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Trumpismo: de la posverdad a la realidad paralela

Los líderes de la extrema derecha mundial logran que la humanidad dude de todas las certezas y verdades que había conquistado

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análisis

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Según las últimas encuestas, a la mitad de los norteamericanos no les importa lo más mínimo que Donald Trump haya sido imputado, arrestado y fichado como un vulgar delincuente en un juzgado de Nueva York. Si el magnate vuelve a presentarse a las elecciones presidenciales, sus acólitos incondicionales volverán a votarle de nuevo. Lo harían una y mil veces por mucho que el amado líder cometa el mayor de los crímenes. Ya lo dijo él mismo: “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. Son las nefastas consecuencias de los tiempos de posverdad que nos han tocado vivir.  

Tras una odisea evolutiva prodigiosa, el homo sapiens va camino de su propia autodestrucción por un atracón de bulos, mentiras y desinformación. “En algún momento cambiamos las ideologías por las creencias”, dice José Luis Sastre, periodista de la Cadena Ser. Y es cierto. Han sido demasiados años de manipulación política, patraña y engaños y entre todos los que gobiernan, de uno y otro signo o color, han terminado por volver loco al personal, que ya no cree en nada. El mundo se ha convertido en un inmenso manicomio donde la gente conecta con su trastornado favorito, ese que le cuenta lo que quiere oír y le suelta el chiste antisistema más corrosivo, provocador o políticamente incorrecto. Ya no importan los hechos objetivos, ni los datos, ni las pruebas contundentes contra un tipo al que han pillado en más de 30 cargos contra el Estado, entre ellos haber intentando comprar el silencio de una actriz porno con dinero de la campaña. En España, también tenemos lo nuestro. Si los datos del paro van bien, aparece un señor como Feijóo para decirnos que están adulterados por un Gobierno malvado y se queda tan pancho. Todo vale, más madera.

La política se ha vuelto sectaria, una tribu contra otra, un enemigo contra otro. Y ahí no valen argumentos, solo la victoria final a cualquier precio. La razón ha sido sustituida por la emoción y vence quien mejor epata al pueblo, como en los peores tiempos de los sofistas griegos. Todo es comedia, bufonada y vodevil. El espectáculo más trepidante, el que más morbo y escándalo ofrece, es el que acaba triunfando en los índices de audiencia y popularidad. Trump cuenta con un teatro de 65 millones de espectadores que pagan la entrada en la Fox cada noche, religiosamente, para asistir a la única obra que les interesa ver: la gran mascarada del rabioso contra la democracia. Desde esa cadena, el Gran Hermano orwelliano desde donde el tirano difunde su elixir narcotizante –generando una legión de yonquis intelectuales colgados a su mantra resumido en un solo argumento (America first)–, ha negado la pandemia, ha aconsejado a los americanos que beban lejía para matar el virus, ha encerrado a niños mexicanos en lóbregas jaulas, ha cuestionado la validez del sistema electoral, ha intrigado, ha conspirado, ha difundido los peores bulos y patrañas, ha puesto y quitado a dedo a magistrados del Supremo, ha malversado, ha concurrido dopado a las elecciones, ha intentado amordazar a la prensa libre y en el éxtasis de su delirio totalitario ha dado un golpe de Estado sangriento. Cualquier ciudadano de a pie llevaría años entre rejas con solo la mitad de esos cargos.

El relato del héroe/mártir que se enfrenta al mundo y al establishment, a su manera, My way, posee un enganche brutal. “Mi único delito fue defender a nuestra nación de quienes buscan destruirla”, se defiende Trump ante las acusaciones de la Justicia y los federales. De nuevo el mito del salvapatrias, del capo del clan, tal como ocurrió en la década de los veinte del pasado siglo. Cien años después vuelven a salir, por doquier, pequeños führercitos que le han cogido el tranquillo a Goebbels. No importa si algo es verdad o no, importa si parece verdad y el cuento cala en las mentes. Lo fundamental es contar con un potente aparato de propaganda para intoxicar a las masas y de eso anda sobrado el expresidente republicano. Controla medios de comunicación y redes sociales, donde el nuevo flautista de Hamelín se lleva de calle al votante niño, al adulto infantilizado por décadas de neurosis colectiva generada por la sociedad de consumo. “Demasiados ratones votando a gatos”, ha dicho Rufián en una frase para la historia.

La posverdad, a la que se abraza la extrema derecha en un último intento desesperado por conquistar el poder global, es el gran cáncer de nuestro tiempo. Aleksandr Duguin, filósofo, analista y estratega político asesor de cabecera de Putin, ha sentenciado de qué va esto en una afirmación tan reveladora como terrorífica: “La verdad es una cuestión de creencia […] los hechos no existen”. El satánico Trump, desde su torre de oro neoyorquina, gran laboratorio conspiranoico de la secta Qanon, ha puesto en duda la realidad misma, creando un universo para lelos, hasta el punto de que el pueblo, siguiendo al chamán de la falsa libertad, ha terminado negándolo todo, los valores humanos, la ley de la gravedad, la teoría de la evolución, el cambio climático, el Holocausto nazi, la llegada del hombre a la Luna y todo lo que vemos a nuestro alrededor. El monstruo sin libros ni coeficiente intelectual, el vaquero impulsivo, irracional y borderline, ha logrado transformar la luz en tinieblas, la democracia en dictadura y la verdad en demagogia. Pero ahora ya es demasiado tarde para detener al macabro payaso Pennywise de la política basura mundial. La gente le pide más caña cada vez, show must go on. Y esa revolución maquiavélica la ha consumado en pleno siglo XXI, el siglo del conocimiento y la información, armado con una sola arma tan vieja como el origen de los tiempos: el control de las masas y las mentes con una retórica tan primitiva como brutalmente demoledora y eficaz.  

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