costes de la Guerra de Vietnam y la Great Society, un conjunto de programas de lucha contra las diferentes formas de pobreza, que en 1964 afectaban al 19% de los estadounidenses. La Great Society fue diseñada por el demócrata Lyndon B. Johnson e incluso se amplió durante las presidencias republicanas de Nixon y Ford. La burbuja que vinculaba el oro al dólar es una de las razones principales por la que Estados Unidos agotó alrededor del 55% de sus reservas de oro entre 1950 y 1971. Estados Unidos había acumulado reservas de oro de más de 20.000 toneladas al término de la Segunda Guerra Mundial, pero esta cantidad fue mermando a medida que muchos países, y especialmente Francia, comenzaron a cambiar sus dólares por el oro físico, algo también acordado en Bretton Woods (en 1965, Francia mostró la vulnerabilidad de Estados Unidos al convertir en oro 150 millones de dólares, y Alemania abandonó el sistema de Bretton Woods en mayo de 1971).

A comienzos de 1971, los economistas, Henry Hazlitt y Paul Samuelson aconsejaron a Nixon una devaluación del dólar puesto que sería necesario incrementar el número de dólares necesario para adquirir una onza de oro del Tesoro de Estados Unidos, pero el presidente desoyó estos consejos para adoptar la medida recomendada por el neoliberal Milton Friedman, que sugirió eliminar la convertibilidad del dólar en oro porque pensaba que la moneda estadounidense tenía valor propio al estar respaldada por el gobierno de Estados Unidos. Nixon se enfrentó a la creciente pérdida de reservas de oro y a un dólar con una presión inflacionaria cada vez más alta debido a los grandes gastos de su Administración, de manera que el 15 de agosto de 1971, en lo que fue una decisión histórica, suprimió la convertibilidad del oro acordada en Bretton Woods. De este modo, Estados Unidos entró en un sistema fiduciario de moneda (una moneda no vinculada al precio de una materia prima, como el oro o la plata, sino al valor de la confianza que genera el país expedidor). Existen discrepancias respecto a que el patrón oro sirviera o no para contener la extraordinaria expansión monetaria posterior a 1971 de la cual se nutre ahora el gigantesco entramado financiero especulativo puesto que, en ocasiones, tal como sucedió en 1913, de toda la cantidad de dinero circulante solo un 10% era oro y un 7% correspondía a plata (en 1885 representaban el 17% y el 21%, respectivamente). Lo que sí podemos afirmar sin ninguna duda es que la deuda federal de Estados Unidos en el momento de la desvinculación del patrón oro era de 398.000 millones de dólares de 1971, mientras que ahora asciende a 28,8 billones, es decir, se ha multiplicado por más de 72 en cincuenta años.

Después de la trascendental decisión de Nixon, Estados Unidos no tomó ninguna medida para frenar su desbocado gasto, de manera que necesitaba con urgencia vender su deuda pública sin subir los tipos de interés. Hasta 1970, Estados Unidos exportaba petróleo, pero a partir de ese año se vio obligado a importarlo, y en este hecho halló la salvación a su economía. La primera crisis del petróleo, en 1973, provocó una mayor inflación en Estados Unidos, de manera que en 1974 Nixon envió a William Simon, secretario del Tesoro, a Arabia Saudí a negociar. El trato inicial se convirtió en una alianza que ha durado décadas: Estados Unidos compraría petróleo a los saudíes a cambio de ayuda militar, mientras que Arabia Saudí adquiriría miles de millones de bonos del Tesoro estadounidense que financiarían los gastos de Estados Unidos. Desde el momento en que Estados Unidos compraba petróleo y a otros grandes importadores se les exigía hacerlo en dólares, Washington estaba creando una nueva demanda de deuda estadounidense y de dólares, lo que de nuevo incentivaba la super expansión monetaria que ha fortalecido la economía especulativa y “financiarizada”. Este acuerdo no se circunscribía únicamente a Arabia Saudí, sino a toda la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), lo que en esencia significaba que el dólar se convertiría en la moneda prioritaria para comerciar con petróleo. La opacidad ha protegido siempre este tipo de acuerdos, de manera que hubo que esperar a mayo de 2016 para ver como el Departamento del Tesoro estadounidense revelaba el volumen de deuda federal en manos de Arabia Saudí, que situó en 116.800 millones de dólares, pero es muy probable que esta tenencia sea mayor porque los bonos pueden depositarse en la Reserva Federal, que no revela estas informaciones, o en otras plazas financieras internacionales, igualmente protegidas por la opacidad. La participación de los saudíes ascendía en 2021 a 121.000 millones de dólares, aunque esta inversión hoy no es decisiva puesto que Arabia Saudí se situaría en el 17º lugar como inversor en deuda pública de Estados Unidos, según cifras del propio Tesoro estadounidense, muy por detrás de las cantidades depositadas por Japón (1.078.200 millones), China (909.600 millones), Reino Unido (638.500 millones) o Bélgica (327.300 millones).

Si algo demostró la crisis de 2008 es que necesitamos más regulación y más Estado, que es lo que echamos de menos cuando hablamos de “financiarización” y economía especulativa, ámbitos en los que imperan no solo la ley del más fuerte, sino dinámicas potencialmente devastadoras para el conjunto de la economía mundial a causa del tamaño de los fondos de inversión más grandes del planeta, capaces de condicionar las decisiones económicas de los gobernantes de todos los países y de causar derrumbes bursátiles de devastadoras proporciones en un futuro próximo.

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