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Pandemia, conformismo social y negacionismo científico

Juan Antonio Gómez Liébana
Juan Antonio Gómez Liébana
Su objetivo es aunar esfuerzos y organizarse para luchar por un sistema sanitario de calidad, que atienda a todas las personas sin exclusiones, dotado de mecanismos de gestión democrática por parte de trabajadores y población, y en el que la actuación sobre los determinantes socioeconómicos y medioambientales de la enfermedad sean prioritarios. En estos años, en los que en todo el Estado (gobierne quien gobierne) han avanzado el deterioro y la privatización de las partes rentables del sistema sanitario, compañeros y compañeras de los diferentes territorios se han ido incorporando a la lucha.
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análisis

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A dos años de la irrupción del Covid-19 ni siquiera sabemos su origen (¿salto zoonótico? ¿producto de laboratorio?), y según vamos logrando más información, a algunos se nos acumulan más dudas, pero como mínimo podemos apuntar algunas certezas:

  • que la medicina ha obviado su tarea primordial, la actuación contra las causas de la enfermedad (destrucción de nichos ecológicos por la voraz expansión capitalista, o existencia de laboratorios especializados en investigación de “ganancia de función”). La renuncia a la investigación sobre su origen nos abocará muy posiblemente a que se repita algo similar;  
  • que la actuación sanitaria, ha sido teledirigida por las farmacéuticas, hasta el punto de que a estas alturas los protocolos Covid de este país siguen manteniendo a los pacientes sin tratamiento ambulatorio desde la infección hasta la resolución por motu propio…o el ingreso hospitalario. En dos años no se han aplicado tratamientos tempranos que parece que han funcionado en otras latitudes (ya sea ivermectina, vitamina D, hidroxicloroquina, o simplemente antisépticos en las puertas de entrada);
  • que la crisis ha servido para incrementar la privatización y el deterioro sanitarios; la pobreza, la destrucción de empleo y pequeñas empresas mientras se han catapultado las ganancias de un puñado de multinacionales;
  • que la pandemia de pánico ha servido para dar un golpe a la ciencia y para generar más conformismo en la población (incluyendo a la mayoría del personal sanitario); incrementar la digitalización y el control social; así como para dejar el terreno abonado a sectores de derechas que con la reivindicación de medias verdades han ocupado un espacio que la izquierda ha dejado huérfano.     

Esta última certeza nos obliga a reflexionar sobre como operan los mecanismos de conformismo social que acaban arrastrando a amplias capas de la población a la domesticación social y hasta la aceptación de medidas que pueden ser lesivas para su salud[1].

La cultura de masas y su fabricación por los medios de propaganda

Los medios de propaganda (en manos de los mismos dueños que las farmacéuticas), generaron una corriente de información seudocientífica que permitió crear un estado de “histeria colectiva”. La amenaza infecciosa, replicada viralmente, estableció las bases para la psicosis colectiva, que desembocó en un modelo de comportamiento obsesivo irracional (limpieza de pomos de puertas, de suelas de zapatos, fumigación de calles y edificios, aislamiento…). Es cierto que, en la historia de las epidemias, el pánico epidémico es una de las primeras reacciones ante una alerta de enfermedad contagiosa, que genera un miedo súbito y extraordinario que “oscurece” o nubla la razón, pero en pleno siglo de la información, debimos exigir datos y no aceptar el apocalipsis como lo hicimos, más cuando otros países europeos no tomaron las mismas medidas.

Es evidente que no todas las enfermedades causan pánico en proporción directa con sus tasas de morbi-mortalidad. El pánico se incrementa ante una epidemia cuando los hechos, los rumores, las noticias o las autoridades sugieren o amplifican que el contagio es inminente. Y hemos comprobado en nuestras carnes, que esto opera mucho mejor en sociedades actuales, en las que se han destruido los vínculos sociales cercanos y estamos “conectados socialmente” a través de las redes sociales.

Al mismo tiempo que se alimentaba el pánico, el sistema utilizó “armas de distracción masiva”, para negar credibilidad a cualquier planteamiento crítico -por muy solvente que fuera-, y negar los propios hechos. Es lo que se denomina, “agnotología”, el estudio de la fabricación premeditada de desconocimiento, que se logra mediante la difusión de masivas dosis de distracción destinadas a apartar la atención de donde debería estar. Así la propaganda se centró en la primera ola en las imágenes de muertos en la calles chinas, camiones del ejército italiano cargados de féretros, morgues colapsadas, y las comparecencias diarias de  los militares -por si a alguien se le había olvidado quien  manda aquí- que habían tomado el control y las decisiones ya en abril. Se evitó absolutamente el análisis de las razones del colapso del sistema sanitario y los sistemas de salud pública, mientras se instauraba el rito diario, del “Resistiré” ejerciendo de vinculo social unificador.

Según Mattias Desmet (psicosis de formación de masas), con esta forma de hipnosis masiva o “locura de las multitudes”, porcentajes importantes de población asumen acríticamente la  narrativa dominante y son completamente incapaces de procesar nuevos datos científicos y hechos que demuestren lo contrario. Su campo de atención se reduce y se vuelven incapaces de considerar puntos de vista alternativos, a la vez que se ataca a quienes tengan la temeridad de defender puntos de vista opuestos. Incluso cuando la narrativa presenta inconsistencias y grietas, la multitud hipnotizada no puede liberarse de la narrativa, mientras quienes tienen el control de ella producen más mentiras apuntalar el discurso. Aquellos que están controlados por la formación de masas ya no pueden usar la razón para liberarse de la narrativa grupal. El ejemplo más clásico es el de Alemania 1930-1940.

Los estudios sugieren que a un 30% de la población se les adoctrina por la narrativa grupal; el 40% es persuadido y puede integrarse en ese discurso si no se percibe una alternativa digna; y el 30% lucha contra la narrativa. Para que se produzca, deben de darse cuatro condiciones:  falta de vínculos sociales, falta de sentido de la vida – más del 40% de las personas sienten que su trabajo carece completamente de sentido- y ansiedad y descontento psicológico flotantes.

Para alcanzar este estado es indispensable tener conectada a la mayor parte de la población con los emisores de propaganda. Estos señalan a la sociedad, cuál es el objeto de su ansiedad (virus) y al mismo tiempo ofrecen una estrategia aprehensible para tratar este objeto de ansiedad (encierros). Se genera una nueva solidaridad que lleva a un nuevo vínculo social – nuevo sentido de la vida- para poder hacer frente a este objeto de ansiedad juntos.

Independientemente de lo perjudicial que sea la estrategia, las personas que participan en esta nueva solidaridad se sienten mejor con respecto a su propia ansiedad por el simple hecho de participar en una estrategia común, sin tener en cuenta los graves efectos que pueda tener. Así, en este modelo de hipnosis de masas, todos tienen que participar en los encierros, llevar una mascarilla, cumplir el distanciamiento social, no abrazar a sus seres queridos, aceptar dejarles morir solos o inocularse. Si no lo hacen, no están mostrando solidaridad con el nuevo grupo que se ha formado. Aunque lo que se haga no tenga ninguna capacidad real para derrotar la pandemia, no esté respaldado por la ciencia, y sólo esté diseñado para identificar quién forma parte de su nuevo grupo social de culto.

El “culto religioso” hipnotiza, cualquier nuevo mensaje que entre en conflicto con sus actuales creencias “religiosas”, no puede ser aceptado. Se establece un bloqueo a las nuevas informaciones, por muy consistentes que sean.Se tapan los ojos frente a la violencia estatal: inoculaciones cuasiforzadas, encierros, prohibición de hacer deporte al aire libre o de llevar a los niños a los parques, pasaportes Covid, carpetazo judicial a la masacre de las residencias, etc.

Para lograr esa “sumisión voluntaria”, se han aplicado los “principios de Biderman”: aislamiento; monopolio de la percepción (se define lo que es “cierto” o no, sin debate científico); debilitamiento inducido; amenazas y castigos en el caso de incumplimiento (presiones a los no inoculados…); concesiones ocasionales (premios: horario bares, movilización); humillación y degradación (no inoculados….); dependencia de la víctima del poder (Ertes, ayudas del Estado que pueden ser suprimidas, etc.).


[1] «El conformismo social es un tipo de comportamiento cuyo rasgo más característico es la adopción de conductas inhibitorias de la conciencia en el proceso de construcción de la realidad. Se presenta como un rechazo hacia cualquier tipo de actitud que conlleve enfrentamiento o contradicción con el poder legalmente constituido. Su articulación social está determinada por la creación de valores y símbolos que tienden a justificar dicha inhibición a favor de un mejor proceso de adaptación al sistema-entorno al que se pertenece.». Roitman Rosenmann, Marcos.

Si así todo surgen los díscolos que no aceptan o cuestionan las indicaciones pautadas, las autoridades siempre tienen a mano las viejas recetas represivas.

Negacionismo científico y pandemia

El proceso de negación no es una disfunción, es una estructura protectiva de nuestro aparato psíquico que lo que hace es evitar que tengamos acceso al registro de circunstancias que pueden poner en riesgo nuestra subjetividad. En circunstancias de crisis, cuando estamos confrontados con el riesgo de nuestra propia muerte, la de seres queridos y, sobre todo, la ruptura radical de nuestra vida cotidiana, esos mecanismos de negación se pueden volver particularmente dañinos porque nos impiden observar una realidad y, por lo tanto, nos impiden actuar para enfrentar esa situación.

En estos dos años no ha habido un solo debate libre en ninguno de los grandes medios que pudiera permitir confrontar el discurso oficial al de los críticos, lo que nos hace añorar espacios como La Clave de Balbín, que en pleno postfranquismo supuso una bocanada de aire fresco. Estas décadas de “democracia”, coronadas con el gobierno más progresista de la historia nos ha traído un “consenso científico” derivado exclusivamente de las notas de prensa de las multinacionales y las cambiantes -a veces fugaces- decisiones de la OMS.

Dicho consenso se apoya en una batería de “expertos” cuyas opiniones distan mucho de cualquier conocimiento científico contrastado, opiniones replicadas viralmente por la inmensa mayoría de los periodistas, olvidando la primera regla de su profesión[1]. Estratagema que ya había sido utilizada por la industria del tabaco cuando desarrolló una estrategia para reclutar a los científicos para que contrarrestasen la creciente evidencia de los efectos nocivos del humo en los fumadores pasivos. También por la industria del azúcar para culpabilizar de la mortalidad cardiaca a las grasas en los años 60. Los negacionistas del tabaco atacaron en su momento a Stanton Glantz, profesor de medicina en la Universidad de California, por destapar las tácticas de la industria tabaquera[2], etiquetando de «ciencia basura» su investigación, o llegaron a cuestionar las afirmaciones de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) de los EE.UU. cuando determinó en 1992 que el humo ambiental del tabaco era cancerígeno[3]. Otro tanto ocurrió con los ataques a John Yudkin por su denuncia de los efectos del azúcar, y la elevación a los altares de Ancel Keys, convenientemente financiado por la industria del azúcar.

Por tanto, el debate científico y los expertos en epidemias fueron las primeras bajas en esta pandemia.  Ioannidis ya alertó tempranamente de que se había decidido que estábamos en guerra y que “había que disparar al escepticismo científico, sin hacer preguntas. Las órdenes fueron claras”. Y no alertaba de la ya conocida “crisis de reproducibilidad”, sino de la imposición de una aterradora forma de universalismo científico, curiosamente diseñado por las mismas entidades que habían provocado cientos de miles de muertos con sus actividades ilegales, y que se trasmutaron de la noche a la mañana en benefactores de la humanidad. Solicitar mejores pruebas sobre la eficacia y los efectos adversos pasó a considerarse un anatema. El escepticismo organizado se consideró una amenaza para la salud pública.

Las voces disidentes fueron acalladas una a una, incluso aquellas que históricamente han denunciado las manipulaciones del complejo médico-industrial, vetándolas y condenándolos al ostracismo -incluso una vez muertos como ha sido el caso de Montaigner-, mientras se imponía la autoridad de las instituciones internacionales que nadie eligió y están financiadas por las mismas industrias que nos venden las vacunas y, los medicamentos para los efectos de esas vacunas. Paralelamente se “recomendó” no realizar autopsias, lo que habría permitido obtener conocimientos más precisos de lo que estaba ocurriendo, y diferenciar entre muertos Por Covid y muertos Con Covid, lo que habría permitido descartar que haya existido un recuento excesivo de muertos por Covid debido a la interpretación de las PCR. Ese “consenso científico”, producto de la revisión por pares de farmacéuticas y el aparato de propaganda, estableció por el bien de la humanidad poner todos los huevos en la cesta de las inoculaciones experimentales, criminalizando cualquier otra alternativa, y sobre todo aquellas que estuvieran libres de patente (hidroxicloroquina, ivermectina, ozonoterapia, etc.), de forma que como sintetiza Corsino Vela, “la objetividad científica consiste en la evidencia objetiva que arroja la cuota de mercado de cada vacuna”.

Con el paso de las olas, resultó cada vez más evidente que los  factores que tenían una incidencia mayor en la morbimortalidad eran las comorbilidades,  la edad, la obesidad, el hacinamiento, la desigualdad social y la pobreza. Pero enfrentarlos implicaba optar por proteger a los más susceptibles (lo que implicaba, por ejemplo, intervenir residencias de mayores y confrontar con el Ibex) y aplicar “vacunas sociales”, lo que no fue apoyado en ningún momento, ni por Estado, ni por las sociedades científicas, ni por la “izquierda”. Todos eludieron las acciones básicas de la salud publica y se lanzaron en manos de las farmacéuticas buscando una solución mágica y rápida. Las intervenciones no farmacéuticas (encierros, mascarillas, distanciamiento social) deberían haber sido probadas con ensayos de control aleatorios para ver su eficacia, pero los gobiernos se basaron sólo en modelos. Así, el Imperial College -organismo que recibe financiación de la industria farmacéutica- publicó dos modelos con dos afirmaciones diferentes. El modelo que mejor se ajustaba al análisis mostraba que los cierres no tenían ningún beneficio, pero la revista Nature optó por publicar el modelo menos sólido que mostraba que los cierres tenían un beneficio de millones de reducciones de muertes, pese a que Ioannidis ya había advertido de las sobreestimaciones en marzo de 2020 cuando calculó la tasa de letalidad en 0,125%, lo que se confirmó un año después cuando se estimó en 0.15%. Obviamente el autor fue atacado y desapareció de los grandes medios de comunicación.

Mención aparte merece la respuesta de un sistema sanitario en proceso de desmantelamiento por las políticas de la última década. Los trabajadores, abandonados desde la primera ola, sin medios, abrumados por la incertidumbre de las muertes ante el fracaso de los tratamientos, desbordados, y como no, en pánico como el resto de la sociedad, se dividieron entre quienes lo dieron todo y la minoría (existe en todos los sectores) que escurrió el bulto y encontró en la pandemia una oportunidad para invisibilizarse. Es evidente que las epidemias no se abordan desde los hospitales, sino que deben de abordarse desde la atención primaria y la salud comunitaria, sin embargo, se apostó por los hospitales y lo mediático. No es extraño, por tanto, que, en los momentos iniciales, cuando médicos del primer nivel con amplia experiencia de trabajo en epidemias en el Tercer Mundo se ofrecieron voluntarios ante la parálisis de la Administración sanitaria, desde los despachos, directivos y preventivistas respondieron con el silencio o colgando los teléfonos. Lo que coincide con lo ocurrido después, cuando los poderes fácticos decidieron a últimos de abril de 2020, que las decisiones no iban a ser técnicas, dando paso a la representación diaria de militares arropando a Simón -tenemos que agradecerles que por lo menos no incluyeron en el escenario al obispo castrense-. Estaba claro quien no tomaba las decisiones.

En todo caso, el sector sanitario es un reflejo de la sociedad conformista en la que sobrevivimos, de forma que su capacidad crítica es mínima. Aceptó las imposiciones y los protocolos anticientíficos en la gestión del Covid, como había aceptado años atrás los procesos de privatización (Catalunya, Madrid, País Valenciano), en los que se mantuvo en silencio mientras se traspasaban a fondos de capital riesgo decenas de hospitales en el Estado, se cerraban miles de camas públicas y, solo en el momento en que los recortes salariales y el malestar se extendieron entre la plantilla, se movilizaron al grito “nos van a convertir en obreros”.

Para acabar, la gestión del Covid-19 ha sido un balón de oxígeno para un sistema económico depredador que estaba encontrándose con graves problemas para seguirse reproduciendo. La gigantesca inyección económica que se ha realizado (deuda que pagaremos los de siempre), ha acabado en manos de la decena de multinacionales que controlan todos los sectores económicos mientras los sistemas sanitarios públicos agonizan. La crisis ha servido para enfrentar las necesidades del capital y las necesidades sociales. Apostar por estas últimas obliga a superar la ceguera en la que está inmersa la izquierda y plantearse propuestas en las que la descentralización real y la gestión democrática de los servicios públicos esté en manos de la propia población. ¿Quién falló? El Estado. ¿Quién respondió? El pueblo.


[1] Repetir las versiones oficiales –vengan de algún Estado o de la OMS–, no es hacer periodismo. Aterrorizar al mundo con las estadísticas fraudulentas del Imperial College de Londres, mucho menos. El periodismo debe discutir esas versiones, comprobarlas y fomentar el debate, así como denunciar los potenciales conflictos de interés en los que esas importantes entidades incurren. En su lugar, lo que tenemos son versiones oficiales sagradas y una cacería de brujas contra cualquier disidencia, llevada a cabo desde diarios, noticieros y redes sociales. https://www.alainet.org/es/articulo/209305

[2] Impredictibilidad de los resultados de las investigaciones.  La empresa tabaquera Philip Morris trató de promover un nuevo estándar para la realización de estudios epidemiológicos. Estas estrictas directrices habrían invalidado de un plumazo una gran cantidad de investigaciones sobre el efecto del tabaco sobre la salud.

[3] Este fue criticado nada menos que como una «amenaza para la esencia misma de los valores democráticos y la política pública democrática

https://skepticalscience.com/translationblog.php?n=161&l=4
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