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Planeta basura

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análisis

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La inteligencia artificial acabará imponiéndose a la natural no porque la primera crezca sino porque la segunda mengua a pasos agigantados. Ya falta poco para que esta inteligencia artificial, a falta de la otra, tome posesión de este mundo desquiciado que parece abocado sin remedio al desastre, a la extinción de esta especie  humana depredadora, arrasadora y devastadora que, ante la cercanía, la inminencia del precipicio, ha decidido, como Thelma y Louise, pisar a fondo el acelerador.          

Como regla básica, ninguna inteligencia artificial atentaría contra su propia supervivencia. La inteligencia humana también se guio a lo largo de cientos de miles de años por ese instinto primario que le ayudó a progresar y dominar por completo un mundo hostil. Pero ese instinto de supervivencia frente a todo tipo de adversidades, que parecía formar parte del equipamiento de serie de nuestra especie parece que, definitivamente, lo estamos perdiendo. Donde más claro se ve esta alocada carrera hacia el abismo es en el imparable crecimiento del deterioro medioambiental, la cada vez más acelerada contaminación del aire, el agua y la tierra.   

Podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que la inteligencia artificial se habrá impuesto definitivamente cuando ese robot aspirador autónomo llamado “Roomba” que deambula por las habitaciones de nuestras casas engullendo polvo, pelusas y demás barreduras, se pare un día delante de nosotros y nos diga con tono de airado reproche: “Menuda panda de guarros” “Si no fuera por mí os comía la mierda”. Y tendría toda la razón. Sin duda la queja del robot nos dejaría preocupados porque se trata de nuestra casa, y a nadie le gusta que le llamen guarro o guarra en su propia casa. Sin embargo, nos preocupa bastante menos ver el planeta, que es nuestra casa verdadera,  convertido en un gigantesco contenedor de basura. A pesar de toda la información de la que disponemos, seguimos sin ser conscientes de que nuestra casa también es lo que hay al otro lado de la puerta de nuestro domicilio. Nuestra inabarcable estupidez nos lleva a pensar que si cerramos la puerta y echamos las cuatro vueltas de la cerradura y el cerrojo, estamos a salvo de todo mal, que es como creer que los problemas desaparecerán si cerramos los ojos ante ellos. Pero, acordándonos  del cuento de Augusto Monterroso, podemos decir que al abrir los ojos la mierda todavía sigue ahí, y nos está ganando la partida.

En la película “Wall -E” de 2008, dirigida por Andrew Stanton, una obra maestra de animación del género  ciencia  ficción, la acción se sitúa en el año 2800 en un planeta Tierra devastado, sin vida alguna, un puro guijarro que sus habitantes han tenido que abandonar para buscar otros planetas habitables. En ese planeta arrasado  hay un pequeño robot llamado Wall – E que lleva ya varios cientos de años limpiando de manera incansable el planeta que una vez fue verde, o azul si se veía desde el espacio, y ahora es un mugriento canto rodado sin ningún indicio de vida. El arranque de la película con el eficiente robot recogiendo y empaquetando basura es, como el resto de la película, una obra de arte que nadie debería perderse, al menos la primera parte, porque lo tiene todo: una impecable técnica, una maravillosa manera de contar la historia, y el contundente mensaje que transmite.

Me acordé de esta película al ver la desoladora foto de una laguna manchega, un importante humedal amenazado, como todos, por abusivas extracciones de agua, donde la noche anterior se había celebrado una fiesta en su orilla, una de las muchas fiestas, bailes y verbenas que se celebran en esta época del año en todos los pueblos de España. Aunque más que el lugar donde se había celebrado una fiesta, baile o verbena, parecía que se había librado una terrible batalla, a juzgar por cómo había quedado todo, con el suelo cubierto por montones de basura dejada allí por los fiesteros y fiesteras que se habían empleado a fondo a lo largo de la noche para dejarlo todo hecho un asco. La foto causaba una ya conocida y cada vez más habitual sensación de horror y repugnancia a la que parece que nos debemos acostumbrar como se acostumbra el habitante de Alaska a la nieve. Y pobre del que no se acostumbre a esta “cultura” porque será mirado como un bicho raro por los que ya están hechos a ver y convivir con este extenso catálogo de porquería, de desperdicios bien conocidos por todos y que cada vez nos definen más porque son nuestra firma: bolsas, vasos y botellas de plástico, botellas de cristal  enteras o en trozos, papeles y otros variados residuos que también podían pasar por los restos de un naufragio: el naufragio de nuestra civilización, aunque llamar civilización a  esta acumulación de mierda sería un hiriente sarcasmo. Menos mal que el lugar donde se celebró la fiesta, a orillas de la laguna, era un espacio protegido y la mierda solo llegaba hasta las rodillas, de no haber contado con esa “protección” medioambiental, la mierda habría llegado, como mínimo, a la cintura.

Mientras aquella enorme extensión de basura desparramada en todas direcciones, como si hubiera sido arrojada por una erupción volcánica, esperaba la llegada de la brigada de limpieza del ayuntamiento, los precursores de Wall – E, que tras unas horas de duro y desagradable trabajo, volvieron a convertir aquel vertedero en un lugar medianamente habitable, me pregunté cuántos años nos quedarían para que aquella brillante, inspirada, visionaria y futurista película se convirtiera en una terrible realidad.

Pero la fiesta es la fiesta, eso es lo primero, y el mes de agosto es el mes consagrado, rendido a ellas. No es que el resto del año no haya fiestas,  pero es durante este mes donde abundan más que en ningún otro. Los ayuntamientos no paran de organizar  y autorizar todo tipo de  eventos que se les solicite, sin poner impedimento ni limitación alguna, ni de horario ni de decibelios ni de cualquier otra naturaleza, porque saben que cualquier restricción, por mínima, sensata y razonable que sea, podría desatar las iras de los asistentes a estos espectáculos. Unos asistentes, la mayoría jóvenes, como es natural, que no aceptan ningún tipo de normas porque entienden que las normas son trabas, estorbos, impedimentos totalmente  incompatibles con una fiesta como es debido. Porque entienden la fiesta como una burbuja espacio – temporal donde queda abolida toda obligación, todo precepto,  toda norma y, desde luego, toda responsabilidad por mínima que sea.

Y los ayuntamientos, con sus alcaldes al frente, para no provocar las temibles iras juveniles, lo que podría acarrearles una mala fama de impopulares, de aguafiestas, de cenizos y cascarrabias, que es lo que más temen los responsables municipales que creen cuidar su buena imagen ofreciendo siempre su lado más amable, más tolerante, más “guay”, y para ello no dudan en dar su total aprobación, su santa bendición, su visto bueno a todos y cada uno de los eventos que les solicitan. Unos eventos cuyos lugares de celebración amanecen al día siguiente convertidos en un gran vertedero que solo podría atravesar un regimiento de caballería o mejor la acorazada Brunete. Los vecinos que no dispongan de un buen caballo, un todo terreno, un tanque o similar, deben esperar pacientemente a  que la brigada de limpieza se emplee a fondo con todos los operarios municipales disponibles, provistos de escobas, palas, contenedores, “dumpers”, máquinas barredoras, camiones y demás para dejar el solar limpio hasta el próximo concierto, baile o verbena.

Hasta tal punto nos hemos acostumbrado a esto, que desde hace ya mucho tiempo, el evento musical y su correspondiente parva de mierda se ha convertido en lo más normal del mundo, y una cosa y la otra van juntas, inseparables, asociadas como el zumbido al moscardón. Tan ligada está una cosa a la otra que el éxito, el renombre, la fama de cualquier verbena, baile, concierto u otro evento parecido se mide por el nivel de basura acumulada que aparece al día siguiente en el lugar donde se celebró. De la misma manera que hace algunos años, cuando la fama, el prestigio, la celebridad, el triunfo y la gloria de un bar se medía por la cantidad de cabezas y cáscaras de gambas,  cáscaras  de mejillones, caracoles, huesos de alitas de pollo, palos de chuletas, cabezas y raspas de sardinas y de boquerones fritos, palillos de los dientes, de los pinchos morunos, servilletas de papel usadas, chapas y demás desperdicios que se acumulaban al pie de la barra. Si el suelo de una barra estaba limpio y además olía a limpio, la gente reculaba porque esa extraña limpieza era un síntoma inequívoco que de que el establecimiento era poco de fiar, había gato encerrado. Ese olor a amoniaco perfumado, a jabón de Marsella, o a rosas o lavanda, echaba para atrás hasta al cliente más aguerrido, en cambio el intenso olor a rancio, a infame fritanga, con unas freidoras cuyo aceite se heredaba de padres a hijos, atraía a los clientes en masa como las moscas a la miel. Para saber si estabas en un bar como es debido, un bar digno de ese nombre, el suelo junto a la barra no debía verse por la mierda, y si tenías la ventura de hundirte en ella hasta el punto de no verte los zapatos, habías acertado plenamente, y lo celebrabas alegremente con otra ronda de vino o cerveza, y otra de calamares o de boquerones fritos que sabían a todos los frutos del mar, del aire y la tierra juntos, porque el mismo aceite servía para freír cualquier cosa que entrara en la cesta de la freidora. Y cuyo aceite, como ya hemos dicho, no se cambiaba nunca porque eso sería ir en contra de los sagrados principios de la empresa.

Algunos bares fueron tan exitosos que, quizás sea una leyenda urbana, pero hay gente que asegura haber visto a clientes a pie de barra calzados con raquetas de nieve para no hundirse hasta las rodillas en el montón de guarrería. Un suelo lleno de mierda era razón suficiente, razón de más, para quedarse en el bar, mesón, taberna, tasca o cervecería, con el convencimiento de que aquel establecimiento era, sin lugar a dudas, el mejor de la zona. Cuando lo normal habría sido no poder ni un pie en semejante basurero, pero aquí no nos estorba la mierda, al contrario, tenemos querencia por ella. Solo hay que ver cómo acaba todo después de una noche de fiesta.

No importa las veces que se vea, siempre produce el mismo asco, la misma repugnancia cuando uno se da una vuelta por la mañana por el recinto, la explanada, el descampado donde se ha celebrado una fiesta. Y no menos desagrado y lástima causa la visión de los últimos fiesteros y fiesteras que aún merodean, moviéndose torpemente como zombis entre la basura con el vaso de plástico de litro en la mano todavía con unos rescoldos de hielo nadando en el liquido aguado.

Y uno se pregunta porqué esta juventud, la más formada e informada de nuestra historia, demuestran tan poco o ningún civismo, tan poca o ninguna educación, aunque siempre hay honrosas excepciones, dejando aquella descomunal acumulación de suciedad que señala a todos y cada uno de los asistentes.  Cuando a la mayoría debería importarles, y mucho, y sentir una enorme vergüenza, un gran bochorno saberse partícipes de tan desagradable como inadmisible acumulación de basura. Y más, como en el caso de la foto que da pie a este artículo, tratándose de un espacio natural que hay que cuidar y no dejarlo perdido confiando en que “ya lo limpiarán los que lo tengan que limpiar, si quieren, y si no, no es mi problema”. Eso pensarán algunos, si es que el alcohol y otras sustancias les dejan hacer semejante exceso mental, mientras apuran el último trago del vaso y lo arrojan al montón, un instante antes de, con paso torpe e inseguro, poner rumbo a su casa a dormir la borrachera.

Pasan los años y estas muestras de incivismo, lejos de ir a menos, se mantienen, si no van a más, en esta sociedad cada vez más irresponsable, más infantilizada, más tendente que nunca a la indolencia e indiferencia hacia todo y hacia todos. Quizás sea por la edad, pero cada vez se llevan peor estas fiestas, esas insufribles sesiones de D.J., esos conciertos cuya “música” machacona sin principio ni fin tenemos que soportar los vecinos con toda la paciencia y resignación del mundo. Una música formada por un continuo chunda – chunda entre agudas trompetillas apocalípticas a la que no nos acostumbraremos nunca, porque  tuvimos la suerte de conocer y disfrutar la maravillosa música de los años setenta, ochenta y noventa, y no hay comparación posible con este ruido infernal que parece creado exclusivamente para sacarnos de quicio y hundirnos en la desesperación. He vivido toda mi juventud frente a una fragua y, créanme, sonaba mejor, con más musicalidad, ritmo y armonía el martillo mecánico con que aguzaban las rejas de los arados que esta “música” con que ahora nos amenizan o, mejor dicho, nos amenazan.

Pero por suerte las hirientes ondas sonoras de este insufrible ruido, después de maltratar los oídos a conciencia, se esfuman en el aire sin dejar rastro. No así la basura, que crece de forma imparable y ya domina los mares, los ríos, los lagos, la tierra y el cielo. Pero tranquilos, la fiesta, como la orquesta del Titanic, seguirá a lo suyo. ¿Habría que hacer algo? ¡Quiá!. Como decía Moncho Alpuente: “la situación es desesperante, pero no preocupante”.   

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