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análisis

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“Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos” decía el escritor mexicano Carlos Fuentes. En estas últimas semanas hemos tenido que lamentar las muertes de Javier Marías y Jesús Quintero, El Loco de la colina. Dos muertes muy sentidas por sus muchos, muchísimos, admiradores de estos dos inmensos artistas. A Javier Marías ya no podré decirle que una amiga mía muy querida, y una de sus más fervientes admiradoras, la tarde que murió, una tarde gris otoñal de domingo en Oviedo, su ciudad, pidió a su marido que le leyera el artículo de Javier Marías. Ella siempre solía, como tantos lectores del periódico, empezar la lectura por el artículo de Marías, y esa tarde, que sabía que era su última tarde, no quiso dejar de hacerlo. Con ese gesto le apeó el tratamiento, la ninguneó, le quitó importancia, presencia y protagonismo a esa hija de puta de la muerte.

Siempre que venía a Madrid quería que la acompañáramos a la Plaza de la Villa, frente al viejo ayuntamiento, donde vivía Marías, y nos quedáramos un rato mirando el balcón de la casa del escritor. Cuando había luz, una claridad color calabaza que iluminaba los últimos estantes de su librería, nos quedábamos un rato más por si salía al balcón, pero nunca lo vimos asomarse. A Marías, del que tampoco me he perdido uno solo de sus artículos y leído la mayoría de sus novelas y ensayos, lo vi varias veces por las calles del centro de Madrid pero, o bien tenía prisa él y no tuve el valor de abordarlo para contarle la pequeña anécdota de su fiel lectora, o bien era yo el que tenía prisa porque llegaba tarde al sitio donde iba. El caso es que siempre lo dejaba para otro día, confiando en que alguna vez se darían las circunstancias para acercarme a él. Por desgracia, ya no será posible hablarle de mi amiga, ni tampoco de lo mucho que he disfrutado con su obra y de lo mucho que he aprendido intentando imitar su inimitable arte, su magistral manera de elaborar cada frase con esa hondura, esa precisión marca de la casa, con esa gracia y esa exquisita sintaxis que le hacía sobresalir muy por encima de cualquier escritor o periodista. Muy pocos escritores y escritoras, tan pocos que pueden contarse con los dedos de una mano, están a la altura de su muy elaborada y depurada prosa, de esa finura, de ese delicado encaje que era su escritura. Como ocurre con los grandes, su desaparición solo será física, porque su voz, una de las más singulares y poderosas de la literatura española y universal de las últimas décadas, se quedará a  perpetuidad en sus libros, ensayos y artículos para disfrute de generaciones de lectores y lectoras. Su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua se tituló “Sobre la dificultad de contar”. Tras varias décadas enfrentándose a esa dificultad, una dificultad casi insalvable en la que,  según decía William Faulkner, uno de los escritores de cabecera de Marías, siempre se fracasa, aunque unos fracasan mejor que otros. Marías también  fue, cuesta hablar de él en pasado, uno de los que mejor fracasó entre los autores de  ámbito nacional e internacional. Marías se ha ido pero deja una obra que no solo perdurará por su extraordinaria calidad, sino que seguirá agigantándose con la llegada de nuevas generaciones de lectores.

A  Jesús Quintero, el loco de la colina, solo lo vi una vez paseando por Sevilla, era un hombre alto, elegante, de andares reposados y rostro ensimismado. A él tampoco me atreví a abordarlo porque no me pareció bien cortarle el hilo de sus pensamientos. Además, qué podía decirle en un minuto escaso, saludarlo, darle la mano, decirle gracias maestro y poco más. Uno no puede decir más que cuatro palabras de cortesía apresuradas en un cruce de calles del casco histórico de Sevilla llenas a rebosar de ruidosos turistas. Preferí regalarle mi respetuoso silencio y devolverle así el mucho silencio que me había regalado a mí y a sus miles de seguidores. Porque Jesús Quintero nos enseñó algo fundamental: el silencio como herramienta de conocimiento. Pasear también es otra forma de conocimiento. De modo que pasear en silencio es una doble forma de conocimiento, y por tanto no podía romper  el silencio del maestro, y al mismo tiempo decirle lo mucho que me habían enseñado sus silencios. Ahora parece que huimos del silencio, que lo hemos expulsado de nuestras vidas porque no estamos a gusto con él, nos incomoda y desasosiega, nos inquieta su presencia porque nos quedarnos a solas con nosotros mismos. Preferimos la cercanía del ruido que nos acompaña y distrae, y también nos aturde e insensibiliza y, sobre todo, nos ayuda a no pensar, a no sentir. Ya lo decía Faulkner, aquí somos muy de Faulkner, “Parece como si todo el mundo tuviera que tener un montón de ruido alrededor, para no tener que pensar en las cosas que debiera”.  Quintero inventó el silencio en un medio donde no existía. Hasta que llegó él, todo en la radio era un apresurado popurrí de palabras en voz alta, de frases cortas y pegadizas, de consejos publicitarios a voz en grito envueltos en músicas histéricas a todo volumen. Y a muchos no nos gustaba la radio por eso, porque nos recordaba, a mí al menos, una de aquellas ruidosas tómbolas que venían a las fiestas del pueblo, donde un incansable charlatán con un micrófono como una patata atado con alambres al cuello, los primeros micrófonos “manos libres”, y unos viejos y pésimos altavoces con un insufrible ruido de fondo entre chisporroteos de freidora, hablaba y hablaba como un desesperado durante horas para no decir nada que nos interesara lo más mínimo.

En los ya lejanos años ochenta de nuestra adolescencia, apareció en esa radio, que nosotros despreciábamos por antigua, por rancia y casposa y, por supuesto, al servicio del poder, más que al de la ciudadanía, un programa radicalmente nuevo llamado “El Loco de la colina”. Un programa que no solo nos gustaba, sino que nos entusiasmaba, y nos tenía totalmente conmocionados y alucinados. La inolvidable sintonía del programa ya nos ponía los pelos de punta con esa majestuosa “Shine on, you crazy diamond” “Sigue brillando, diamante loco” de Pink Floyd. Una música absolutamente fascinante, maravillosa, que nos envolvía con su magia. Y ese magistral solo de saxofón que remataba la canción era algo grandioso. Y yo que creía que con el saxofón solo se podían tocar cosas como “La raspa”, “Paquito el Chocolatero”  pasodobles toreros y poco más. El Loco de la colina había llegado para cambiarnos nuestra idea de la existencia, para darnos la vuelta como un calcetín, y vaya si lo consiguió. Después de las primeras notas de la canción, que parecía la puerta de entrada a otra dimensión, surgía la inconfundible voz de Jesús Quintero, El Loco de la colina, una voz clara, cálida, acogedora, una voz muy trabajada con una dicción perfecta. Una voz de actor, porque ésa fue su primera vocación antes de que lo descubriera un  hombre de la radio al darse cuenta que su voz, según dijo, llegaba hasta la última fila. Una voz de profeta que más que anunciar el fin del mundo, lo retransmitía en vivo y en directo, sin prisa ninguna, recreándose en la exacta pronunciación de cada palabra, en la justa cadencia de casa frase. El Loco de la colina nos regaló a través de la radio, con sus deslumbrantes  e hipnóticos monólogos, muchos de los momentos más emocionantes de nuestras vidas. A su primer programa, de radio, maravilloso y libertario, le puso de nombre “Para mayores con reparos” y poco después lo rebautizó como “El Loco de la colina” por la canción de Los Beatles. El cambio de nombre le costó tres meses de suspensión. Pero el programa siguió adelante a pesar de que le dijeron que inducía al suicidio. El Loco de la colina ya empezaba a convertirse en un  legendario comunicador con su estilo propio, absolutamente inalcanzable e inimitable para sus colegas de la radio. Pronto comenzó a dejar claro a sus jefes que él era diferente. “Un vez me dijeron, contaba Quintero, que no había más remedio que meter anuncios en mi programa. De qué, les pregunté, de aspirinas, me dijeron. Pues a mí no me duele la cabeza”, les respondió. Y se fue. Después dio el salto a la televisión con muy exitosos programas como  El Lobo Estepario, El perro verde, Cuerda de Presos, El vagamundo, Ratones Coloraos o El Loco soy yo. Todos ellos comenzaban con esos monólogos absolutamente geniales entre largos silencios que invitaban a levantar la cabeza como hacen las gallinas después de cada sorbo de agua, para acomodar las palabras como nuevos e ilustres huéspedes en nuestras cabezas.

Quizás lo mejor de El Loco de la colina es que daba la sensación de que no nos hablaba a millones de oyentes sermoneando como un cura desatado, o un incontinente predicador  que nos quiere vender la salvación eterna. Sino que te hablaba a ti y solo a ti, y eso hacía que casi se te cortara la respiración. Y después de  su brillante monólogo venía la entrevista o más bien podía hablarse de la conversación aparentemente informal, sin guión ni plan premeditado alguno. Aunque sí que había un guión, un muy buen guión escrito al alimón entre el propio Jesús y el  poeta y guionista Javier Salvago, autor de miles de folios con las preguntas y reflexiones que el ya en vida legendario comunicador, ahora más legendario todavía, interpretaba con su seductora, su vibrante, acariciante y entrañable voz que más que hablar, recitaba frases con tanto arte que parecía que cada una de ellas fuera el más hermoso verso de la lengua castellana. También fue una obra maestra de Jesús, y no de las menores, su acierto de reunir a un gran equipo creativo.

El loco de la colina concedió muy contadas entrevistas. No se prodigaba mucho en estos terrenos. En una de ellas le preguntaron: ¿Y usted qué predica? Y recordó el poema de León Felipe a Walt Whitman: “No tengo título ni rótulo a la puerta / No soy doctor, ni reverendo, ni maese… / No soy misionero tampoco. / No vengo a repartir ni catecismos ni reglamentos, / ni a colgarle una cruz en la solapa”. “Yo he predicado siempre la vida, la vida que me llevó a todo lo que fui,  a todo lo que soy. Me llevó al teatro, a la radio, a la televisión. Me llevó a la colina del Guadalquivir, me llevó a palacios, a prostíbulos, a las cárceles, al sillón del psicoanalista. La preguntas inesperadas nacen del sillón del psicoanalista; las trascendentes, de Aristóteles y los griegos, y las sorprendentes, de los niños”.

Cuando le preguntaron cuáles serían las bienaventuranzas básicas del “sermón de la colina”, respondió que “ El que no llora no mama, ¡Bienaventurados los pacificadores porque el mundo está “mú” tranquilito! ¿ozú como está el mundo de tranquilito !”. “El tema es fácil: uno explota al otro y el otro se cabrea. Esa es la historia del mundo. Lo dijo Renán: Si la honradez fuera negocio, ya haría mucho tiempo que los banqueros se habrían apoderado de ella”.

Cuando le preguntaron para qué vino al mundo, contestó: “No sé para qué he venido, la verdad es que vine para crear cosas y para sugerir cosas. Y para hacer feliz a la gente”. “La conversación es civilidad, es cortesía, es dejar hablar al otro, eso que resulta más necesario que nunca. El diálogo nos enseña a pensar, entre otras cosas, porque es un ejemplo para que aprendamos a hablar con nosotros mismos. Las palabras son engañosas porque están viciadas, contaminadas por tantas lenguas de doble o triple filo, pero es lo que tenemos para entendernos. Yo quiero que mis entrevistas tengan un clima, un ritmo dramático, planteamiento nudo y desenlace”. “Hace 2500 años en Grecia se produjo la mejor cosa que registra la Historia universal: el descubrimiento del diálogo. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron… Las preguntas están en el aire mientras las respuestas siguen estando en el viento, como dijo Bob Dylan. Es fundamental en la comunicación transmitir verdad y sobre todo ser honrado hasta el final. Esto me ha costado algunas ruinas, pero, desde luego, en este sentido, no voy a ceder”. Y nunca cedió.

De la televisión dijo que es “una mina saqueada y abandonada”. “Los mercaderes y los políticos aprovechan el medio más poderoso para vender su mercancía. El morbo, la frivolidad, el sexo y el sentimentalismo barato y de lágrima fácil, se han convertido en el único reclamo para atraer a la audiencia a la que se le alaba alimentado sus más bajos instintos. Los informativos parecen una crónica de sucesos y forman parte del espectáculo. Los debates son el grito, el golpe de efecto, las bromas de mal gusto, las descalificaciones, los insultos y la más falta de ética elemental, de respeto.  Todo es fuego, artificio, pirotecnia, vacío intelectual y moral. El público aplaude a una orden del regidor. Es un circo donde no hay lugar para los sabios, los filósofos, los intelectuales, escritores, poetas y creadores”. Todo esto  decía Jesús Quintero, El Loco de la colina, que tenía las suficientes narices para decir esto y mucho más.

Cuando su verbo se hizo carne, pudimos verlo actuar en televisión con ese inmenso talento, ese irrepetible arte que derrochaba en cada programa. Pudimos recrearnos en esa interminable galería de personajes de toda clase y condición, de aquella España que empezaba a saborear la libertad, a disfrutar de esa increíble sensación de poder hablar libremente diciendo lo que siente y sintiendo lo que se dice, sin tener que pasar por la peor censura que hay, que es la tuya propia. Una autocensura que quitaba toda la naturalidad, la espontaneidad, la sinceridad, toda la libertad hasta dejarla en los cuatro lugares comunes, las cuatro frases hechas, los cuatro topicazos que contentaban a  todos excepto a uno mismo. O quizás tampoco contentaran a los demás, pero igualmente tenían que disimular como nosotros.

Si tuviera que quedarme con una de las muchas cosas que hizo Jesús Quintero, El Loco de la colina, me quedaría, sin duda alguna, con sus primeros programas de radio  que oía en la cama con el transistor bien pegado a la oreja para que no se escapara ninguna palabra de sus interminables monólogos que ya forman parte de nuestra memoria. Unos monólogos envueltos en silencios que, junto a  las novelas de Hermann Hesse nos descubrían el mundo nuevo que estaba detrás del cascarón que rompíamos a diario. “El pájaro rompe el cascarón, el cascarón es el mundo. Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo” decía el Nobel alemán en su magnífica novela “Demian”. El Loco de la colina nos hacía ver el mundo a través de su mirada. No hubiéramos aguantado ningún otro programa de radio a aquellas horas de la madrugada. No hubiéramos dejado que otro que no fuera él nos robaba tantas horas de sueño, hasta el punto de olvidarnos que al día siguiente había que madrugar.   

Marías y Quintero nos han dejado. La muerte, esa injusta, maldita y cabrona les ha picado el billete y les subido a la nave que nunca ha de tornar. Aquí, a este lado, quedan sus obras y su ejemplo de hombres íntegros, libres e insobornables, y por tanto extraordinarios. Y quedamos sus admiradores. Con nosotros vais, nuestros corazones os llevan.

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